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MUCHOS AÑOS ANTES

Ha hablado de ello toda la tarde.

Mamá tiene que morir.

Ella quiere tirarse de la camioneta roja, pero él no hace más que dar vueltas. Vueltas y más vueltas. Su intención es no llegar nunca a la casa blanca de la calle Ring, a la que recientemente se han mudado su madre, su hermano mayor y ella. Intentar que no lleguen nunca a un lugar seguro.

Al final, ella ya no sabe dónde están y eso que ir desde una punta de Götene hasta la otra sólo lleva unos minutos. Mira los abedules que van dejando atrás y nota el traqueteo del coche sobre la grava estridente. Deben de estar cerca de Sil. Quizá en Bölaholm. En cualquier caso, cerca de la cuadra de caballos.

Intenta mirarle de reojo sin que él lo note. No quiere provocarle, hacer que se enfade más. Ve cómo su padre agita los puños y golpea el volante mientras habla.

—¡Alguien debería hacer algo con esa puta!

Dios, cómo odia ir en coche con él.

Piensa en tirarse. Cierra los ojos y trata de imaginarse el impacto del cuerpo contra la grava al caer al suelo.

Se hará heridas en los brazos. En las piernas. Le duele el coxis, la espalda o el culo, según qué parte de su cuerpo choque primero contra el suelo. Pero mientras pueda mantener la cabeza arriba para que no golpee contra el suelo debería de ir bien. ¿Se atreverá?

—Bueno, uno no puede hacer daño a otra persona. Pero ella no es una persona. Tu madre es una puta. ¿Entiendes lo que quiero decir? Una puta no es una persona.

Silencio.

—Su propio nombre dice que es una puta.

Hace muecas.

—Bodil. Bodil la Puta.

Ella comprende por el gesto retorcido que el nombre que acaba de pronunciar es uno de los más repugnantes que se puedan pronunciar. El nombre de su madre.

—¿Has oído lo tonto que suena? Bodil. Vaya nombre de puta. ¿Entiendes?

No, no entiende. Nada. Ella también tiene nombre de puta. Bodil es su segundo nombre.

Tiene un nombre de puta. ¿Entonces ella también es una puta?

Quiere dejar de escuchar lo que él dice pero es imposible.

—He pensado mucho en ello. Alguien debería encargarse de ella. Sería muy fácil solucionarlo. Imagínate lo que supondría acabar de una vez con ese problema. Sólo hay que esperarla una tarde a la vuelta del trabajo y hacerlo. Sería una cosa rápida y nadie vería nada. Vuelve a casa muy tarde, ¿no? ¿A las once y media o así?

Ella se pregunta cómo es posible que él conozca el horario de su madre. Su madre sólo ha trabajado en el turno de noche de Arla unas semanas y su padre y ella ya no viven juntos.

—¿Cuántos años crees que le pueden caer a uno? ¿Cuánto tiempo tiene que pasar alguien entre rejas por cargarse a una puta?

Ella no dice nada.

Piensa en la pregunta.

Piensa en cuántos años de cárcel le caerían a su padre si matara a su madre. ¿Cinco años? ¿Diez? ¿Cincuenta?

Después empieza a pensar dónde vivirán su hermano mayor y ella cuando su madre esté en el cielo y su padre en la cárcel. Empieza a llorar. Espera que él no vea las lágrimas que le caen por las mejillas.

No las ve.

Valdemar está en trance.

Esa fase de su locura es lo que su hija teme más que a cualquier otra cosa en el mundo. Cuando él desaparece. Cuando ya resulta imposible hablar con él. Cuando te mira a los ojos sin verte. No puede verte. Sólo ve la película que se ha montado en la cabeza.

La Auténtica Realidad.

Le da mucho miedo la cabeza de su padre. Las cosas suelen cambiar muy deprisa allí dentro. Él puede pensar un montón de cosas que han ocurrido y recordarlas de una forma muy rara en comparación con lo que ella recuerda. Si ella recuerda que su madre se rio de las bromas de otro hombre, él dice que su madre se echa en los brazos de otros hombres. Si ella recuerda alguna ocasión en que su hermano mayor le haya pedido algo «por favor» a su padre, su padre recuerda en cambio que el maldito crío insistió e insistió «hasta que a Valdemar casi le estalla la cabeza de tanta maldita insistencia». Ella no entiende lo que pasa dentro de la cabeza de su padre.

—Valdría la pena hacerlo.

Su padre frena, la mira a los ojos. Sonríe.

—Esta noche merecería la pena el castigo.

Su padre asiente. Parece satisfecho. Como si finalmente se hubiera decidido.

—Esta noche —repite—. Lo hago esta noche. Así terminamos de una vez.

Ella vuelve la cara. No es capaz de ver su mirada. Su cara complacida. Prefiere mirar por la ventana. Han llegado a la calle Ring.

Sin embargo, ella no se atreve a moverse. El hecho de que su padre pare el coche no significa que pueda bajarse sin más. Él permanece un rato sentado. Ahora está en la fase silenciosa. Asiente a algo que se le pasa por la cabeza. Ella sabe que el siguiente paso es dejarla salir o bien acelerar el coche y empezar a dar otra vuelta. Le pide a Dios que no acelere.

Y después llega un suspiro desde el asiento del conductor. Seguido de un gesto de asentimiento, apenas perceptible, que le indica que puede bajarse del coche.

Sube las escaleras a trompicones. En su cabeza sólo existe un pensamiento: «Tengo que salvarla. Soy la única que sabe que mamá morirá esta noche. Tengo que salvarle la vida».

Busca en la cocina, revuelve los cajones. Busca a tientas entre los cuchillos del queso y las tijeras, pero se decide por un cuchillo de mesa. Y no de los afilados con los que se corta la carne y las verduras, sino de los normales, esos que se suelen poner a diario junto con el tenedor.

Se esconde en el jardín, detrás del gran roble. La copa, que sobresale por encima de su cabeza, es tan grande que la oculta por completo, a pesar de que se encuentra a tan sólo un metro del sendero de gravilla. Alrededor de sus pies crecen miles de Scillas y nomeolvides. Le gustaría sentarse en cuclillas para acercarse más a ellas, pero no se atreve a moverse. Sin embargo, las florecillas la consuelan, le ofrecen algo que mirar. Concentra la mirada en las flores azules y espera.

A las once y media empieza a oír pisadas en el camino que conduce hasta la casa de cemento pintada de blanco. Los pasos se acercan cada vez más. Le cuesta respirar. No sabe si es su madre, o si es su padre que va a asesinar a su madre. Al fin ve la melena castaña de Bodil. Empieza a llorar y corre hacia ella.

Su madre se asusta al oír que se le acerca alguien. Bodil jadea entrecortadamente y se da la vuelta.

Ella ve los ojos de su madre. El miedo reflejado en ellos. Sus ojos castaños arden de miedo. Ve cómo mira a su hija casi al mismo tiempo que realiza un giro cercano a los trescientos sesenta grados para inspeccionar el jardín, los setos, la parte trasera de la casa y el camino.

Ella observa a su madre y se da cuenta de que no es la única que temía que Valdemar estuviera allí alguna noche, en medio de la oscuridad.

—Tenemos que darnos prisa, mamá —dice ella.

Bodil hace entrar a la niña, cierra la puerta y le pide que le cuente lo que ha pasado.

Ella obedece.

Pero antes le hace jurar a su madre que nunca dirá nada de lo que ha pasado. Nunca jamás. A nadie.