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Me di cuenta de que seguía con el teléfono en la mano tras la conversación con mi hermano.
«Pobre niño», volví a pensar. Lo que le había ocurrido era horrible. Inaceptable. Pero también una revelación.
El instante en que yo dejé, por fin, de encubrir a mi padre.
El instante en que empecé a ver a los demás.
A las víctimas. No al agresor.
El instante en que se invirtieron irrevocablemente los papeles.
Hasta entonces había tenido en mi mente imágenes de patadas y golpes. Palabras llenas de odio, contra las que era imposible defenderse. Siempre pronunciadas por mi padre. Pero el 1 de enero, a las 15:51, cambiaron esas imágenes. No era mi hermano quien estaba encajonado contra la pared. No era mi madre quien recibía los golpes en el cuarto de baño. Ni mi madrastra quien yacía en el suelo del lavadero.
Era mi padre.
Ensangrentado, sucio y hecho pedazos.
Ahora la víctima era él.
Mi hermano no lo sabía. Si de mí dependiera, tampoco lo sabría nunca. Pero lo que él tuvo que soportar en Nochevieja había despertado algo en mi interior.
Una máquina de matar en reposo llena de fuerza y de odio que era más grande, más potente y más peligrosa que todo lo que yo había sentido hasta entonces.
Lo amaba por eso.
Por primera vez no me sentía como una víctima.
Por primera vez mi padre se iba a convertir en víctima.
Sacudí la cabeza e intenté concentrarme.
«Ahora, no —me dije a mí misma—. Ahora, no».