26
MUCHOS AÑOS ANTES
—Mi pequeña zorra. Eso es lo que eres, ¿no? ¿Una zorra?
Ella mira las espaldas de su padre mientras él escupe esas palabras. Está en el lavadero del número 7 de la calle Göt. Inclinado sobre su madrastra.
La espalda recta.
Las piernas en tensión.
Los puñetazos le alcanzan en el estómago y en el pecho en una sucesión casi rítmica, y Valdemar respira pesadamente mientras sus manos golpean a su mujer.
Su madrastra no dice una palabra. Sólo lanza un gemido cada vez que un puño golpea sus partes blandas.
Ella abre la boca, pero no puede articular palabra. Es como si se le hubiera acabado el aire del cuerpo. Siente por primera vez cómo se le cierra la laringe y se le hace un nudo en la garganta. Una sensación que desde ese día vivirá dentro de ella. La visitará con frecuencia. Siempre de forma inesperada. Siempre mal recibida. Toma asiento en el sofá como una visitante imprevista. Se adueña de su vida. Ella hace esfuerzos para tomar aire y recuperar el habla. Al tercer intento consigue decir algo.
—Papá… —resuella.
Él se vuelve. Con los ojos muy abiertos. Está en trance. Continúa con la mano derecha levantada, apretada en un puño. ¿Le pegará un puñetazo?
—¿Sí?
Respira. Le cuesta respirar.
—No…, no se pega, papá.
Su padre la mira sorprendido. Ella ha interrumpido la película que se proyecta en su cabeza. Ha obstaculizado el proceso. No se pega. Claro que no se pega.
—No, no, no nos estamos pegando —responde levantando a su mujer maltratada.
Su madrastra pasa delante de ella con una mano en el estómago, la cabeza agachada. Entra en la cocina.
Ni ella ni su padre dicen nada. Sólo se miran. Oyen ruidos en la cocina. La mujer ha abierto un armario, ha empezado a sacar las tazas del café. Valdemar entra en la cocina.
Ella se queda en el lavadero. Le tiemblan las piernas. Aún le duele el pecho tras las dificultades para respirar. Les oye hablar dentro. Hablan en voz baja de lo que hay que poner sobre la mesa. Ella se pregunta si lo habrá soñado todo. Ve frente a ella la cara sorprendida de su padre.
«No se pega», dice ella.
«Claro que no se pega», contesta él.
Evidentemente.
«No es consciente de ello», piensa.
Es otro el que hace eso. Alguien que se adueña de él.
Mientras permanece allí, en el lavadero, le asalta una idea. Va a ser valiente. Va a salvar a su madrastra. Va a salvar a su padre de sí mismo. Va a llamar a la policía.
En su cabeza empieza a sonar una fanfarria heroica. El toque de clarín que suena en los dibujos animados cuando hace su entrada el personaje que salva la situación.
«¡Tararí!, ¡tararí!», suena el toque de clarín.
Va a hacer lo correcto. Lo que nunca se atrevió a hacer aquellas noches en que los golpes resonaban en toda la casa, cuando era a su madre a quien pegaba.
«¡Tararí!, ¡tararí!»
Sale del lavadero. Los oye desayunando a tan sólo unos pasos, en la cocina. Parecen muy ocupados en aparentar que todo es normal en el número 7 de la calle Göt.
Entra en el despacho de su padre, donde tiene prohibido entrar. Ve su móvil encima del escritorio y se lo guarda en la manga del jersey. Es un aparato pesado y parece como si llevara un ladrillo cuando se desliza hacia la escalera y sube hasta el desván.
Allí dentro, en medio de una oscuridad negra como la pez, marca un nueve y cuatro ceros.
«¡Tararí!, ¡tararí!»
Contesta una mujer.
Ella empieza a llorar.
—Él la pega. —Es todo cuanto acierta a decir.
La operadora le pregunta cuántos años tiene, dónde vive y desde qué teléfono está llamando.
Se avergüenza al confesar que ha entrado en el despacho de su padre y ha cogido un móvil que tiene prohibido usar.
—Pero tenía que hacerlo —se justifica—. Él no puede seguir pegándola más.
La mujer le contesta en un tono bastante seco, pero le dice que no pasa nada por tomar prestado el móvil de su padre y que van a mandar un coche de policía.
A ella le entra pánico.
—Por favor, que no sea un coche con «¡niinoo, niinoo!» —le ruega, incapaz de recordar la palabra «sirena».
—Nada de «¡niinoo, niinoo!» —responde la operadora, y cuelga.
Al principio él parece sorprendido cuando los dos policías aparecen en la puerta.
—¿Una pelea familiar? No, no sé nada. ¿Sabes algo de una pelea?
Sus ojos grises buscan los de ella.
Más tarde cae en la cuenta de que su padre probablemente no ha intuido que había sido ella quien había llamado, que él creyó que la policía se fiaría de una niña que decía que todo estaba tranquilo, cerrarían la puerta y se largarían.
Pero en ese momento no piensa eso. Está convencida de que él sabe la cosa tan fea que ella ha hecho. Que ha llamado a la policía y le ha ido con chismes.
No puede mentir. Sus ojos grises la miran y entonces ella tiene que decir la verdad. No puede mentir a su padre.
—He sido yo la que he llamado.
Le caen las lágrimas por las mejillas. No puede evitarlo.
—Tú no puedes seguir pegándole más.
Los policías se llevan a la mujer de su padre al cuarto de estar para interrogarla. Mientras tanto a ella la dejan con su padre en el sofá de la cocina, esperando. Su padre y ella solos en una habitación. A ella le habría gustado que uno de los policías se hubiera quedado con ellos. Con ella. No quiere estar a solas con su padre.
—¿Qué demonios has hecho? —sisea él—. ¡Tonta, más que tonta de mierda! ¿Qué van a decir los vecinos al ver un coche de la policía en la calle?
Ella llora. Pide perdón una y otra vez. Intenta recordar el toque de clarín. El valor. «¡Tararí!, ¡tararí!» Imposible.
—Tú eres tonta. Muy tonta, muy tonta, muy tonta. Eres patética, ¿lo sabes? Lloras por una tontería. No llorabas tanto cuando se murió la abuela. Eso era lo mucho que la querías. Pero ¿ahora lloras? Estúpida mocosa de mierda. ¿Qué crees que pensará la abuela?
Ella piensa en su abuela y se avergüenza. Se pregunta si estará en el cielo decepcionada porque llora más ahora que cuando ella murió.
—Ha sido sin querer —dice, tratando de explicar que los policías son tontos por venir en un coche con «¡niinoo, niinoo!». Que ella les había pedido que no lo hicieran. Pensando en él.
—Diremos que nos han robado. ¿Lo oyes? Un robo. Y luego, cuando se vayan, le pides perdón a tu madrastra. Piensa en lo que le has hecho, ahora tiene que estar ahí dentro con los policías. ¡Joder! Le pides perdón por lo que has hecho, mocosa de mierda, ¿me oyes?
Ella asiente.
Es una mocosa de mierda que hace que él pase vergüenza delante de los vecinos. Sólo han sufrido un robo.
Los policías permanecen allí poco más de media hora.
Ella no vuelve a saber de ellos.
Su padre dice que todo ha sido un malentendido. Pero que, de todos modos, a su mujer le gustaría que ella se disculpara por haber llamado a la policía y haberles hecho pasar vergüenza y mentir a los vecinos.