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Seguro que había sido guapa.

Elisabeth Hjort tenía treinta y cuatro años. De haber seguido viva habría cumplido los treinta y cinco el 12 de mayo.

Anna Eiler estaba echando un vistazo a las fotos de la mujer asesinada. Observó que en todas las fotografías familiares llevaba el pelo recogido en una coleta descuidada. Que un sujetador deslucido por los muchos lavados siempre parecía verse bajo unos jerséis demasiado grandes. Que bajo los ojos color avellana tenía bolsas oscuras de un centímetro de espesor y patas de gallo que no estaban en consonancia con su edad.

Miró las fotografías de la mujer y observó que Elisabeth Hjort también llevaba el mismo collar en todas. Dos pequeños pies de plata. «De los niños», pensó. Anotó en sus papeles que tenía que preguntar a Klas Hjort y al Instituto Nacional de Ciencias Forenses si alguno de ellos tenía el collar.

Anna Eiler trató de imaginarse el aspecto de la mujer si hubiera engordado un par de kilos. Si hubiera ido a la peluquería. Si se hubiera cortado las puntas y hubiera hecho algo divertido con sus rizos. Si se hubiera puesto una crema hidratante en la cara. Un poco de rímel. Si hubiera usado ropa interior de la talla adecuada. Si hubiera podido dormir ocho horas. Si hubiese sonreído.

Sí, entonces Elisabeth Hjort habría sido guapa.