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DOMINGO, 28 DE FEBRERO DE 2010

Estaba sentada en el suelo del cuarto de baño, llorando.

Trocear un cuerpo era lo más repugnante que había hecho en toda mi vida.

Me acerqué con el coche hasta la carnicería Pettersson en Lugnås y compré un cerdo de quince kilos. Muerto. Gracias a Dios. No habría tenido valor para matarlo.

El carnicero me escuchó sin prestar mucha atención cuando le conté muy animada que mis amigos y yo íbamos a preparar una fiesta vikinga con aguamiel y un cerdo pequeño asado.

—¿Hay alguien que sepa asarlo? Un buen cerdo asado entero exige bastante tiempo y maña.

Le hablé con tanta pasión del asador rotatorio que mi amigo el cocinillas había preparado en su casa que hasta yo casi me creí que existían tanto el amigo como el asador. El carnicero entró en la cámara frigorífica a buscar el animal y yo volví a casa casi mil cuatrocientas coronas más pobre y con un cerdo muerto y envasado al vacío en el maletero del coche.

Me parecía que el cerdo me miraba con ojos acusadores a pesar de que tenía las cuencas vacías. La sensación de culpa caía como una nube pesada sobre mí, sentada allí, encima del plástico que cubría el suelo como una película protectora. Miré fijamente la sangre y los restos que había a mi alrededor y le di las gracias a mi maestro, Dexter Morgan, por haberme aconsejado forrar meticulosamente con plástico el cuarto de despiece, y envié también otro pensamiento agradecido a Rusta, el establecimiento que tenía rebajado el precio del plástico de protección. Cuarenta coronas por cincuenta metros cuadrados. Salí de allí con diez paquetes. Menudo chollo. Podría practicar por lo menos otra vez. Pero lo que me irritaba era mi propia ignorancia. Había fijado el plástico con mucho cuidado, pero creía que el trabajo de serrar no requeriría mayor esfuerzo.

Empecé intentando serrar una pata delantera del cerdo. Aquello iba muy lento. Se me resbalaban las manos en la piel grasienta del animal cuando trataba de sujetarlo y serrar al mismo tiempo.

—Perdona, Piggy —susurré mirando el estropicio que había hecho. Ese cerdo pesaba quince kilos. Mi padre, ochenta como mínimo, probablemente cerca de cien.

»¡Ponte las pilas! —grité.

Me puse de pie, me quité los guantes y me lavé la cara con agua fría. Miré al pobre cerdo, con la pata cortada en el suelo de mi cuarto de baño, tiré los guantes, cerré la puerta del baño y me senté en el suelo del cuarto de estar.

Respiré hondo varias veces. Sabía que cuanto más tardara en volver, más duro sería.

Busqué un grueso rotulador permanente de color negro en mi bolso. Después de mirar al cerdo, le di la vuelta y lo puse con el lomo hacia arriba. Pinté unas líneas discontinuas, como un cirujano plástico que se prepara para una operación, en el cuerpo del cerdo, marcando por dónde iba a cortar.

Empecé a trazar pequeñas líneas alrededor del cuello del animal. Después constaté que el despiece tendría que hacerse en tres partes y no simplemente por la mitad como yo había pensado. La columna vertebral por un lado. Después la mitad derecha e izquierda. Las cuatro patas del cerdo eran tan cortas que podían serrarse enteras. Las piernas de mi padre, que eran mucho más largas, habría que cortarlas por la mitad. Los brazos se podían doblar por el codo y empaquetarlos, siempre y cuando el rígor mortis no hubiera aparecido en el cuerpo. Me recordé a mí misma que tenía que comprobar cuánto tiempo tardaba en aparecer el rígor mortis. En todas las series de televisión que había estudiado daban diferentes periodos de tiempo. «CSI» hablaba de sólo una hora. Dexter Morgan disponía de varias.

Me levanté y observé las líneas discontinuas pintadas sobre el cerdo. Al ver que aquello ya tenía lógica me tranquilicé enseguida. Me volví a poner los guantes. Agarré la sierra. Y empecé a trabajar.

El despiece me llevó cuarenta minutos. La sierra aguantó.

Observé los trozos cuando terminé. La próxima vez tendría a mano dos cubos de diez litros. Toda aquella mierda que había salido de un cerdo ya muerto y frío no era nada en comparación con lo que saldría del cuerpo de mi padre. Cinco o seis litros de sangre, para empezar. Era importante cortarle enseguida alguna de sus arterias principales para vaciar el cuerpo.

Miré de reojo la bañera y me pregunté si podría desangrarle allí, pero deseché la idea al momento. No dejar rastros en ningún sitio implicaba no tirar cinco litros de sangre por el desagüe. Y, además, yo nunca podría meter un cuerpo de cien kilos en la bañera. Ya sería bastante complicado llevar su cuerpo desde el cuarto de estar hasta el suelo del cuarto de baño. Ese problema aún no lo había resuelto. No necesitaba más complicaciones. Tener un cubo para la arteria carótida y otro para la arteria femoral debería de ser suficiente. Asentí para mí misma, satisfecha de mis nuevos conocimientos. Después fui a la cocina a buscar bolsas de plástico y cinta adhesiva. Lo primero que envolví en plástico fue la pequeña cabeza del cerdo. No podía soportar la sensación de que las cuencas de los ojos vacías me miraran.

Una hora después había en el recibidor diez bolsas de basura perfectamente cerradas. Y el cuarto de baño estaba limpio como los chorros del oro. Miré el reloj y me pregunté dónde podía tirar el cadáver de un cerdo despedazado. Una vez más me arrepentí de no haber pensado las cosas con más detenimiento antes de poner en marcha la operación.

Llené dos bolsas azules de Ikea con los paquetes de los trozos del cerdo. Me colgué una de ellas en cada hombro, salí del apartamento, cerré la puerta y bajé en el ascensor hasta el sótano, donde estaba el garaje, y allí las metí en el maletero de mi coche. Ya en el coche, al principio no era capaz de decidir hacia dónde conducir, sentía que tenía el cerebro totalmente agotado, pero cuando un coche empezó a pitar detrás de mí, giré a la izquierda por la calle Badhus y empecé a conducir en dirección a Skara.

Al pasar junto a la iglesia de Våmb me crucé con un coche de policía. Sentí cómo se apoderaba de mí el pánico, estaba convencida de que iban a dar la vuelta, pararme, encontrar el cerdo despedazado y hacerme confesar todos mis planes.

Pero el coche de la policía siguió conduciendo tranquilamente. Yo no seguí igual de tranquila.

En la salida hacia Hagmanstorpet dejé la N-49 y me adentré en el bosque por un camino de grava. Dejé atrás tres granjas, dos a la derecha del camino y una a la izquierda, y seguí hacia delante sin saber muy bien adónde iba. Después de siete kilómetros se acabó el camino y me encontré delante de una turbera.

Recordé el artículo donde el policía Jörgen Hermansen decía que el barro ralentiza el proceso de descomposición, pero no tenía fuerzas para pensar más en ello.

Saqué las bolsas y las hundí lentamente una tras otra en el agua oscura, hasta que todo el cerdo desapareció.

Me miré las manos, los pantalones y las botas llenas de barro y comprobé que tenía que ir mejor preparada la próxima vez.

Cuaderno de las magdalenas, 28 de febrero:

1. Comprar dos cubos de diez litros.

2. Cosas de peso, para asegurarme de que las bolsas no salgan a la superficie:

¿Piedras?

¿Arena?

3. Comprar un rollo grande de bolsas de basura negras.

4. Comprar dos pares de guantes de goma y un chubasquero para usar durante el despiece.

5. Comprar unas botas de goma buenas, dos tallas más grandes por lo menos, para que no puedan obtener pistas de las huellas.

6. Comprar plantillas para ajustar las botas.

¡Atención!

Recordar, sacado de la enciclopedia: rigidez del cadáver, rígor mortis, es la pérdida de la elasticidad de los músculos que hace que los tejidos se vuelvan rígidos; aparece gradualmente durante las diez o doce primeras horas después de la muerte y la rigidez es completa a las catorce horas. La rigidez se produce por la falta de oxígeno en las células de los músculos y por eso estos permanecen en la posición que se encontraban cuando se produjo dicha falta de oxígeno. El rígor mortis desaparece cuando comienza la descomposición de la estructura interna de las células de los músculos.