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MARTES, 23 DE FEBRERO DE 2010

Cuando oí sonar el despertador en el dormitorio solté un taco en voz alta.

—¡Para! —le grité al aparato.

No respondió. Sólo continuó con su ruido.

Ni siquiera me levanté para detener la alarma. Que se despertaran los vecinos si querían. Siempre me movía de puntillas para no hacer ruido, ¿por qué debía tener tanto maldito respeto? Era imposible que dejara ahora a Dexter Morgan. Llamé al jefe y modulé la voz lo mejor que pude para decir que estaba enferma, luego puse la cafetera, me preparé una tostada y volví a la tele.

Habían pasado cuatro horas desde que me despertaron las pesadillas, o bueno, los recuerdos. Cuatro horas que habían cambiado mi vida y, sin que él lo supiera, la vida de mi padre. Cuando desistí de seguir intentando volver a quedarme dormida, me levanté, me senté en el sofá y saqué la caja de las películas.

Al abrirla me sentí esperanzada. Las repasé para ver qué tenía y leí la parte de atrás del estuche de The Alphabet Killer:

«En el oscuro bosque a las afueras de Churchville aparece una niña de diez años violada y asesinada. Su nombre y apellido tienen las mismas iniciales que la ciudad. ¿Existe alguna relación?»

Eché una ojeada al reloj. Las 03:06. Encendí la tele y bajé rápidamente el volumen, puse la película y abrí el cuaderno de las magdalenas, dispuesta a tomar apuntes.

Veinte minutos después, cuando el loco del protagonista ha visto tres fantasmas y termina en un psiquiátrico, deseé con toda mi alma haber podido dar marcha atrás al reloj. Me parecía que el director me había robado unos minutos muy valiosos de mi vida que nunca podría recuperar.

Pensé en darme por vencida y tratar de dormir unas horas, pero eché otro vistazo a la caja y decidí volver a probar suerte.

—Roma no se construyó en un día —murmuré mientras me levantaba para servirme un café.

Después de tomar la primera taza me sentí más despejada. Tiré The Alphabet Killer a la basura y volví a abrir la caja. Lo primero que atrajo mi atención fue un tipo elegante con el pelo corto, castaño rojizo, y guantes de plástico en las manos. Había sacado la primera temporada de «Dexter» y leí en la parte de atrás lo que decía de Dexter Morgan, forense de la policía de Miami experto en rastros de sangre durante el día y asesino en serie por la noche. Nuevo control de la hora. Las 03:48.

Me envolví en la manta gris de lana y me tumbé en el sofá.

Diez minutos después estaba sentada. Totalmente despejada. Con el ordenador en las rodillas y el cuaderno de las magdalenas en la mano. Tomando notas frenéticamente.

Por lo visto, Dexter Morgan asesinaba a sangre fría. Pero sólo mataba a personas malas. Personas que se lo merecían. Personas como mi padre.

Y cuatro horas después seguía allí sentada con mi nuevo maestro delante de mí. De baja laboral y dispuesta a aprender todo lo que él quisiera enseñarme. Estaba navegando entre las páginas de seguidores para averiguar qué tipo de morfina usaba Dexter Morgan para dormir a sus víctimas, cuando sonó el teléfono. El nombre de mi novio en la pantalla.

—He visto tu sms. ¿Estás enferma, cariño?

Me costó un buen rato convencerlo de que era la peor idea del mundo que viniera a verme antes de comenzar su turno en la Volvo. Se disgustó. Otra vez. Me contó que pronto tendría que hacer un viaje de trabajo a la fábrica de la India. Otra vez.

Tuve que esforzarme para no dar saltos de alegría. Colgamos y volví al ordenador. Me sentí satisfecha cuando encontré el nombre de la droga. Etorfina. También conocida como M99. Lo estudiaría después.

Me recosté en el sofá y pulsé play para seguir.

Después de doce capítulos de cincuenta y dos minutos cada uno terminó la primera temporada. Pasé las hojas de mi cuaderno de las magdalenas y me di cuenta de que había llenado casi nueve páginas. Leí marcando con círculos las anotaciones más importantes:

1. Hay que sorprender a la víctima en un lugar donde uno pueda retirar fácilmente el cuerpo.

2. La mejor manera de dormir a alguien es anestesiarlo con etorfina.

3. Se necesita una puerta amplia en el maletero para poder meter el cuerpo.

4. Forrar bien con plástico el sitio donde se va a perpetrar la muerte minimiza el riesgo de dejar restos de ADN.

5. El lugar del crimen ha de ser un sitio donde uno esté seguro de que podrá estar solo varias horas, y donde nadie oiga los gritos de la víctima.

6. El descuartizamiento es necesario. Se necesita sierra. Para poder manejar el cuerpo con facilidad hace falta serrarlo al menos en seis trozos: cabeza, tronco, brazos y piernas. Es posible que haya que partir el tronco en dos.

7. Si el cuerpo está envuelto en plástico se minimiza el riesgo de dejar restos del ADN de la víctima en el lugar del descuartizamiento.

8. Trocear y empaquetar un cuerpo lleva su tiempo cuando es la primera vez que lo haces.

9. Cada trozo ha de ir empaquetado como mínimo en una bolsa de plástico. Mejor dos, para que no manche o se rompa.

10. Hay que tirar el cuerpo en algún lugar donde nunca pueda ser encontrado.

Descuartizar.

Tragué saliva.

Qué asco. Qué bestia. Y sin duda necesario. Santo cielo, ¿cómo iba a ser capaz de descuartizar a mi propio padre?

Una nueva búsqueda en internet me mostró que desde 1907 se habían registrado exactamente cincuenta asesinatos de ciudadanos suecos con posterior descuartizamiento de la víctima. Cuarenta y seis habían tenido lugar en Suecia. Uno en Mónaco. Uno en Estados Unidos. Dos en España.

Fui a servirme otra taza de café antes de sentarme cómodamente en el sofá y repasar minuciosamente cada uno de ellos. Uno de los descuartizamientos, el de la viuda sueca Emma Levin, a quien robaron y posteriormente asesinaron la pareja formada por Marie y Vere St. Leger Goold en Montecarlo en 1907, había servido de inspiración para una novela de Marie Belloc Lowndes, The Chink in the Armour, publicada en 1937. Escribí el título en el cuaderno de las magdalenas para acordarme de mirar si la tenían en la biblioteca municipal.

En Suecia, el descuartizamiento más sonado de la historia, el de Catrine da Costa, había prescrito hacía tan sólo ocho meses. Da Costa, de veintisiete años, fue hallada descuartizada en Talludden, debajo de la autopista Essingeleden de Estocolmo, el 18 de julio de 1984. El caso nunca se resolvió. Ni siquiera se recuperó un cuerpo entero que sus allegados pudieran enterrar. La cabeza de la joven, los órganos internos y uno de sus pechos jamás se habían encontrado. Presentí que eso le iba a pasar también a mi familia. No tendrían una tumba a la que acudir.

Me estiré para coger la funda de la película y pasé el dedo por la cara de Dexter Morgan. Dexter tiraba a sus víctimas descuartizadas al mar. Teniendo en cuenta que la serie se desarrollaba en Florida, la corriente del golfo se llevaba consigo las partes del cuerpo minuciosamente envueltas en bolsas de plástico lejos de la playa. Pensé en el lago Simsjön y en que el cuerpo de Elisabeth Hjort al final había salido a la superficie.

Todo sale a la superficie.

Cerré los ojos y respiré profundamente. Ahora ya sólo quedaban algunos puntos.

Tenía que conseguir —y aprender a usar— etorfina. Comprobar si era efectivamente una anestesia tan rápida en la realidad como lo era en la serie.

Necesitaba encontrar un lugar donde matar a mi padre y un sitio donde tirar el cuerpo.

Me levanté y examiné mi apartamento. ¿Podía hallarse delante de mis ojos la solución a al menos uno de los problemas?

Mi apartamento, de dos habitaciones, tenía algo más de cincuenta metros cuadrados. El dormitorio medía cuatro metros de largo por dos de ancho. Una cama de ciento ochenta centímetros de ancho, vestida totalmente de blanco y ocho almohadas grandes y esponjosas encima del edredón ocupaban la mayor parte de la habitación. Un armario blanco de Ikea de dos metros de largo y cincuenta centímetros de fondo con puertas correderas llenaban la pared libre. El modelo se llamaba Pax. Me cansaba sólo de pensar en lo duro que fue montarlo. Un espejo de cuerpo entero con el marco negro era lo único que colgaba de las paredes, además de una pequeña estantería fijada a la pared, a la derecha de la cama. Era mi mesilla de noche y allí tenía un despertador y un paquete de pañuelos de papel. Y cuatro libros de bolsillo. Una novela romántica de Kajsa Ingemarsson, una policiaca de Anne Holt y otra de Giles Blunt, así como el imprescindible Veronika decide morir de Paulo Coelho. Mi libro favorito. Los otros libros de bolsillo cambiaban normalmente de sitio después de haberlos leído, pero Veronika podía quedarse allí. No es porque lo leyera una y otra vez —nunca lo haría por temor a que me decepcionara—, sino porque me conmovió mucho la primera y única vez que lo leí. Me identifiqué con Veronika. Había llorado con su desesperación, porque cuando supo lo que la vida podía ofrecerle ya era demasiado tarde para ella, porque ya había intentado suicidarse y estaba moribunda.

Había decidido no dejar que la vida se me escapara de la misma manera. Otra persona la controlaba desde hacía demasiado tiempo. Veronika decidió morir. Yo había decidido, por fin, empezar a vivir.

Dudé sólo un instante antes de resolver que Valdemar no podía entrar en mi dormitorio. El dormitorio era para dormir y para follar. Él ya había causado bastante destrozo en esos dos aspectos de mi vida. Si matara a mi padre allí dentro ya me podía despedir de toda esperanza de recuperar el sueño y el deseo sexual.

Salí del dormitorio y pasé a la sala de estar, en la que había una isla de cocina. Estudié la situación y por un momento pensé en colocar a mi padre sobre la encimera. Como si fuera una ofrenda en un altar. Cuando me di cuenta de que no era posible atarlo a ningún sitio, y de que era imposible subir tan arriba a alguien que pesaba tanto como él, deseché la idea y continué. Mi cocina y mi sala de estar eran grandes. El amplio sofá blanco, una mesa de cocina cuadrada de color negro con sus cuatro sillas negras, con cojines blancos, ocupaban parte del espacio. Pero aún quedaba mucho espacio entre la cocina y la parte ocupada por la sala de estar. Me imaginé a mi padre tumbado en medio de la sala mientras yo daba vueltas a su alrededor diciéndole más de cuatro verdades. Se iba a cagar de miedo. Lo atormentaría hasta matarlo. Las imágenes bailaban de nuevo en mi cabeza. Ahora la víctima era Valdemar.

Subí al desván a buscar una cama plegable de metal azul que había comprado en Ikea por menos de quinientas coronas. La abrí y retiré el colchón de rayas azules y blancas. Me tumbé sobre la incómoda estructura metálica y cerré los ojos. Sentí cómo se me clavaba en la espalda, el culo y las piernas.

No era agradable.

Bien.

Continué tumbada mirando alrededor. Sentí una enorme satisfacción.

Ese era el lugar.

Allí tendría espacio suficiente para trabajar.

Allí iba a morir mi padre.

Me lo imaginé como en la serie de televisión. Dexter Morgan colgaba siempre fotos de las personas a las que el asesino había matado. Traté de imaginarme colocando una serie de fotografías para mi padre. Darle una última oportunidad de ver a sus víctimas. Parecía un poco tonto. Demasiado Hollywood. Esa parte tendría que volver a considerarla con más detenimiento.

Me fijé en las paredes y decidí no descuartizar a mi padre en la sala de estar. El riesgo de salpicar las paredes de sangre era demasiado grande.

Me levanté con dificultad de la incómoda cama plegable y entré en el cuarto de baño, alicatado hasta el techo con azulejos blancos. Parecía pequeño y cerrado. Me tumbé en el suelo. Yo, que era veinte centímetros más baja que mi padre, apenas podía estirarme todo lo larga que era. Pero, además, había que serrarlo. Iba a resultar estrecho y pringoso. Pero podría servir.

Agradecí a todos los santos del cielo que mi novio nunca me hubiera pedido una llave de mi apartamento. Yo tenía una del suyo. Me la dio después de la primera noche que pasamos juntos, hacía ya más de dos años. Pero durante todo ese tiempo yo no le había dado ninguna llave. Nadie entraba en mi casa cuando yo no quería.

Me pregunté si era esto lo que yo inconscientemente había estado esperando.

Eso, o sencillamente que me costaba dejar que la gente entrara en mi vida.

Pronto se produciría un cambio.

Yo ya no iba a seguir siendo la víctima.

La víctima iba a ser mi padre.