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MUCHOS AÑOS ANTES
Están viendo una comedia en el canal TV1000.
Ella está tumbada en el sofá blanco de piel con la cabeza apoyada en el reposabrazos. Su padre está sentado enfrente de ella, en el sofá de piel color burdeos. De repente él se inclina hacia delante, coge el mando a distancia de la mesa y baja el volumen. Ella se vuelve hacia él y está a punto de pedirle que vuelva a subirlo cuando llegan las palabras.
—¿Quieres a papá?
La pregunta parece espontánea. Ligera como una pluma.
—Claro —contesta ella.
—¿Te gustaría hacerle daño a papá?
Ella sacude la cabeza y levanta la cara para mirarlo a los ojos.
Y en el segundo en que ve aquellos ojos vacíos comprende que algo no está bien.
Ella susurra entre dientes un no.
Él se incorpora. Estira el cuello, mueve la cabeza hacia delante y hacia atrás. Cierra los ojos. Respira profundamente y empieza a hablar.
Al principio, de forma inconexa. De niños mocosos que quieren hacer daño a sus padres. De que los padres sólo quieren lo mejor para sus hijos, pero que sin embargo hay niños que quieren hacer daño a sus padres. Hijos de puta desagradecidos. ¿Conoce ella por casualidad a alguno de esos auténticos hijos de puta desagradecidos?
Ella quiere levantarse y salir, pero no puede moverse. No puede ni levantar el brazo para sentarse más derecha.
Su cuerpo permanece inmóvil.
Alerta.
Preparado.
Se pregunta qué pasará. Intenta febrilmente recordar qué ha hecho esta vez. Qué película se le habrá metido a su padre en la cabeza hoy.
—¿Quieres matar a papá? —pregunta con un tono de voz nuevo, neutral, que la asusta más que el habitual tono histérico.
¿Matar a papá?
Qué pregunta más rara.
No entiende nada.
¿Matar a papá? ¿Por qué iba a querer hacerlo?
Contesta que no.
—¿Entonces por qué saliste a esperarme con un cuchillo? ¿Por qué estabas sentada en la calle Ring con un cuchillo grande de cocina en la mano?
De pronto todo es negro. No entiende cómo él ha podido enterarse.
Ella se vuelve hacia él y ve que aquellos ojos grises la miran fijamente. Reconocen la perplejidad en sus ojos y por un momento sonríen, triunfantes.
—Lo ha dicho mamá —aclara él.
Pero ella no quería matarlo.
Mira a su alrededor tratando de encontrar una salida, pero está atrapada en el sofá, pegado a la pared. Le gustaría taparse los oídos. No oír lo que se le viene encima.
—Presumía de ti en una reunión. Contó que me estuviste esperando con un cuchillo de cocina grande y afilado para matarme. Que me ibas a clavar el cuchillo. ¿Es eso cierto? ¿Quieres matar a papá?
«No era un cuchillo de cocina» es lo primero que ella piensa.
«Qué tonta mamá. ¿Por qué ha dicho que era un cuchillo de cocina?»
Abre la boca para explicarlo, pero se da cuenta de que no hay nada que decir. No contesta. No puede hablar, ni explicar. Tiembla de miedo mientras espera su castigo.
Él deja pasar un momento.
Unos segundos.
Tal vez un minuto.
Una eternidad.
Ella ha perdido la noción del tiempo.
—Vamos, habla, mocosa. ¿Por qué quieres matar a papá con un cuchillo grande de carnicero?
«No era un cuchillo de cocina, papá», piensa ella.
No era un cuchillo grande.
No era un cuchillo de carnicero.
Era un cuchillo de mesa normal.
«No pensaba clavártelo. No pensé nada. Sólo quería que no mataras a mamá. Tú dijiste que ibas a matar a mamá».
Lo piensa todo. No dice nada.
Permanecen en silencio. Se miran.
Al final, él le hace un gesto para que se acerque.
Ella avanza lentamente hacia él y su padre la sienta en sus rodillas. Llora cuando él la agarra del brazo y se la acerca bruscamente al pecho.
—Está bien. Dímelo ahora. Indica dónde. ¿Dónde ibas a clavar el cuchillo?
Ella se queda mirando fijamente su polo blanco Lacoste. Se fija en el cocodrilo. Piensa que si sigue mirándolo el tiempo suficiente quizá despierte.
Ya está despierta.
—Vamos, señala. ¿Dónde ibas a clavarle el cuchillo de cocina a papá?
Su voz parece más enfadada, pero sigue teniendo esa espantosa tranquilidad. Esa que ella no reconoce.
Se descubre a sí misma esperando el momento en que la voz de su padre se eleve en falsete. Cuando la locura entre en la siguiente fase. Cuando uno sabe que sólo le queda escuchar, permanecer inmóvil y aguantar. Esa fase ya la conoce. Esta voz nueva y tranquila, no.
Su padre le aprieta los dedos con más fuerza. Cuando las manos le tiemblan tanto que no pueden permanecer quietas, él se lleva la mano que le queda libre al pecho. Señala el lado izquierdo.
—¿Aquí? ¿Pensabas clavarme el cuchillo de cocina aquí, en el corazón?
Apunta con el dedo varios puntos en su pecho. La mira inquisitivamente. Espera a que ella asienta y le indique el sitio.
—Y ahora habla. Cuéntame cómo querías matar a papá con ese cuchillo de cocina grande y afilado.
Ella hace esfuerzos para respirar. Él se la queda mirando un rato, sus ojos están tan vacíos como de costumbre. Ella se pregunta cómo es posible que una persona mire fijamente a otra y sin embargo no la vea, no vea nada.
Le agarra la mano con tanta fuerza que los dedos se le ponen blancos.
Al final, él la empuja al suelo. Valdemar se levanta. Se va.
Ella permanece en el suelo. Le duelen los dedos cuando la sangre empieza por fin a circular por ellos. Intenta respirar. Le cuesta tomar aire.
—Sólo… era… un cuchillo de mesa… papá.
Le cuesta hablar. Pronunciar las palabras. Hacer que él comprenda. Si pudiera hacerle comprender…
—No era un cuchillo… grande. No te iba a matar… No iba a matar a papá.
Él no contesta.