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SÁBADO, 2 DE ENERO DE 2010

El termómetro instalado fuera de la ventana marcaba dieciséis grados bajo cero. Había nevado. La primera nevada del año. A Julia Almliden le costó ver los números porque la ventana, que daba al solitario aparcamiento de la calle Mörke de Skövde, estaba cubierta de escarcha.

Pasó el dedo por el cristal para comprobar si las laminillas brillantes de escarcha se hallaban en el interior o en el exterior.

No se derritieron al pasar el dedo por encima. O sea, estaban en el exterior. Julia resopló. La escarcha bien podría estar por dentro.

El departamento de contabilidad del periódico ahorraba en todo lo que se pudiera ahorrar: bolígrafos, cuadernos, horas extras. Calefacción.

Durante el último invierno eso había sido más que evidente. Dentro de la redacción la temperatura no pasaba nunca de los dieciocho grados. Así era imposible escribir un artículo con sentido. Tres veces se había visto obligada a pulsar una tecla para impedir que apareciera el salvapantallas. De todos modos, tenía que hacer como que estaba trabajando.

Suspiró. Se sentó. Lo intentó de nuevo.

Los restos de la cena de Nochebuena apestan.

Pero a la familia Johansson no le queda más remedio que acostumbrarse al olor repugnante que los golpea en la cara cada vez que abren la puerta.

Los empleados del servicio de recogida de basuras se niegan a acercarse a la casa del matrimonio por miedo al lobo que se ha convertido en el amo del bosque.

—¿Por qué tiene que ser tan complicado? —rezongó mientras seleccionaba y borraba los tres párrafos.

Julia Almliden se volvió y miró de reojo a su colega, Ing-Marie Andersson. Estaba sentada como de costumbre. Sujetándose la chaqueta sobre el pecho con la mano derecha, y navegando con la izquierda. Ing-Marie iba a cumplir pronto los cuarenta, pero aparentaba tres o cuatro años más. Tenía un aspecto corriente. Cabello rubio cobrizo encrespado, con un corte tipo paje, hasta la nuca. Rostro de tez clara con pecas, normalmente sin maquillar. La reportera criminalista solía disimular su delgadez bajo gruesas chaquetas de punto de colores discretos, neutros. Preferiblemente marrones.

«En fin, lo de “reportera criminalista” no deja de ser un eufemismo», pensó Julia. Exceptuando las peleas de borrachos fuera del bar Bogrens, algún robo aislado en el barrio de Ryd y todas las denuncias por violencia de género, no sucedía gran cosa en Skövde; pero parte del trabajo de Ing-Marie —aparte de su tarea habitual de cubrir la información municipal— era llamar diariamente a la comisaría de policía. Se tomaba muy en serio este trabajo y, sobre todo, le gustaba más que su otro cometido.

A Julia le hacía gracia, pero Ing-Marie nunca se presentaba como la periodista responsable de cubrir la información municipal y provincial que era, como detallaba su contrato de trabajo, sino como reportera criminalista. Pese a la negativa del jefe, Ing-Marie había encargado unas tarjetas de presentación con ese título, si bien pagadas de su bolsillo. Las tenía en su escritorio en una cajita blanca junto a las tarjetas que había pagado el periódico, el Västgöta-Nytt.

Ing-Marie sacaba a veces una de aquellas tarjetas que ella misma se había costeado y pasaba los dedos por encima. Pero en ese momento parecía concentrada en otra cosa. Julia estaba casi segura de que si se inclinase hacia delante y mirase de reojo la pantalla de su colega se encontraría el logo de «CSI». Esa serie era la favorita de Ing-Marie y la reportera criminalista solía quejarse por la falta de asesinatos en Skövde del calibre de los de Nueva York, Miami o Las Vegas. Ing-Marie era una mujer muy reservada, pero cuando abría la boca en la reunión matinal, normalmente era para ofrecer un breve resumen de lo que había pasado la noche anterior a las nueve en el Kanal 5 de televisión. Hablaba de cuerpos devorados por caimanes, tragaperras impregnadas de cianuro o taxistas con cadáveres en el maletero.

Julia pensó en lo decepcionada que debía de sentirse su colega también por la incapacidad de Skövde para ofrecerles personajes como un Horatio Caine, un Mac Taylor o un Gil Grissom. No tenía ni idea de si su colega salía con alguien —la reportera criminalista nunca contaba nada de su vida privada—, pero a Julia le costaba creerlo. En cualquier caso, Ing-Marie no tenía hijos ni había estado nunca casada, eso ya lo había comprobado Julia consultando el registro civil en un acceso de curiosidad. Ing-Marie parecía vivir entregada al sueño de resolver el asesinato del año, convencida de que, cuando eso ocurriese, todo lo demás vendría solo.

Haciendo un esfuerzo, Julia apartó la mirada de Ing-Marie y volvió a concentrase en la pantalla de su ordenador y en aquella entradilla que se le resistía. No había tiempo para lucubraciones en ese momento.

Julia se dio una palmada en la cara y mientras aún sentía el escozor en la piel se dispuso a terminar su trabajo.

El jamón de Navidad está enmohecido.

La langosta de Nochevieja, un caparazón hediondo.

«Esperemos que vengan antes de que tengamos que comernos los arenques del solsticio de verano», dice Herman Johansson, resignado.

Los trabajadores del servicio de recogida de basuras llevan dos semanas boicoteando la casa de la familia.

Julia sonrió. Todo terminaría arreglándose.