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VIERNES, 15 DE ENERO DE 2010
Anna Eiler se caló la gorra hasta las orejas. Era la tercera tarde seguida que se perdía en aquella calle, cuando en realidad tenía cosas bastante más interesantes a las que dedicarse.
No le quedaba más remedio. Tras el fallo con Klas Hjort no pensaba dejar nada al azar o en manos de sus incompetentes colegas.
Hasta ahora lo de ir llamando puerta por puerta había sido un fracaso. Si había ocurrido algo en el número 2 de la calle Livboj, los vecinos parecían ignorarlo totalmente. Ya sólo le quedaba una casa en la lista, la casa de madera pintada de azul al otro lado de la calle, justo enfrente de la casa de los Hjort.
De pronto, al abrirse la puerta, le sonrieron unos amables ojos azules.
—Seguro que tiene frío, hija. Pase, pase.
Anna Eiler sopesó aleccionar primero a la señora para que no se fiara de los extraños y pidiera siempre la placa a la policía, pero el frío hizo que prefiriera obedecerla y entrar.
Anna-Maj Hansson y Anna Eiler se presentaron. Anna-Maj la invitó a tomar café. Anna aceptó. Sólo de pensar en aquella bebida negra y caliente su cuerpo congelado quiso dar saltos de alegría.
La porcelana tintineó en el armario cuando Anna-Maj Hansson sacó dos bonitas tazas. El aroma de la cafetera de émbolo era delicioso. Le encantaba el café filtrado.
—Sé que mis colegas ya han estado aquí preguntándole, pero de todos modos quería interrogarle otra vez para asegurarme de que no se nos escapa nada. ¿Recuerda ahora algo que pasara el día que Elisabeth desapareció?
Anna-Maj Hansson negó con la cabeza.
—Lo siento, hija, pero no estuve en casa ese día.
Anna sonrió, quitándole importancia.
—Entiendo. No importa. Hay otra cosa que me pregunto. Parece que Elisabeth tenía un par de hematomas en el cuerpo cuando murió. Me pregunto… ¿notó algo alguna vez? ¿Hematomas extraños?
Anna-Maj permaneció en silencio un largo rato. Abrió la boca como para decir algo, pero la volvió a cerrar. El gesto no le pasó desapercibido a Anna.
—¿En qué estaba pensando, Anna-Maj?
—Bueno, ahora que lo dice… Elisabeth no solía tener cardenales, pero pasé por su casa unos días antes de que desapareciera. Para pedirle unos huevos. Iba a preparar mi bizcocho preferido, porque la chica que me hace la limpieza una vez a la semana, tengo eso que llaman «ayuda en el hogar» los domingos, bueno, pues iba a venir y quería invitarla a tomar café…
—¿Y qué pasó entonces?
—Sí, llamé a la puerta, como ya he dicho no la había visto mucho últimamente. Ese día abrió ella la puerta y, ahora que lo dice, tenía cardenales por el cuerpo. Sí, sí, claro que los tenía. Y además eran grandes.
Los misteriosos hematomas que el Instituto Nacional de Ciencias Forenses había observado. Anna tomó un sorbo de café para tranquilizarse. No quería parecer demasiado impaciente, eso podía espantar la memoria de la mujer.
—Vaya, ¿se había caído?
Anna-Maj se revolvió.
—Sí, eso fue lo que me dijo Elisabeth cuando yo le pregunté. Estaba casi desnuda, sólo llevaba encima una camiseta de esas ligeras, en pleno otoño, pero como no salía nunca pues puede que no tuviera frío, ya sabe, los jóvenes de ahora no llevan mucha ropa encima…
—¿Y qué le contestó cuando le preguntó usted?
Anna habló de una forma demasiado impetuosa. Y advirtió que Anna-Maj se estremecía. Entonces se apresuró a poner su mano encima de la mano de la señora.
—Seguro que no es nada, como ha dicho, pero es bueno ir sobre seguro. Puede contármelo. No le va a pasar nada.
Anna-Maj Hansson tomó un sorbito de café.
—Me dijo que se había caído por la escalera.
—¿No la creyó?
Anna-Maj se retorció en la silla. Miró nerviosa a la agente sentada a su mesa.
—Viven en una casa de una sola planta. No tienen ninguna escalera.
Anna Eiler resopló. Se tomó el resto del café, dio las gracias y se apresuró a salir. Cruzó la calle hasta la casa de enfrente y empezó a aporrear la puerta y tocar el timbre. Pasados unos minutos sacó el móvil. Él contestó a la segunda señal.
—Estoy en la puerta de su casa y quiero hablar con usted inmediatamente. ¿Dónde está?
Klas Hjort parecía sorprendido.
—Los niños y yo hemos salido un par de días. Sus abuelos maternos querían verles. Volvemos el domingo.
—El lunes por la mañana a las nueve preséntese en la comisaría. Es una orden.
Anna Eiler cortó la conversación y envió un sms a Patrik Morrelli. Sintió que el corazón le latía cada vez más deprisa. La escalera. ¿Había utilizado Elisabeth realmente esa excusa? Que se había caído por la escalera…
Las mujeres no se caen por las escaleras.
Anna odiaba a los hombres que odiaban a las mujeres. Casi tanto como odiaba a las mujeres que los amaban. Casi tanto como se odiaba a sí misma.