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Cuando nos acostamos por la noche él se acurrucó a mi lado. Tuve que contener el impulso de volverme de espaldas. Me preguntó si padecía alguna crisis relacionada con la edad. Yo asentí.

—El tiempo se escapa —contesté, llevándome las manos a la frente con gesto teatral.

En parte era verdad.

Me estresaba cómo corría el tiempo. Pero no el mío. Mi cumpleaños había pasado inadvertido en el trabajo, lo cual no me molestaba lo más mínimo, más bien al contrario. Pero había decidido que mi padre no iba a poder celebrar su próximo cumpleaños. Iba a cumplir un número redondo, igual que yo. Los años de tiranía pasados eran más que suficientes. Quedaban menos de tres semanas. Él cumplía años el 10 de marzo. No me iba a dar tiempo.

—¿Estás triste porque no te ha llamado tu padre? ¿Es en eso en lo que estás pensando?

Lo miré fijamente. ¿Había vuelto a pensar en voz alta? Después caí en la cuenta de que quizá fuera una pregunta adecuada de un novio a su novia el día de su cumpleaños.

—Ya me he acostumbrado. Fue más duro las primeras veces.

Le conté que una vez hacía muchos años pasé el día en mi piso y cené allí con unos amigos. Que estuve todo el tiempo mirando de reojo el reloj de la pared. Preguntándome cuándo llamaría mi padre. Que cuando el reloj marcó las nueve y media no pude contener la tentación de llamar a mi hermano pequeño al móvil.

—¡Felicidades! —le dije con la voz más alegre que pude sacar.

—¿Qué?, igualmente. Pero me llamaste esta mañana y me felicitaste.

—Lo sé, pero quería felicitarte otra vez y preguntarte si has tenido un buen cumpleaños.

Mientras mi hermano hablaba oí la voz de mi padre de fondo. Se reía de algo.

—Ya oigo que aún tenéis fiesta. No te molesto entonces.

Colgamos. La voz de mi padre me taladró la cabeza el resto de la noche. Su carcajada fue lo último que oí antes de quedarme dormida.

Traté de recordar qué había hecho mal aquella vez. Si habíamos discutido por dinero. O por algún novio. O cualquier otra cosa imperdonable que yo hubiera hecho. Bien sabían los dioses que, en cualquier caso, él no tenía la culpa, fuera lo que fuese.

Espanté los recuerdos y me volví hacia el hombre al que amaba.

—Entonces estuve triste. La segunda vez fue un poco más fácil. ¿Ahora? Ahora no me importa tanto.

Su cuerpo grande y cálido me abrazó.

—No debería comportarse así —dijo en voz baja.

Asentí.

En ese momento sonó el teléfono. Miré el nombre que aparecía en la pantalla. «Papá Casa». Lo levanté para enseñárselo a mi novio.

—Pero contesta —dijo.

Apreté el botón verde y susurré un «¿Sí?».

—¡Felicidades!

Era la voz de mi hermano pequeño. No sabía si reír o llorar.

—Felicidades a ti también. Otra vez.

—¿Qué haces?

—Me iba a dormir, pero me gusta mucho oír tu voz antes. ¿Qué ha pasado desde la última vez que hablamos? ¿Has tenido una fiesta divertida?

Lo había llamado por la mañana y le había cantado el Cumpleaños feliz al teléfono. Que volviera a llamar significaba que había pasado algo.

—Sí… Papá, Lilleman y yo hemos salido a cenar.

El nudo en el estómago apareció tan de repente como un puñetazo propinado por Valdemar.

Le pregunté. Aunque sabía lo que me iba a responder.

—¿Los tres? ¿No os acompañó su mujer?

—No…

Cerré los ojos. Esperé a que continuara. Oí el miedo en su voz.

—Es una lástima. Se ha caído por la escalera. Lleva varios días en la cama. No podemos verla porque le duele mucho.

Algunos recuerdos relampaguearon en mi cabeza como flashes de una película. Mi hermano mayor midiendo el cacao con los ojos aterrados. El abuelo con la cinta antideslizante en la mano. Mi hermano pequeño en el hospital. La voz de mi madre: «Si alguien hubiera hecho algo».

La violencia de mi padre iba en aumento. Me apresuré a cambiar de conversación.

—Pobre mujer, espero que pronto se ponga bien. ¿Ha pasado algo más?

—Sí. Nos vamos a mudar.

Su voz sonó enseguida más alegre.

—Papá ha conseguido que Lilleman pueda empezar a jugar en el club de fútbol Helsingborg IF.

—¡Ooh!

—¿Qué? ¿Qué has dicho?

Puse la mano en el teléfono para que no pudiera oír cómo resoplaba. Cerré los ojos e intenté respirar por la nariz para que no lo notara. Esperé a que mi respiración recuperara la normalidad. Lo último que quería era desmayarme con mi hermano pequeño al otro lado del teléfono.

—He dicho: «¡Huy!» —dije finalmente—. Está un poco mal la línea. Ya sabes que en mi casa la cobertura es mala. ¿Estás contento?

—Sí, y sobre todo Lilleman. Si va a ser un futbolista profesional tenemos que vivir en Helsingborg. Eso es lo que ha dicho papá.

«No, no tenéis que hacerlo», pensé, pero me di cuenta de que habría sido hablar a oídos sordos.

Mi hermano pequeño continuó. Mi segunda madrastra y mi padre ya lo habían arreglado todo, me dijo. Lilleman iba a jugar de suplente en el Helsingborg IF, y mi padre ya había empezado a buscar escuela para los dos.

—Nos mudamos antes de verano. Papá ha comprado una casa muy bonita. Tiene seis habitaciones. Sólo a cuatrocientos metros del estadio Olympia.

Charlamos un poco más. Le dije que lo quería y colgué.

Me dejé caer en el suelo. Intenté que el pánico no me arrastrara.

Si dejaba escapar ahora a mi padre ya no tendría ningún control sobre los pequeños cuando su locura volviera a adueñarse de él. Si mi padre rompiera otra jarra, quizá esta vez en la cabeza de Lilleman, yo nunca lo sabría. Si mi segunda madrastra acudía con hematomas al hospital de Helsingborg la próxima vez que «se cayera por la escalera» no habría ninguna sospecha anterior de maltrato.

Mi padre se convertiría en un ciudadano modelo recién mudado a Helsingborg. Un próspero hombre de negocios con millones en el banco. Inocente a los ojos de la ley.

Odiaba todo y a todos los que habían contribuido a que Valdemar no estuviera en ningún registro de delincuentes.

Entre ellos a mí misma.

Maldije la cobardía de todos.

Lo maldije a él.

Mi hermano pequeño, sin saberlo, me había dado una fecha límite de regalo de cumpleaños.

Se iban a mudar «antes de verano», había dicho.

Por lo tanto, mi padre debía morir antes de las vacaciones de verano.

Volví a la cama, donde me estaba esperando mi novio, y me di cuenta de que tenía que darme prisa. No podía perder ni un solo día.