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LUNES, 11 DE ENERO DE 2010
La respiración de Ing-Marie era agitada. Se miró la mano y vio que estaba apretando el dictáfono de tal manera que tenía los dedos blancos. Intentó agarrarlo sin hacer tanta fuerza.
—Está bien. ¿Quién de nosotras es el poli bueno y quién el poli malo?
Miró a su colega. Parecía que Julia trataba de contener la risa.
—¿Nos hemos convertido de repente en Gunvald Larsson y Martin Beck? Si te vas a convertir en una Persbrandt y vas a empezar a estampar a la gente contra la pared y a comer como una cerda quizá deberíamos haber pedido permiso a Lindgren antes de viajar hasta aquí.
—Lindgren pasa de lo que hagamos mientras pueda colgarse la medalla. Entonces, ¿cómo lo hacemos? ¡Decídete!
Ing-Marie sonó más enfadada de lo que pretendía. Vio que Julia la miraba en silencio. Le pareció como si pasaran varios minutos.
—Esto lo arreglamos fácil, Ing-Marie. Tú eres la que más sabe de este caso. Así que tú te presentas como el poli malo, y yo seré el bueno, que sólo interviene si es necesario. ¿Estás de acuerdo?
Ing-Marie asintió con tanto entusiasmo que las gafas se le deslizaron hasta la punta de la nariz. Se las ajustó e intentó volver a tomar el control de la situación. Julia no tenía que saber lo importante que era para ella resolver ese asesinato. Se dio cuenta de que estaba demasiado entusiasmada.
—Recuerda. Sabemos que miente. Sólo que no sabemos en qué —dijo intentando sonreír.
Julia asintió al mismo tiempo que pulsaba el timbre.
No tuvieron que esperar mucho.
Klas Hjort abrió la puerta y las hizo pasar dentro.
—Los niños están en casa de su primo, la casa está inusualmente silenciosa. ¿Un café? —preguntó, dirigiéndose a la cocina.
—No, creo que lo mejor será que aclaremos esto cuanto antes. ¿No le parece, Klas?
Ing-Marie se asustó de su propia voz. Nunca había sonado tan autoritaria.
Se sentaron en la cocina. Klas Hjort a un lado de la mesa, Ing-Marie enfrente de él. Julia a la derecha de su colega.
«Bastante más limpia que en las fotos», pensó Ing-Marie mirando a su alrededor. El desayuno recogido. El fregadero reluciente. Las sillas bien colocadas. Se preguntó si él sería más meticuloso de lo que había sido su mujer, o si limpiaba movido por la mala conciencia. «Poli malo», se repetía como un mantra una y otra vez. Iba siendo hora de atrapar a ese asesino.
—Klas, supongo que sabe por qué estamos aquí.
—No, la verdad es que no —respondió vacilante.
—El motivo es que sabemos que ha mentido a la policía. No acababa de llegar a casa después del trabajo cuando encontró la carta de Elisabeth. Podemos demostrarlo.
Tragó saliva. No se le notaba en la voz lo nerviosa que estaba. «Podría dirigir perfectamente un interrogatorio», pensó Ing-Marie. Al menos los que salen en la tele. Era dura. ¡Zas! Confiaba en que eso funcionara de igual manera en la realidad.
—¿Cómo…, cómo pueden saber eso? —tartamudeó Klas con los ojos como platos.
Ing-Marie esbozó una sonrisita, en su opinión, demasiado teatral antes de sonreír abiertamente con desprecio.
—Klas, esto no funciona así. Ha visto demasiada tele. Esto no es «CSI», Beck o Wallander. ¿No creerá que vamos a revelar lo que sabemos y luego darle la posibilidad de que se invente excusas? Lo único que le digo es que tenemos pruebas de que ha mentido acerca de lo que pasó ese día y que desde aquí pensamos ir directamente a la comisaría. Ahora tiene la posibilidad de salvarse y explicarse. ¿Por qué mintió?
Tragó saliva. Los pensamientos le daban vueltas en la cabeza. Agradeció que Klas Hjort permaneciera en silencio mirando fijamente la mesa. Ing-Marie necesitaba tranquilizarse.
Fue la declaración de Klas sobre su vuelta a casa lo que a ella le había llamado la atención.
Comprendí inmediatamente que algo no iba bien nada más cruzar la puerta. La casa estaba demasiado silenciosa. Vi la carta, salí y llamé a la policía. Estaba en estado de shock y permanecí sentado en la escalera hasta que llegaron.
Ing-Marie había buscado las fotos del cuarto de baño y volvió a fijarse en un detalle que le había llamado la atención desde el principio.
La tapa del servicio estaba levantada.
Ing-Marie Andersson evitaba al máximo ir al servicio en el trabajo por dos razones: Sven Lindgren y Håkan Jansson. Los dos tenían la mala costumbre de dejar la tapa levantada, a ser posible con una o dos gotas amarillas sobre el asiento. Todos los miembros con pene de la familia Hjort se habían ido al trabajo o a la guardería a las siete de la mañana, y Klas afirmaba que había llegado a casa a las cinco menos cuarto. Ing-Marie dudaba de que Elisabeth no hubiera ido al baño en diez horas. La última persona en usar el servicio había sido un hombre. Probablemente Klas Hjort, que, por tanto, mentía al afirmar que se dio cuenta nada más cruzar la puerta.
Julia advirtió que el viudo la miraba. Le sonrió con amabilidad. «Poli bueno», pensó.
—Lo mejor será que diga la verdad, Klas. Luego se sentirá mucho mejor, ya lo verá.
Klas Hjort hundió los hombros. Echó la cabeza hacia delante y cerró los ojos.
Julia vio que empezaba a temblarle el cuerpo y, pasados apenas unos segundos, se formó un charquito en la mesa de las lágrimas que le corrían por la cara.
—No quería que se supiera. Por los niños. No significaba nada. No sé qué estaba haciendo…
Ing-Marie y Julia se miraron. Ambas alzaron las cejas.
—Continúe, Klas. Va bien —susurró Julia con la esperanza de no sonar tan insegura como se sentía.
—Elisabeth se encontraba mal desde hacía mucho tiempo. Y ella, ella ya no quería, bueno, no quería intimidad. Por eso cuando surgió lo de Klara, bueno, Elisabeth…, nunca notó nada. Nos estuvimos viendo medio año o así. Una vez a la semana. Siempre los lunes. Yo salía antes del trabajo y llegaba a su casa a las tres, aparcaba el coche en la calle de al lado, al final, y pasaba a su jardín a través de los arbustos. Luego, pues teníamos… ¡Oh, Dios!, no puedo ni decirlo.
Klas Hjort jadeó. No podía contener las lágrimas.
—¡Oh, Dios! Y mientras yo estaba allí…
Se le contrajo el rostro. Se llevó las manos a la boca para contener una arcada.
—Mientras yo estaba dentro de ella. De ella… Alguien mató a Elisabeth.
La nariz le moqueaba. Se pasó la mano derecha por los labios para limpiarse, pero sólo se extendió la mucosidad por la mejilla izquierda. Estaba temblando. Sollozaba.
—Entonces…
Julia se aclaró la garganta. Insegura de lo que tenía que hacer en esa situación.
—¿Entonces usted no estuvo en su casa ese día?
Klas Hjort alzó la vista.
—No. Mentí y dije que estaba en el trabajo, cuando en realidad estaba en casa de Klara. Si hubiera estado aquí, Elisabeth estaría viva.
Volvió a llorar. Se levantó y se acercó al fregadero. Cortó un trozo de papel de cocina y se sonó con fuerza antes de volverse hacia las dos periodistas.
—No sé cómo han podido enterarse… He conseguido salir del trabajo a las tres y volver a las cuatro y veinticinco para fichar todos los lunes durante cerca de medio año sin que nadie lo notara.
Ing-Marie sonrió.
—Eso era lo que usted creía.
Klas Hjort la miró asintiendo.
—Sí… Lo creía.
Miró hacia el suelo. Tragó saliva. Tomó aire y continuó:
—Gracias. No comprendo por qué lo he hecho. Ahora mismo voy a la policía y se lo cuento.
Se irguió y comenzó a caminar hacia la entrada.
—¿Pueden cerrar la puerta al salir? —le oyeron decir antes de que se oyera un portazo.