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SÁBADO, 27 DE FEBRERO DE 2010

Había permanecido sentada en el coche tanto tiempo que las ventanillas se habían vuelto a empañar. No importaba que no pudiera ver a través de los cristales. Había memorizado tan bien lo que había fuera que podría hacer un croquis en sueños.

Estaba fuera de la casa de mi padre en la calle Göt, número 7, en Götene. Durante mucho tiempo había pensado que nunca volvería a poner un pie allí.

Él no estaba en casa. Mi hermano pequeño me había contado por teléfono que nuestro padre se iba a llevar a su tercera familia de viaje la semana de las vacaciones de invierno. Mi hermano estaba contento porque él también podía ir.

Le quise gritar que debería mantenerse alejado de allí, pero me di cuenta de que era inútil.

Yo había sido igual a su edad.

Yo había sido igual hasta hacía bien poco.

Era muy extraño lo que había ocurrido.

Durante décadas lo había aceptado. Callado. Sin hacer nada para detener lo que sucedía dentro de aquella casa. Para detenerlo a él.

Ahora me avergonzaba. Estaba furiosa por las veces en que habían pasado inadvertidas las amenazas y los golpes en el número 7 de la calle Göt. Si mi padre hubiese acabado en la cárcel quizá mis hermanos hubieran tenido una infancia más aceptable que la mía. Alguno de ellos quizá no hubiera existido, lo cual, bien mirado, habría sido una pena, pero a veces me preguntaba si yo misma habría elegido existir si hubiera sabido de antemano lo que me aguardaba.

Salí del coche.

Hacía tiempo que mi padre había cambiado la llave de la puerta de la casa. Lo hizo durante uno de los periodos en que estaba enfadado con mi hermano pequeño. Mi hermano pequeño me llamó entonces. Era un adolescente desesperado cuando se vio en la calle.

Cuando nuestro padre le demostró que no quería tenerle en casa, cambiando la llave para que no entrara.

Cuando se negó a abrir mientras mi hermano pequeño llamaba a la puerta.

Le pregunté si quería venir a vivir conmigo, pero él prefirió vivir en casa de una familia de acogida que le proporcionaron en las oficinas de Asuntos Sociales. Se quedó allí unas semanas. Hasta que mi padre se tranquilizó.

A mí no me dio nunca el nuevo juego de llaves.

Yo era persona non grata en el número 7 de la calle Göt.

Crucé la calle en dirección a la casa de ladrillo amarillo. Evité la escalera de entrada y di la vuelta por el jardín hasta la parte de atrás, pasando por el garaje. Cuando llegué a la parte trasera respiré aliviada. Mi padre había plantado unos arbustos grandes de boj que estaban alineados muy cerca los unos de los otros en todas las direcciones. Una protección contra vecinos curiosos. Ahora no se me podía ver desde ningún sitio.

Retiré la nieve de uno de los columpios del jardín, me senté y me quedé mirando fijamente la casa mientras pensaba en el paso siguiente.

La entrada principal era mejor olvidarla. Una casa a cada lado y tres casas enfrente de la calle hacían que el riesgo de que alguien me viera fuera demasiado grande. Las alternativas eran el porche del lado izquierdo, alguna de las ventanas que tenía enfrente, la entrada del sótano o la del garaje que estaba debajo de la casa. Fui despachando las opciones una tras otra. Todas estaban cerradas.

Recordé lo maniático que era mi padre con lo de cerrar la puerta de la calle, pero luego me vino a la memoria que era bastante más descuidado con sus coches. Solía dejarlos sin cerrar.

Respiré profundamente.

En sus coches había un mando a distancia para abrir la puerta del garaje.

Me pregunté si realmente podía ser tan tonto. Recordé cuántas veces le pregunté de pequeña por qué no cerraba nunca sus coches y la respuesta era un comentario del tipo: «Nadie se atreve a robar a Valdemar». Ahora esperaba que no me hubiera hecho caso.

Me acerqué deprisa al Volvo que estaba en la entrada del garaje y quise dar saltos de alegría al abrir la puerta y poder meterme en el coche. Me temblaba la mano al buscar debajo del asiento del copiloto. Allí estaba. En el mismo sitio de siempre. El dispositivo negro de cinco por siete centímetros con botón naranja en el centro. El mando para abrir la puerta del garaje. Salí con cuidado del coche y fui hacia el garaje.

Apreté el botón y cuando vi que la puerta se abría lentamente, recé en silencio para que mi hermano pequeño no tuviera ningún tipo de facultad telepática y no hubiese visto lo que planeaba y me hubiera tendido una trampa. Entré en el garaje, apreté el botón y esperé a que la puerta se cerrara despacio a mis espaldas.

La casa estaba totalmente silenciosa. Si había alguien, no decía ni mu. En ese caso sería la segunda madrastra, sigilosa como un ratón. Pero si estaba en la casa, lo más probable es que también estuviera al menos uno de los niños. Mi padre nunca tenía tiempo de cuidar a su prole y menos durante mucho tiempo. Decidí confiar en lo que me había dicho mi hermano pequeño, que la familia estaba de vacaciones. Di unos pasos hacia el interior y me quité las botas.

Pasé al lado de la mesa de ping-pong en el sótano. Recordé a mis hermanos y a mi padre jugando juntos en una vida anterior. Entré y cogí una de las palas que había encima de la mesa. Yo no solía jugar con ellos casi nunca. Era demasiado mala y mi padre se enfadaba cuando fallaba. Por lo que yo solía sentarme y mirar.

Mi padre odiaba que los otros fueran malos casi tanto como odiaba perder. Era un equilibrio difícil. Uno tenía que ser bueno, pero no demasiado. Nunca mejor que él. A medida que mis hermanos fueron haciéndose mayores —y jugando mejor—, jugaban cada vez menos. Siempre estaba presente la débil línea entre un partido divertido y un padre furioso que te hacía pagar su derrota.

—Nos lo vamos a pasar mejor sin ti —dije, dejando la pala.

La escalera crujió al subir al primer piso. Al llegar al último peldaño me detuve. Escuché.

Nada.

Me encontré en la entrada pensando qué hacer. Entrar en la sala de estar era arriesgado. Los ventanales daban a la calle. Allí se me vería y no debería haber nadie en la casa.

Me dirigí a la cocina, que daba a la parte de atrás. Al lado del microondas encontré lo que buscaba. El cuenco con las llaves. Las toqueteé pensando cuál sería la de la puerta que había al lado del garaje. Las estuve tanteando un rato y traté de memorizar en qué orden estaban, aunque no creía que mi padre se fijara en ese tipo de detalles. Al final encontré una llave que se parecía a la de la puerta del garaje. Volví a bajar las escaleras hasta el sótano, abrí la puerta girando el pestillo y la entreabrí un poco, lo suficiente para sacar el brazo. Busqué la cerradura con la punta del dedo. Me temblaba la mano de los nervios mientras intentaba introducir la llave y oír el conocido clic al girarla en la cerradura.

Cuando por fin llegó el sonido, yo ya estaba empapada de sudor. Metí el brazo y cerré la puerta. Eché un vistazo al reloj. Las doce y media. Me calcé las botas, abrí la puerta del garaje y salí.

Ya en el coche me atreví a respirar. Profundamente, y varias veces, antes de arrancar. Conduje hasta la ferretería Järnia, en el centro de Götene, y, para mayor seguridad, le pedí al dependiente que me hiciera dos copias. Ese era un gasto en el que no quería ser tacaña. Si compraba sólo una llave seguro que la ley de Murphy se encargaba de que no funcionase, o de que la perdiera.

Era consciente de que era un riesgo copiar la llave en Götene, pero no podía entender, por más que lo intentaba, cómo en las películas americanas, cuando querían entrar en casa de alguien, conseguían copias de las llaves a partir de una simple impresión en arcilla. Había buscado y buscado otras alternativas en internet, pero en Suecia había que entregar una llave para que te hicieran una copia. Así era la cosa.

Temblaba al entregar la llave. El dependiente tenía casi toda la cara cubierta de grandes espinillas rojas y apenas me miró. Yo miraba al suelo y esperaba mientras oía como trabajaba la máquina. Temía que el largo brazo de la ley se me acercara sigiloso por la espalda y me dijera: «Tiene que acompañarnos a comisaría». Pero no se acercó nadie. En lugar de eso, lo que me despertó de mis reflexiones fue el ruido de las llaves cuando el chico de las espinillas las dejó encima del mostrador.

—Son ochenta y cinco coronas cada una, ciento setenta en total.

Pagué al contado y regresé al coche. Manoseé nerviosa una de las llaves relucientes antes de empezar a conducir de vuelta a la calle Göt. Cuando llegué no me atreví a aparcar delante de la casa. Los vecinos podían fijarse en mi Volvo negro si pasaba por allí a menudo.

Miré a mi alrededor y elegí el aparcamiento de Arla, a escasos doscientos metros de la casa y donde había unos sesenta coches aparcados. Envié mentalmente mi agradecimiento a todos los trabajadores de la fábrica que no habían decidido ir en bicicleta, andando o en el autobús municipal justo esa mañana. Un coche más o menos no se notaría.

Crucé la calle y fui paseando de vuelta hasta la casa. Todo estaba tranquilo y entré otra vez por la parte de atrás. Tragué saliva cuando probé la llave nueva. Abría perfectamente.

Subí a la cocina y dejé en su sitio la llave original.

Cuando coloqué las llaves en el mismo orden que las había encontrado, volví a mirar el reloj. La una pasada. Sabía que debía irme, pero algo me retuvo. Me di cuenta de que era la primera vez que estaba en esa casa sin esperar en tensión el momento en que todo se torcería. El instante en que mi padre explotase. Quería disfrutar de ello.

Me puse a cuatro patas para entrar en la sala de estar. Una vez allí me senté en el suelo. Las ventanas eran bajas, pero mientras me mantuviera por debajo de un metro de altura no se me vería desde fuera.

Miré a mi alrededor.

Estaba bastante mal amueblada. La costumbre de mi padre de quedarse con los muebles de los inquilinos que no podían pagar el alquiler con dinero había dado lugar a un batiburrillo decorativo. Mi padre solía presumir de lo caros que eran todos. Me fijé en los dos grupos de muebles de comedor diferentes, cada uno en su rincón de la sala de estar, en forma de «L», y pensé que no importaba nada lo caros que fuesen. Un conjunto de mesa y cuatro sillas de madera de cerezo oscura con los asientos y los respaldos de terciopelo azul nunca podría combinar con una mesa y seis sillas de roble en estilo rústico con los asientos tapizados con una tela de cuadros. Con independencia del precio.

Pero el dinero era importante para mi padre. Solía decir que «el que más tiene al morir, ese gana».

Desde que tenía uso de razón, para mí el dinero había sido sucio. Siempre le seguía algo feo. Siempre tenía que darle las gracias de un modo especial cuando me daba dinero. La cantidad de horas que había tenido que pagar realmente por cada corona que él me daba, obligándome una y otra vez a escuchar su discurso de lo generoso que era.

Odiaba su dinero. Empecé a pagar mis gastos en cuanto pude. Cuanto menos dependiera de su dinero menor era el riesgo de que volviera a observarme con aquella mirada de odio y me llamara «avara y perra ansiosa de dinero».

No podía entenderlo.

Me ponía muy triste cuando me decía esas cosas.

Cuando estaba enfadado solía amenazarme con desheredarme.

Yo había estudiado hacía muchos años el derecho de sucesiones sueco y sabía que no podía hacerlo. Era su heredera forzosa. Junto con mis hermanos, tenía que heredar la mitad de sus bienes. Eso él no podía evitarlo. Pero dada su tendencia a casarse todo el tiempo con nuevas mujeres jóvenes y a aumentar constantemente el número de sus hijos, la suma iba descendiendo de forma incesante. Había tenido cuatro hijos en cuarenta años. Cuatro a repartir. Yo quería mucho a mis hermanos, pero ¿no debería mi padre dejar de fecundar de una vez a chicas jóvenes, apenas mayores de edad, y tener más hijos, a los que además no quería?

Cuando yo era pequeña siempre íbamos mal de dinero. Mi madre era ama de casa y mi padre pasó de trabajar de sacristán en Mariestad a ser instalador de moquetas en Helsingborg, y luego empleado de Rockwool en Hällekis, antes de tomar la decisión de que la familia se mudara a Götene, donde consiguió un puesto de operario en el ayuntamiento. Fue allí, limpiando desagües, cambiando bombillas, cortando el césped y clasificando el correo, donde se dio cuenta de que se le daba bien el mantenimiento de edificios. Mi madre no se llevó nada cuando lo abandonó. No quiso discutir. Se daba por satisfecha con haber sobrevivido. De esa manera, mi padre se encontró de pronto solo y con una casa pagada que había aumentado tanto de precio que le permitía pedir un crédito. Empleó el dinero para comprar un pequeño edificio de viviendas de alquiler.

Después otro. Y otro más.

Actualmente mi padre era dueño de más de ciento veinte pisos. Era multimillonario. Había dejado desde hacía varios años de ocuparse personalmente del trabajo práctico y en la actualidad únicamente se entretenía buscando chollos inmobiliarios. Yo había comprobado su patrimonio. Mi padre tenía propiedades por valor de ocho millones de coronas, como mínimo. Pero el hecho de que tuviera millones no lo convertía en mejor persona, pensé yo.

Teniendo en cuenta lo fría que era nuestra relación, él seguramente legaría a otras personas la mitad de la herencia que la ley no le obligaba a dejar a sus hijos. Por lo tanto, cuatro millones desaparecerían. Luego, de momento, eramos cuatro hermanos. Así pues, el día que muriese mi padre, un millón sería mío.

Hice un rápido cálculo mental. La cantidad de días que había aguantado a mi padre, dividido por un millón. Suponía menos de noventa coronas al día.

Noventa coronas por cada día que me había machacado la confianza en mí misma. Por cada día que me había dicho que era fea. Que era tonta. Que mi padrastro era maricón, que mi madre era una puta y yo una maldita hija de puta que no tenía ni derecho a existir y a la que sólo le interesaba el dinero.

Noventa coronas.

No, mi padre estaba equivocado.

A mí no me interesaba su dinero. Una mierda. Yo habría pagado encantada noventa coronas al día por librarme de él. Por librarme de sus palabras.

Pensé en Dexter Morgan. Y en que mi padre, como las víctimas de esa serie, pronto iba a desaparecer de la faz de la Tierra.

Tendrían que pasar diez años antes de que lo declarasen muerto. En esos años mi segunda madrastra tendría tiempo más que suficiente para dar cuenta de buena parte de la fortuna de mi padre. No quedaría mucho.

Decidí que el día que recibiera la herencia de mi padre, independientemente de lo poco o mucho que fuera, ese día me acercaría a la pastelería más próxima y me compraría una tarta de nata y fresas. Y después iría a comérmela hasta el sitio donde hubiera tirado su cuerpo.

—¿Lo oyes, papá? Voy a bailar sobre tu tumba y comerme una tarta. En eso me pienso gastar tu querido dinero —le dije a la solitaria sala.

Salí a cuatro patas de la sala de estar y, ya en el recibidor, lejos de los ventanales, me puse de pie. Subí las escaleras hasta el piso de arriba y entré en el dormitorio de mi padre.

La cama de madera de pino era la misma que tenía cuando vivía con mi madre y con su segunda mujer.

Me asqueó la idea de que mi padre se hubiera acostado en la misma cama con tantas mujeres maltratadas.

Me di la vuelta. Me llamó la atención la estantería. El lugar donde debería haber libros estaba repleto de juguetes viejos de mis hermanos. No me sorprendió. Mi padre no leía. La única vez en mi vida que lo vi enfrascado en la lectura fue cuando Bert Karlsson, cofundador del partido de extrema derecha Ny Demokrati, publicó Skandal, donde hablaba del año que estuvo en el Parlamento. A mi padre le gustaba Ny Demokrati. Decía que era «divertida su larga marcha con galochas».

Pensé por un instante que tal vez mi padre tenía problemas de dislexia, pero pronto caí en la cuenta de que estaba equivocada. A lo largo de los años había visto ejemplos de su magnífica capacidad literaria. Las notas que me aterraban por completo los viernes. Las tarjetas anónimas llenas de odio que colgaba en la puerta de mi madre pegadas en rosas rojas. La palabra de cuatro letras, «PUTA», escrita con espray que apareció en la fachada blanca de la casa de mi madre en la calle Ring una oscura noche de invierno muchos años atrás.

Estaba claro que mi padre sabía escribir.

Alejé aquellos pensamientos, volví a bajar la escalera y salí por donde había entrado.

Ahora tenía una llave. Aquella visita a la alameda de los recuerdos había terminado. Quedaban cosas importantes en mi lista de tareas y se acercaba la hora de cierre de los comercios.