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—Ahora mismo viene.

Julia hizo una leve inclinación de cabeza a la recepcionista y se levantó del incómodo —pero tan moderno…— sofá de piel blanco dispuesto para las visitas.

Después de la visita a Anna-Maj Hansson se sentó en el coche y condujo directamente hasta la factoría de Electrolux en Mariestad. No quería que la anciana tuviera ocasión de informar a su servicial ángel y vecino de lo que le acababa de contar. Quería pillarle desprevenido.

Ahora, mientras esperaba a Mats Hunnevie, dudaba de la sensatez de su decisión. No había que olvidar que él trabajaba montando frigoríficos que se enviaban a todo el mundo. En el peor de los casos, si algo salía mal y él se cabreaba, ella podría verse encerrada en un contenedor de camino hacia alguna dictadura asolada por la guerra al otro lado de la Tierra antes de que alguien notara su ausencia. E Ing-Marie se pondría agria como el vinagre cuando se enterara de que Julia se había adjudicado una entrevista ella sola. No podía contar con que acudiera en su socorro.

Julia ya había empezado a tratar de recordar el francés que aprendió en la escuela para poder decir: «Me han secuestrado» (¿podía ser J’ai été kidnappée?), cuando oyó que unos pasos se acercaban.

Levantó la vista y comprendió que era él nada más verlo. Por su complexión se podía deducir que no sólo ayudaba a la vecina con las tareas domésticas, sino que además retiraba la nieve, recogía las hojas secas y cortaba el césped de su propia casa. Julia observó el corpachón de Mats Hunnevie y pensó que también podría dedicarse a partir leña en su tiempo libre. Cuando no arrastraba camiones por la nacional 49. O doblaba barras de hierro delante del televisor.

El musculoso hombre, que ya estaba a sólo unos pasos de ella, tenía sin lugar a dudas la fuerza física necesaria para matar a alguien. Julia esperaba que no tuviera la mental. En ese caso ella estaba en apuros.

Se dieron la mano y Julia forzó una sonrisa zalamera.

—Gracias por acceder a la entrevista. ¿Podemos hablar en algún sitio algo más discreto?

La condujo a una sala de reuniones en el piso superior. Se sentaron junto a una mesa blanca de madera en sillas blancas, de nuevo muy incómodas. Julia se fijó en las paredes blancas, en las cortinas blancas de la ventana, y observó la pizarra blanca, al parecer sin estrenar.

—Se nota que trabajan en la línea blanca —dijo sonriendo.

Él respondió con otra sonrisa.

«Los dientes blancos, también», pensó Julia.

—Bueno, es posible. En realidad no lo sé. En mi mundo todo es blanco y negro.

Él vio la mirada de sorpresa de ella. Otra sonrisa.

—Soy daltónico. Pero ¿supongo que no habrá venido para hablar de la decoración interior de Electrolux? No puedo ausentarme mucho tiempo de la sala de montaje. Me echan de menos enseguida.

Julia había pensado en el coche cómo debería hacerlo. Cuál sería la mejor manera de abordarlo. Pero ahora, sentada allí frente a Mats Hunnevie y con la mirada clavada en sus bíceps, que parecían a punto de reventar la tela de la camiseta en cualquier momento, olvidó toda lógica.

—¿Qué opina de que su mujer esté liada con Klas Hjort?

Él se quedó mirándola. La cara seria. Las mandíbulas apretadas. La tristeza ensombreció sus ojos.

—¿Van a publicar eso? ¿Por qué?

—No. Mejor dicho, no solemos escribir sobre adulterios. A no ser que sea de suma importancia. Pero no parece que este sea el caso. Aunque tengo motivos para preguntar. ¿No?

Mats Hunnevie respiró aliviado. Una respiración prolongada que sonó como un suspiro.

—Lo primero, ella no me es infiel. Me ha sido infiel —aclaró él.

Julia estaba a punto de susurrar una disculpa por el erróneo tiempo verbal cuando él agitó la mano.

—Yo entendí muy pronto lo que estaba pasando. Se dice que una mujer lo nota, pero créame, un hombre también. Notas como te evita. Notas que de repente está perdida en sus pensamientos. Que prepara una comida más rica sin motivo aparente y una voz interior te dice que lo hace porque tiene mala conciencia.

La miraba, pero su mirada estaba muy lejos.

—Normalmente cuando uno lee o ve películas sobre infidelidades se dicen cosas como que el infiel, que casi siempre es un tío, envía sms a escondidas o que recibe llamadas raras y se va a otra habitación, donde habla en voz baja. En mi caso no fue así. Todo lo contrario. Ella pasó de tener el móvil en su bolso, lo cuál no era nada raro, a dejarlo de repente a la vista todo el tiempo en los sitios más extraños. Como si quisiera gritar que no guardaba ningún secreto.

»Que no me era i-n-f-i-e-l —siseó Mats.

—¿Cómo se enteró de que su amante era Klas?

—Muy sencillo. Él ya no podía mirarme a los ojos. Dejó de jugar al floorball con nosotros. Dejó de venir a las carreras de caballos con el grupo de vecinos. No porque fuera a verse con ella, yo sabía que se veían los lunes porque siempre cambiaba las sábanas entonces, sino porque él se sentía incapaz de seguir saliendo conmigo.

—¿Y no se enfadó?

—Mucho. Quería matarlos.

Se calló. Se mordió el labio superior hasta dejárselo totalmente blanco. Parecía estar reflexionando antes de continuar.

—Eso ha sonado mal, teniendo en cuenta las circunstancias. No quería decir eso. Me sentí humillado, evidentemente. No comprendía en qué estaba fallando yo. Por qué no podía él conformarse con su mujer… Pasé una temporada muy cabreado.

—Y entonces fue a ver a Elisabeth.

Mats Hunnevie se estremeció.

—¿Cómo se ha enterado de eso?

Julia se encogió de hombros.

Él se quedó mirándola antes de seguir.

—Como le he dicho antes, normalmente hay mucho que hacer aquí en el trabajo, pero es cierto que fui a casa de Elisabeth. ¿Cuándo fue? Quizá una o dos semanas antes de que desapareciera. Ese día tuvimos que hacer una reparación urgente en Skövde en la que yo no podía faltar. Así que, mientras los compañeros se tomaban un café después, yo fui a su casa. Sabía que Klara tenía clase y que Klas estaba trabajando.

Se calló.

—Quiero decir que no era lunes.

Mats Hunnevie tragó saliva.

—Bueno, es igual. Llamé a la puerta y nos sentamos a hablar. Estaba hecha una mierda. Desmejorada. Cansada. De mal genio. Le dije que sabía que Klas y Klara estaban liados.

Meneó la cabeza.

—Me esperaba algún tipo de reacción, lágrimas, gritos…, pero no hubo nada. ¿Entiende? Nada. Le pregunté si no se había dado cuenta y me contestó que sí, que lo sabía. Y entonces le dije algo del estilo: «Tenemos que hacer algo. Tenemos que vengarnos». Yo no tenía ni idea de cómo lo íbamos a hacer, pero estaba tan enfadado que quería hacer algo. Y entonces va ella, me mira y dice: «Pero Mats, la culpa es nuestra, evidentemente».

Julia permaneció en silencio. Temiendo que él dejara de hablar si ella abría la boca.

—Le pregunté qué quería decir, y lo volvió a repetir. Que nosotros éramos los culpables. Que si hubiéramos cuidado mejor nuestros matrimonios ni Klara ni Klas se habrían necesitado. Yo me enfadé mucho. Empecé a gritarle que no estaba bien de la cabeza. No paré de gritar hasta que llegué al coche. No sé ni lo que dije, pero algo así como que ellos nos iban a dejar y se iban a largar juntos, y entonces ella se iba a arrepentir de no haber hecho nada. Ella permaneció sentada, y no dijo nada.

Mats Hunnevie se retrepó en la silla. Cerró los ojos y respiró profundamente.

—Me fui a recoger a mis colegas, pero me di cuenta de que no era capaz de conducir. Estaba tan enfadado que me temblaba todo el cuerpo. Aparqué al borde de la carretera y aporreé el volante hasta que me cansé. Luego empecé a pensar en lo que ella había dicho.

Miró a Julia tratando de sonreír.

—¿Y sabe una cosa? Ella tenía razón. Yo no me había ocupado de Klara. Trabajaba mucho, no la escuchaba por las tardes cuando ella me hablaba de sus alumnos difíciles. No le daba las gracias porque hacía la comida y era la que más limpiaba de los dos, aunque ambos trabajábamos a tiempo completo. Así que decidí cambiar, decidí que iba a trabajar para volver a conquistar a Klara.

—¿Cómo reaccionó ella?

—Al principio, se quedó sorprendida. Y luego desapareció Elisabeth y entonces yo creo que Klas dejó de visitarla. O puede que fuera Klara la que rompiera con él. Ojalá que haya sido esto último, aunque no lo creo. De todos modos, nunca hemos hablado de ello, yo creo que Klara ni sabe que yo lo sé.

—Pero…

Su voz cambió. Sonaba más esperanzada.

—Pero ahora parece que los dos estamos trabajando en ello. En salvar nuestro matrimonio. En ayudarnos. Nos hemos dado otra oportunidad y no pienso desaprovecharla.

—¿Entonces usted no le gritó a Elisabeth porque estaba enfadado y quería matarla?

Él se la quedó mirando.

—Pero ¿por qué me pregunta eso? Claro que no quería matarla. Además, tenía razón.

Pronunció en voz baja las últimas palabras:

—Elisabeth salvó mi matrimonio.