25
Ahora me asusto cada vez que veo aparecer el nombre de mi hermano menor en la pantalla. Cuando llamó hace un momento no fue una excepción.
—Soy yo. ¿Molesto?
—Hola y no, hermanito —le contesté procurando que no se notara lo aliviada que me sentía al comprobar que, al parecer, no había ocurrido nada nuevo.
—¿Qué tal tu cabeza?
Me dijo que mejor, y sonaba como si fuera verdad. Quedamos en vernos a la semana siguiente, cuando le iban a quitar los puntos.
La conversación duró, como era normal con mi hermano menor al otro lado del hilo, menos de dos minutos. Él nunca quiere hablar más. Siempre empieza preguntando si molesta. Como si no quisiera abusar del tiempo de los demás. Ser una molestia.
La anterior conversación que mantuvimos, la que iba a cambiar la vida de tanta gente, tuvo lugar en las primeras horas del nuevo año.
—¿Estás trabajando? Estoy en Skövde. ¿Puedes venir a buscarme al hospital de Skövde?
No le pregunté nada. No me atreví. Sólo saqué a mi novio de la cama y me subí al coche.
Ocho minutos después me encontraba en la esterilizada recepción de urgencias del hospital Kärn recorriendo la sala con la mirada. Me pareció que olía a sangre y angustia. Una señora de unos setenta años en silla de ruedas, cerca de la entrada, me miró de arriba abajo.
—No pareces enferma —dijo la señora—. Yo he llegado antes. Tienen que atenderme antes que a ti.
La ignoré y miré hacia la izquierda. Había un niño acostado en una camilla, estaba pálido, tenía cables y cordones alrededor, no tendría más de cinco años. A su lado, en una silla, había una mujer mirándolo. Acariciaba el cuerpo del niño con una mano. Con la otra apretaba convulsivamente un pañuelo de papel arrugado. Tenía los ojos rojos e hinchados, pero trataba de sonreírle. Le susurraba algo que no pude oír. No importaba. Sus palabras no se dirigían a mí.
Me volví hacia la derecha y vi en una de las camas a un hombre joven a quien le habían afeitado la mitad de la nuca. Me miraba, y levantó una mano lentamente a modo de saludo, como si el esfuerzo fuera superior a sus fuerzas.
Tardé unos segundos en comprender que la figura pálida que yacía allí era mi hermano. En el mismo momento en que llegué frente a él se acercó con paso resuelto una enfermera. Tendría unos cincuenta y cinco años, pelo corto, de color castaño y salpicado de gris en las sienes; ojos oscuros de mirada severa y ropa verde. Tenía en la bata una gran mancha seca que yo supuse inmediatamente que era de sangre.
Volví asustada la mirada hacia mi hermano para ver si podía ser suya. Cuando vi la mancha oscura coagulada en su jersey azul, más grande por arriba, en la tira del cuello, y menor hacia el pecho, quise gritar y salir corriendo de allí.
—¿Es familiar suyo?
Asentí.
—Su hermana mayor.
La enfermera miró a mi hermano. Él le hizo un gesto apenas visible para confirmar que era cierto antes de que ella empezara a hablar:
—La policía ya lo ha interrogado. Habríamos preferido que hubiera venido a buscarlo su padre o su madre, pero su hermano dice que ninguno de ellos puede venir ahora. Habida cuenta de que usted es bastante mayor que él, puede hacerse cargo.
Yo me sentía fatal por el hecho de que la mujer hablara de mi hermano como si él no estuviera presente.
La gente había hablado sin tener en cuenta a mi hermano a lo largo de toda su vida. Alargué una mano para coger la suya. La retiró.
La enfermera, que todavía no se había presentado, clavó los ojos en él.
—Bueno, mejor dicho, lo han intentado de todas las maneras. La policía, quiero decir. Su hermano no ha dicho casi nada de lo que ocurrió.
Él apartó la mirada.
—Era noche cerrada y algún chico me golpeó en Götene cuando yo iba caminando por la ciudad. No sé quién era.
La enfermera sonrió burlona.
—En Nochebuena y Nochevieja tenemos bastante jaleo aquí, así que no tenemos sitio para dejarlo ingresado. Un médico hablará con usted antes de darle de alta. Tiene que permanecer vigilado las próximas veinticuatro horas. Ha sufrido una fuerte conmoción cerebral y no debe dormir solo. Si empieza a vomitar tiene que volver a traerle al hospital, inmediatamente.
Yo asentí.
—Mi novio está esperando en el coche. Nos turnaremos para cuidarlo. No estará solo.
La enfermera asintió.
—Voy a comunicarle al doctor que usted está aquí. Vendrá enseguida.
Me senté en el borde de la cama. Miré a mi hermano pero él bajó la mirada.
Ninguno de los dos dijo nada.
Volví a cogerle la mano. Esta vez no la rechazó.
Puede que pasara un minuto. Diez, quizá. Posiblemente veinte.
Después vino hacia nosotros una bata blanca. Levanté la vista y vi que se acercaba un hombre calvo. Pantalones verdes y jersey verde bajo la bata. Zuecos azules en los pies. Del bolsillo de la bata sobresalían cuatro bolígrafos. Un estetoscopio alrededor del cuello. Una carpeta marrón en la mano. Tenía la mirada puesta en mi hermano.
—¿Cómo te encuentras?
Por toda respuesta, mi hermano se encogió de hombros.
El hombre me tendió la mano.
—Soy el doctor Hansson, yo soy quien lo ha atendido esta noche. Usted es su hermana, ¿no es así?
Yo asentí. Respondí a su saludo. Me presenté.
Él abrió el historial y hojeó los papeles. Pasó las páginas una y otra vez. Ni mi hermano ni yo abrimos la boca. Ambos mirábamos al hombre que pasaba las hojas en silencio delante de nosotros.
Cuando hubo transcurrido medio minuto me dieron ganas de interrumpirlo. Pero no me atreví.
Esperé mirándolo a aquellos ojos que sólo observaban los papeles continuamente. Finalmente, el doctor Hansson cerró la carpeta y me miró fijamente.
—Este joven ha tenido una suerte increíble en medio de la desgracia. —Y se calló. Nos miró alternativamente al uno y al otro—. ¿Y tú sigues manteniendo que no recuerdas lo que te pasó?
Mi hermano se volvió a encoger de hombros.
El doctor Hansson abrió de nuevo su carpeta.
—No sé cuánto le ha contado la enfermera, pero su hermano ha sufrido un maltrato grave. La incisión es profunda. Le hemos dado catorce puntos y habrá que quitárselos dentro de una semana, quizá, diez días, según cómo se vayan secando. El golpe que ha recibido en la cabeza ha sido muy violento y es un milagro que con una conmoción cerebral se haya librado. Le hemos hecho una tomografía para observar si había daños más graves. Cuando uno recibe un golpe tan fuerte en la cabeza pueden producirse hemorragias, el cerebro se puede hinchar y el cráneo puede sufrir daños. No hemos visto nada de eso en la radiografía y por esa razón hemos tomado la decisión de que puede irse a casa.
El doctor Hansson intentaba que su mirada y la de mi hermano coincidieran, y esperó hasta que lo consiguió, antes de continuar:
—Lo más probable es que te duela la cabeza y te sientas mareado los próximos días. Eso es normal después de una conmoción cerebral. No debes hacer deporte ni tomar alcohol hasta que vuelvas a sentirte totalmente recuperado. También deberías evitar todo aquello que requiera mucha concentración, como ver la tele o los juegos de ordenador.
Me miró a mí.
—Necesita estar bajo vigilancia continua las próximas veinticuatro horas. Como ya he dicho, el malestar es normal, pero si empieza a vomitar quiero que lo vuelvan a traer aquí.
El doctor se calló. Lanzó una mirada larga y profunda a mi hermano.
—Podrías haber muerto. Espero que no estés protegiendo a nadie, porque la agresión que has sufrido es muy grave.
Mi hermano no respondió. El médico se inclinó hacia delante y le dio una palmada en la pierna.
—Está bien. Ahora cuídate. Espero que no tengas que volver por aquí.
Mi hermano asintió y estrechó la mano que el médico le tendía. Yo hice lo mismo.
Nos quedamos mirando la espalda del doctor Hansson hasta verla desaparecer al fondo del pasillo, luego le alcancé su plumas negro a mi hermano y le ayudé a ponérselo.
El corazón me latía con fuerza mientras recorríamos con paso lento los interminables pasillos de salida del hospital, en dirección al aparcamiento, donde mi novio seguía esperando en el coche. Vi cómo abría los ojos al ver a mi hermano pequeño; sin embargo, consiguió esbozar una sonrisa al tiempo que le ponía la mano en el hombro con cuidado.
—Hola, chaval. Me alegro de volver a verte —dijo con afecto.
Vi que mi hermano sonreía por primera vez desde que había ido a buscarlo.
Lo que había ocurrido realmente durante la Nochevieja lo supimos una hora y cuarenta y ocho minutos más tarde, en el sofá blanco.
Yo no había preguntado nada. Fui incapaz de abrir la boca. Sabía instintivamente lo que él iba a responder y no estaba segura de cuál sería mi reacción. Presentía que estaba a punto de pasar algo. No sabía si me iba a subir al coche, ir hasta Götene, llamar a la puerta y, cuando la abriera, matarlo con una violencia enloquecida allí mismo.
Estábamos tranquilos en el sofá, mi hermano echado en un extremo, nosotros dos sentados en el otro. En la mesa, al lado de mi hermano, había un vaso de refresco. Mi novio y yo tomábamos café. Nadie había tocado su bebida.
El silencio caía a plomo sobre el cuarto. Al final fue mi novio quien tomó la palabra.
—No voy a hablar ahora por tu hermana, si no que hablaré sólo por mí. Me alegro de que llamaras aquí y de que hayamos podido ayudarte.
Volví a ver que los labios de mi hermano dibujaban una tímida sonrisa.
«Él lo ve», pensé. Es un hombre adulto, lo suficientemente mayor como para ser su padre, y lo comprende. Lo trata como a una persona. De pronto entendí por qué mi hermano parecía que se relajaba siempre en presencia de mi novio.
—Y no quiero de ninguna manera culparte por andar mintiendo, pero los tres sabemos que tú seguramente recuerdas cómo ha ocurrido el accidente. ¿No puedes contárnoslo?
Se dirigió a mi hermano con una mirada amable, pero inquisitiva.
—No saldrá de esta habitación.
Finalmente empezó a hablar. Mi padre se enfadó cuando él iba a salir. No precisó el motivo. Quizá mi hermano era…, gentuza. O iba a salir con gentuza. Él sólo recordaba que el enfado de mi padre aumentó y que enseguida perdió el control.
—Dijo que me iba a matar. Describió detalladamente cómo lo iba a hacer. Me iba a empujar contra la pared, levantándome con las manos alrededor del cuello. Después se iría, dejándome allí colgado hasta que muriera.
Bajó la voz.
—Pero luego, lo peor, fue lo que dijo después. Se reía diciendo que merecía la pena el castigo. Yo sentí pánico. Parecía que lo decía en serio. Parecía muy contento al decirlo. Que merecía la pena ir a la cárcel, con tal de que yo muriera.
Mi hermano contó que entonces él se levantó para irse y le dio la espalda a mi padre. A Valdemar le enfureció que no siguiera sentado hasta que hubiera concluido su castigo y alargó la mano para coger una jarra de ron con coca-cola. La jarra estaba encima de la mesa dispuesta para celebrar la llegada del nuevo año. Pero en vez de eso, unos segundos después la jarra golpeó directamente la coronilla de mi hermano.
La jarra se rompió.
La cabeza de mi hermano, también.
La herida, según dijo el doctor Hansson, tenía una longitud de doce centímetros.
—¿Cómo llegaste al hospital? —me atreví a preguntar, abriendo la boca por primera vez.
—Papá me dio dinero para el taxi cuando vio cómo sangraba. Él había bebido y no podía conducir. Según él, sólo tenían que ponerme unas tiritas, y no me dejó llamar a una ambulancia. Tardé un poco en llamarte porque había cola en urgencias, por lo que tuve que esperar un buen rato. Celebré allí las doce campanadas.
Se hizo el silencio.
Dejé correr mis lágrimas y permanecí sentada acariciando suavemente el brazo de mi hermano, sin decir nada. No había nada que decir.
—Deberíais denunciarle.
La voz de mi novio parecía abatida. Me miró.
—No puedes consentir que se vaya de rositas. Por esto puede acabar en la cárcel.
La escueta mirada que mi hermano dirigió a mi novio contenía todo un abanico de sentimientos. Traición. Odio. Miedo. Al final me miró a mí.
—Si lo denuncias, no volveré a hablar contigo. ¿Me oyes? Diré que te lo has inventado todo y no volveré a hablarte nunca. Habrás muerto para mí. Ya no tendré ninguna hermana.
Había rechazado mi mano. Su mirada fluctuaba entre nosotros dos. Al principio con odio. Luego empezó a llorar sin poderse contener.
—Lo digo en serio. Papá me mataría.
Le volví a poner la mano en el brazo. Procuré hablar tranquila.
—Yo no voy a denunciarle. Y él tampoco.
Miré intencionadamente a mi novio. Esperé.
—No —respondió él. Escuetamente.
—Ahora quiero que te acuestes y descanses. Nos turnaremos para sentarnos a tu lado. Voy a preparar algo de comer. Nadie va a denunciar a nadie. Ni yo. Ni él —dije, asintiendo con la cabeza hacia mi novio.
—Sólo queremos que descanses.
Mi hermano me dirigió entre lágrimas una mirada larga e interrogante, antes de que su respiración se tranquilizara lo suficiente como para que yo comprendiera que confiaba en mí.
Mi novio lo rodeó con un brazo protector, lo acompañó al dormitorio y lo acostó, luego acercó una silla y se sentó al lado de la cama. Yo me encerré en el cuarto de baño, donde di rienda suelta a un ataque de llanto.
Pensaba que me merecía lo que mi padre había hecho conmigo durante muchos años. Pero ahora, al darme cuenta de que marchándome de casa y rompiendo el contacto no había resuelto nada, sino que había abandonado el barco y había permitido que la siguiente generación de hermanos cargara con el problema, pensé que había llegado el fin. Vi delante de mí a mi hermano pequeño, inseguro, bueno, asustado, y comprendí que podía haber muerto en el último arrebato de mi padre. El médico dijo que había tenido «una suerte increíble».
Mi padre había traspasado demasiados límites.
Ese día había traspasado uno más. El más importante.
Yo había vivido demasiado tiempo con mi padre.
Lo sabía.
Empezaba con amenazas y luego pasaba del maltrato psíquico al maltrato físico puro y duro. Normalmente este iba en aumento y cada vez era un poco peor. Hasta ahora al menos no había pegado a ninguno de los hijos, sólo golpeaba a sus mujeres. Ahora ya había traspasado ese límite. Algún día mataría a alguien. A cualquiera.
«Que no sea ninguno de mis hermanos el que se encuentre a su lado entonces», pensé. A ser posible, tampoco mi segunda madrastra. Aunque, en honor a la verdad, ella estaba la última en la lista.
Lloré hasta quedarme sin lágrimas.
Allí y en ese momento miré la hora y tomé la decisión.
15:51. Día de Año Nuevo, 1 de enero de 2010.
Mi hermano pasó la noche con nosotros. Nos turnamos para acompañarlo, dos horas por turno.
Por la mañana, mi novio llevó a mi hermano a casa de su madre. Yo fui al trabajo. Mi novio me llamó nada más dejar a mi hermano. Estaba muy enfadado. Por primera vez en los años que llevábamos juntos levantó la voz. Rugió. Dijo que no podíamos seguir bailando al son que tocara mi padre.
«No lo vamos a hacer», quise decir. No lo dije.
Me dijo que era una idiota por no denunciarle. Que yo debería saber que hay mejores formas de actuar que callarse.
«No vale la pena denunciarle», quise decir. Pero tampoco lo dije. No dije nada.
Que no servía de nada denunciar a mi padre a la policía fue algo que aprendí bien pronto.
Por las malas.