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—¿Qué hacen ellas aquí?
Ulf Karlkvist miró airadamente a Ing-Marie y a Julia, sentadas en la sala de espera aguardando la respuesta del psicólogo.
—Me han leído la carta —respondió Göran Hjonåker.
—¿¡Y cómo la habéis conseguido!?
Tenía la cara roja de ira.
Ing-Marie miró al policía que tenía delante y tragó saliva.
—¿No deberías estar más interesado por lo que tenga que decir Hjonåker que en tratar de husmear en algo que, como muy bien sabes, está dentro del derecho de la prensa a no revelar sus fuentes?
—Esto es más bien obstrucción a la justicia. Os denunciaré —bufó Karlkvist.
—Ulf, ¿por qué no se sienta? —intervino Göran Hjonåker tratando de que el policía se calmara.
—Y ustedes también —añadió dirigiéndose a Anna y a Patrik, que estaban detrás de Ulf Karlkvist con los brazos cruzados.
Cuando los tres policías se sentaron, Göran Hjonåker empezó a hablar.
—Les voy a dar muy poca información porque yo insisto en que lo que se dice entre un paciente y su terapeuta es sagrado. Elisabeth, como todos saben, no estaba bien. Pero no mostraba en absoluto tendencias suicidas. Durante una de nuestras últimas sesiones, la penúltima si no recuerdo mal, hablamos de lo cansada que estaba. De la cantidad de cosas que le resultaban penosas.
Se calló y miró al comisario.
—Ulf, sé que esto le resultará extraño, pero, por favor, ¿puede dejarme el papel que le pedí que trajera?
Ulf Karlkvist miró irritado a Ing-Marie y a Julia antes de sacar del bolsillo de la chaqueta un papel guardado en una bolsa de plástico y dejarlo sobre la mesa de la sala de espera. Julia e Ing-Marie se inclinaron hacia delante y observaron con detenimiento el papel en el que supuestamente Elisabeth se había despedido del mundo. Leyeron su caligrafía ondulada y observaron el dibujo triangular impreso en el margen inferior.
Julia vio que Göran Hjonåker sacaba su maletín. Tras varios segundos de búsqueda sacó de él un bloc de notas y lo colocó al lado de la fotocopia de la carta de Elisabeth Hjort. Julia, Ing-Marie, Anna, Patrik y Ulf Karlkvist, todos contuvieron la respiración. Era el mismo tipo de papel. El mismo dibujo triangular.
—Le pedí yo que lo escribiera.
—¡Hijo de puta!
Ulf Karlkvist saltó de su silla y estaba a punto de abalanzarse sobre Göran Hjonåker, que levantó las manos para defenderse.
—Ulf, por favor. ¿No debería sentarse y respirar profundamente? Lo que quería decir es que eso no es una carta de despedida. Lo escribió durante la terapia, varias semanas antes de que desapareciera.
Ulf Karlkvist vaciló. Estuvo un rato con el puño cerrado y temblando antes de volver a sentarse.
Göran Hjonåker le dio tiempo, tragó saliva y recuperó el aliento.
—Estábamos aquí hablando y decidimos que escribiera en un papel lo que le resultaba más penoso. Lo que quería cambiar. Al principio solamente estaba pensado como un método para purificar sus angustias. Un proceso en la terapia. Pero luego hablamos de lo que ponía en el papel, de lo que estaba harta y no le gustaba, y entonces llegamos a un acuerdo: ella iba a conservar ese papel e intentar eliminar los problemas. Uno tras otro. E iba a tomar el control de su propia vida.
Volvió la mirada hacia Anna.
—Esa lista la ayudaría. Tenía que centrarse cada vez en una cosa. Limpiar una habitación. Jugar con los niños. Ponerse un vestido bonito. Buscar alguien que cuidara a los niños una noche y salir a cenar con su marido. Pequeños trucos para tratar de hacer soportable lo que se le hacía insoportable.
Los recorrió con la mirada a todos.
—Cuando salió de aquí con el papel en la mano me pareció que habíamos logrado un avance. Pero el asesino debió de encontrar ese papel en su casa y lo colocó de manera que pareciera una carta de despedida. Además, todo estaba recogido. Y ella llevaba un vestido bonito. Alguien leyó el papel e hizo que pareciera que ella se había quitado la vida, con esa supuesta carta de despedida para hacerlo más creíble.
Ulf Karlkvist se meció en la silla y se echó hacia atrás. Cerró los ojos y apoyó la cabeza en la pared. Despacio, muy despacio, empezó a darse cabezazos contra ella. Al principio flojos, como si estuviera pensando, pero luego cada vez con más fuerza.
Julia miró a Anna, que observaba petrificada a su jefe mientras él se golpeaba la cabeza contra la pared.
—¡Joder! —rugió Ulf Karlkvist al final.
Ninguno de los presentes se atrevió a respirar. Permanecieron sentados unos minutos. Nadie dijo nada. Al final, Ulf Karlkvist levantó una mano y empezó a frotarse la nuca.
Los otros cinco se rieron. Una risa amable pero asustada, que resonó falsa en la sala y pronto murió. Julia aprovechó la ocasión:
—Ulf, ¿dónde estabas tú cuando desapareció Elisabeth?
Esperaba una respuesta del tipo: «¿Y a ti qué te importa?» Pero no se produjo. Ulf Karlkvist permaneció callado, con los ojos cerrados y frotándose la nuca.
—Enterrando a mi madre.
Miró a Julia directamente a los ojos. Se le quebró la voz cuando continuó:
—Parece mentira. Trabajo por la mañana, cojo el coche a la hora del almuerzo para enterrar a mi madre, y por la noche, cuando ya creo que no puede pasar nada más, recibo una llamada y me dicen que Elisabeth ha desaparecido.
Se calló.
Ing-Marie tosió.
—Hay otra cosa que deberíais saber. Hemos hablado con la mujer que encontró el cuerpo, Dragana Jovanovic. Asegura que vio a Klara Hunnevie y a Klas Hjort junto al lago Simsjön hace tres tardes.
Ulf Karlkvist cogió la carta de despedida, se la guardó en el bolsillo de la chaqueta y desapareció por la puerta antes de que nadie tuviera tiempo de decir nada.
Anna miró a Julia.
—¿Por qué le habéis preguntado qué hizo el día que desapareció Elisabeth?
Julia lanzó un suspiro.
—Porque mantuvo una relación con ella. Elisabeth lo dejó por Klas Hjort. ¿No me digas que no lo sabíais? ¿Se puede saber qué hacéis todo el santo día? Creía que eras buena en tu trabajo.