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VIERNES, 8 DE ENERO DE 2010

Estaba desnudo encima de la sábana blanca. Tenía el pene duro. Me pareció ver que sonreía. Me pregunté si estaría soñando con nuestro polvo de la noche anterior.

Miré a mi novio mientras oía sus ronquidos. Dormía con un sueño profundo, inconsciente por completo del ruido que sus ronquidos, relativamente suaves normalmente, provocaban en mi aturdida cabeza.

Recordé cómo solía ser. Verlo así podía ponerme tan cachonda que días como aquel lo hubiera despertado subiéndome encima de él y dejado que me penetrara. Me demoré recordándolo. Intenté recordar la sensación de estar caliente. Fue imposible.

No había tenido ganas de sexo desde que tomé la decisión.

No sentía deseo. Me pregunté si me volvería la libido. Si alguna vez volvería a practicar sexo sólo porque yo quisiera y no para salir de una situación embarazosa ante la extrañeza de mi novio.

Sentía asco al darme cuenta de que me había acostado con él sólo para que no siguiera preguntándome de qué me reía. Que me había acostado con él únicamente porque no me atrevía a hablar más aquella noche. Porque temía que se me notara en la cara cómo me sentía, qué estaba planeando.

Sacudí la cabeza y me sequé una lágrima que se deslizaba por mi mejilla. Me había acostado con mi novio sin tener el menor deseo, sólo para conseguir que se durmiera. Qué comportamiento más repugnante.

Maldije a mi padre por haber conseguido destrozar no sólo mi vida, sino también mi vida amorosa.

—Injustamente —murmuré, deslizándome fuera de la cama todo lo silenciosa que pude.

Al cerrar la puerta del dormitorio le di gracias a Dios por haberme podido comprar un apartamento de dos habitaciones. Mi novio dormiría hasta que sonara el despertador a las siete. Cuando follábamos dormía siempre como un muerto. Lo cual significaba que yo disponía de más de una hora para seguir con mis planes antes de que llegara el momento de llenar dos vasos de zumo de naranja, dos tazas de café, preparar dos bocadillos de queso con salchichas ahumadas y ponerlos en la mesa junto con dos cuencos de yogur de vainilla con cereales. Cielos, qué previsibles éramos en realidad. Como un viejo matrimonio.

Las Navidades pasadas le había comprado un albornoz rojo. Me envolví con él, aunque yo tenía el mío, blanco. Prefería el suyo. Me gustaba su olor.

Fui a la entrada a buscar el periódico. Una fotografía del lago Simsjön y el titular «Mujer asesinada» en letras mayúsculas.

Dejé el periódico en la mesa, puse la cafetera y saqué el cuaderno de las magdalenas que tenía escondido debajo de la alfombra del árbol de Navidad. Pensé dónde podría esconderlo pasadas las fiestas.

Me senté en la silla próxima a la ventana, pensé en Lisbeth Salander y empecé a hacer un listado en una nueva página:

Errores que debo evitar:

1. Creer que podré dominarlo fácilmente.

Me vino a la cabeza una imagen de mi padre. La comida era su gran vicio. Solía rebañar los platos de toda la familia al terminar de comer. Eso me gustaba de pequeña. Me parecía que mi padre jugaba conmigo, un juego de cu-cu-tras-tras, cuando asomaba la cabeza por encima de mi plato. La salsa marrón que hacía mi madre con el jugo de la carne braseada, soja, harina, mantequilla, especias y nata era lo que más me gustaba, sin embargo solía dejar un poco en el plato para que mi padre se alegrara de poder rebañarlo.

Valdemar había pesado siempre alrededor de cien kilos. Grande, fuerte y ancho de hombros. Jugó al fútbol de joven y estaba orgulloso de no haber usado nunca protecciones. Solía decir que él aguantaba lo que le echaran.

Yo le creía. Era una absoluta estupidez pensar que si nosotros dos acabábamos en una pelea cuerpo a cuerpo, no sería una lucha a vida o muerte.

2. No sorprenderlo con un hacha.

Sonreí al imaginarme a Lisbeth Salander delante de mí. Lo que había jadeado escondida en el granero. La probabilidad de que funcionara esconderse detrás de algo y saltar sobre mi padre con un hacha en la mano y sorprenderlo era inexistente. Estaba absolutamente convencida de que él intuiría lo que pasaba y daría la vuelta a mi escondite y me cazaría por el otro lado.

Siempre lo había hecho. Siempre había conseguido leerme el pensamiento mejor que nadie. Yo nunca le había mentido. No me atrevía. Había algo en aquellos ojos que me conminaba a decir la verdad. Sabía que sucedería algo terrible si no lo hacía.

Dos puntos nuevos en el cuaderno de las magdalenas. Comprendí que La reina en el palacio de las corrientes de aire probablemente no me iba a enseñar mucho más en el noble arte del asesinato. Yo no era una hacker. Ni tenía millones para invertir en dispositivos fantásticos. Era una simple ciudadana de Skövde con un salario de veinticuatro mil seiscientas coronas al mes, que intentaba matar a un viejo que daba la casualidad de que era mi padre y que quería que no me descubrieran.

Repasé mentalmente otras películas. Pensé que habría mucho que aprender de sus errores y me senté en el suelo, delante de la estantería. Allí advertí, sorprendida, que tenía la película Un crimen perfecto, de 1989, protagonizada por Michael Douglas y Gwyneth Paltrow. Qué a propósito; aunque no tenía ni pajolera idea de cuándo la había comprado. Leí el reverso del estuche e intenté recordar el argumento. Una pareja casada que al final tratan de matarse el uno al otro. Pensé en el periódico que había encima de la mesa. ¿Fue eso lo que pasó entre la madre de los dos niños y su marido?

Dejé de pensar en el viudo de Skövde y en su mujer muerta en una morgue de Linköping y me concentré en Hollywood y en la imagen de Michael Douglas en el reverso del DVD. El gran fallo de Douglas en la película fue no hacer él mismo el trabajo. De hecho, era una de las primeras cosas que yo había decidido, pero lo volví a escribir de todos modos para estar bien segura.

3. No dejar que otro haga el trabajo.

Deslicé los ojos por mis películas. Me fijé en El silencio de los corderos. Vi a Clarice, el personaje que interpreta Jodie Foster, delante de mí, y la recordé como una pobre chica bastante asustada. Un poco como yo.

Di la vuelta a la funda de la película y miré a Hannibal Lecter. De repente me pareció que mi padre tenía un siniestro parecido con Hannibal: con la coronilla casi calva, el atractivo de las sienes grises y los ojos igual de grises. Introduje la película en el reproductor, apreté el botón de silencio para que no se oyera nada y empecé a pasar deprisa la película. Cuando Anthony Hopkins utiliza un bolígrafo normal y corriente para matar a un vigilante y huir, pausé la reproducción.

4. No liberar sus manos en ningún momento. Eso tampoco puede ocurrir. No puede haber cerca nada que él pueda coger. Podrá matarme con cualquier cosa que encuentre.

Saqué la película y la guardé en la funda antes de mirar el resto de mi colección. Un panorama pobre desde la perspectiva de un asesino. Tenía Sexo en Nueva York, tanto la película como la serie. La primera temporada de la serie americana «The Office», la película sueca Änglagård, las dos temporadas de la serie británica «Te House of Eliott» e innumerables comedias románticas. Vi entre otras El diario de Bridget Jones, Grease y Love Actually antes de resoplar en voz alta al ver Cómo perder a un chico en 10 días.

—¿Qué puedes enseñarme tú de asesinar? —le pregunté a la imagen sonriente de Kate Hudson que aparecía en la funda al mismo tiempo que sonaba el despertador en el dormitorio.