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Bellas rosas rojas de tallo largo llenaban la suite del hotel. Eran perfectas. Todo era perfecto. Menos él. Menos ella.

Anna Eiler se deslizó de sus brazos y salió de la cama. Cuando fue al servicio notó el líquido tibio resbalándole por las piernas. No le había pedido que usara condón. Ya sabía que él nunca se lo pondría.

Se sentó en la taza, orinó confiando de manera algo simplona, aunque sabía perfectamente cómo funcionaba aquello de las flores y las abejas, en que la orina expulsaría todo lo que él le había dejado dentro.

Humedeció el papel higiénico y se lavó bien, intentando limpiarlo todo. Se preguntó cuántas veces querría él follar antes de que ella abandonara esa habitación, esa ciudad.

Tiró de la cadena y se acercó al lavabo para lavarse las manos, pero evitó mirar su cara en el espejo porque no quería llorar delante de nadie, ni siquiera delante de su propia imagen.