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VIERNES, 19 DE FEBRERO DE 2010

Era el día de mi cumpleaños.

Mi novio me había despertado trayéndome un pastel de chocolate y una coca-cola a la cama. Mis golosinas favoritas. Servidas por mi hombre favorito. Sonreí al recordarlo, pero me llevé enseguida la mano a la tripa y comprobé dónde había dejado esta vez el pastel de chocolate su huella indeleble. Odiaba esa tendencia mía a coger peso con tanta facilidad. Otro regalo de mi padre. Muchas gracias, Valdemar.

Estaba delante del espejo negro de la entrada maquillándome para ir al trabajo. La luz no era la mejor, pero me parecía que no importaba.

Me observé la cara. No mejoraría gran cosa con unos polvos de Kanebo, un rizador de pestañas y un poco de rímel. No dejaría de ser la misma mierda debajo del maquillaje.

Mi novio se deslizó por detrás de mí y me abrazó. Colocó la nariz contra mi cuello y aspiró profundamente.

—¡Qué guapa eres! —le dijo a la imagen del espejo.

Yo enarqué las cejas.

—Pero mírate… —insistió él.

Se colocó detrás de mí, mantuvo el brazo izquierdo alrededor de mi cintura y con la mano derecha señaló mi cuerpo.

Me acarició la mejilla.

—Tus mejillas son tan suaves… Eres blandita como un bebé cuando te acaricio aquí.

Retiró la mano de mi mejilla y señaló mis ojos.

—Los más bonitos del mundo.

Sus manos se iban moviendo. Me cogió de la punta de la nariz y la levantó de manera que pareciera el hocico de un cerdo. Gruñó detrás de mí, riéndose.

—Amo tu nariz.

Movió las manos y las colocó alrededor de mis pechos.

—De esto no vamos a hablar. Son fantásticos. Tú eres fantástica. ¿Qué es lo que no te gusta de ti? No lo entiendo.

Me daba vueltas la cabeza. Los ojos se me llenaron de lágrimas. Me miré a mí misma. Traté de ver lo que él veía.

Mis ojos. Pero si tenía los ojos de mi padre…

Las mejillas de mi padre.

Y esa asquerosa nariz de patata que yo tanto detestaba. Así de fea era. Nadie me soportaría. A la larga nadie me aguantaría porque tenía muy mal carácter. Era una mocosa. Una cría de mierda. Una maldita cría.

—No puedo ver nada que me guste —susurré al espejo.

Empecé a llorar. Me solté de sus brazos y me encerré en el baño hasta que se me pasó el ataque. Cuando volví a salir, él estaba esperándome sentado en una silla de la cocina.

—Alguna vez tendrás que empezar a plantearte cuál es el motivo. Y lo que tienes que hacer.

No le conté que ya sabía cuál era el motivo, y lo que tenía que hacer.