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JUEVES, 7 DE ENERO DE 2010

Décadas de violencia.

He visto repetirse la historia tantas veces que ya me sé de memoria cómo se suceden los hechos. Mujer muy joven desilusionada conoce a Valdemar, mayor y con dinero en el banco. Se enamora de él. Cree que él es grande y seguro. Se queda embarazada antes de tres meses. Durante el embarazo le toca oír cada día más mierda sobre sus padres. «Se da cuenta» de que ellos siempre se han portado mal con ella, sólo que ella no se había percatado y rompe toda relación con ellos antes de dar a luz. Cuando se encuentra sola en casa con un bebé recién nacido y se ve gorda y fea está ya tan destrozada que se siente agradecida de que Valdemar quiera estar con ella.

Y después.

Los golpes.

Empecé a echar cuentas.

Digamos que mi padre sacaba el puño a pasear cada seis meses, y seguramente me quedo corta. ¿Cuánto tiempo podía llevar maltratando a personas? Esas cosas empiezan ya de joven. Supongo que durante los últimos cuarenta y cinco o cincuenta años. Casi medio siglo.

No era descabellado suponer que mi padre, como mínimo, había ejercido la violencia física una vez cada seis meses durante cuarenta y cinco años.

Noventa maltratos.

Noventa delitos por los que podía haber sido condenado. Si las víctimas lo hubieran denunciado. Y si la policía o los asistentes sociales que hubieran recibido las denuncias hubiesen escuchado.

Era consciente de que mi padre debía haber protagonizado más actos de maltrato. Más delitos. Muchos más. Busqué el Código Penal sueco en la estantería y lo hojeé al azar. Al final encontré lo que ignoraba que estaba buscando, en el segundo capítulo, en la ley de responsabilidad penal, tercer párrafo.

Quien ofenda gravemente a otra persona mediante la comisión de un delito que suponga una agresión contra la libertad, la tranquilidad o el honor de esa persona deberá compensar el daño que esa ofensa supone.

Ley (2001:732)

Ofensa.

Seguí leyendo:

Ataque contra la integridad de alguien. Si bien es preciso que la persona en cuestión defienda de alguna manera su integridad y no «incite» a la ofensa.

Pensé cuántas veces habría llamado Valdemar a sus hijos, o a otros niños, «hijos de puta» o «putas» a sus mujeres y novias. Una vez a la semana como poco, pero decidí conformarme con esa cifra. No quería exagerar.

Una vez a la semana, durante cincuenta y dos semanas al año, y durante cuarenta y cinco años.

Dos mil trescientas cuarenta ofensas.

Si se sumaban a los delitos por malos tratos, mi padre había cometido dos mil cuatrocientos treinta delitos, y se había librado.

Miré asombrada la cifra en el cuaderno de las magdalenas.

Dos mil cuatrocientos treinta delitos que nunca fueron denunciados. Y que por lo tanto no existían.

¿Cómo era posible?

Siempre me había gustado la estadística. Las cosas eran lógicas. Eran previsibles, al contrario que el humor de mi padre. Por eso pensaba que las posibilidades jugaban a mi favor. Si él se había librado después de maltratar y aterrorizar sistemáticamente a la gente durante casi medio siglo, parecía razonable que yo pudiera librarme por un solo delito. Una sola vez.

¿Qué fue lo que hizo que mi padre se librara de la justicia?

Tenía que averiguarlo. Volví a sentir el cosquilleo en el estómago.

Planificación y minuciosidad.

Si encontraba la respuesta, me libraría.

Si encontraba la respuesta, él no se libraría.

Eran casi las nueve. Había sido un día muy largo y sentí que me dolía la cabeza de tantos pensamientos que me daban vueltas dentro de ella.

Fui al frigorífico y cogí un Red Bull. Me lo bebí de un trago. Volví al sofá y busqué la página que había escrito antes de empezar con las multiplicaciones.

Había escrito la palabra «Matarratas» y detrás un gran signo de interrogación. Sentí cómo el azúcar del refresco me subía al cerebro mientras me concentraba en ese punto del cuaderno y me preguntaba qué tipos de raticidas había. Se me vino a la cabeza la imagen de una botella vieja con una etiqueta amarilla en la que se veía una calavera. Envenenarlo con matarratas parecía algo anticuado, casi a lo Agatha Christie.

Una búsqueda rápida en la red decía que en 2007 un cocinero chino se envenenó a sí mismo y a cinco clientes al utilizar de manera fortuita matarratas en vez de harina en la salsa. En Austria, tres hombres vendieron en 2002 matarratas como droga en una discoteca, lo que ocasionó dos muertes. En Indianápolis, en enero de 2009, una mujer mató al hijo que llevaba en el vientre y estuvo a punto de fallecer por ingerir matarratas líquido para abortar.

Pensé que existían más venenos y cómo podían conseguirse. Leí la historia de Alexander Litvinenko, excoronel del KGB, envenenado con polonio rociado sobre su sushi.

Mi padre no comía sushi. Y yo no tenía acceso al elemento radioactivo que Marie y Pierre Curie descubrieron en 1898.

Encontré un artículo sobre el laboratorio de que disponía la Lubianka desde 1920, y que se dedicaba a elaborar nuevos venenos cuya eficacia probaban a veces con seres humanos. Fantaseé con la posibilidad de hacer un viaje de estudio a Rusia, pero la descarté enseguida, y justo cuando iba a empezar a leer sobre el cianuro me interrumpió el ostinato de piano del móvil. Detestaba ese tono pero nunca encontraba el momento de cambiarlo. Vi quién era en la pantalla y procuré sonar contenta al responder.

Parecía impaciente.

—¿Dónde estás? Va a empezar pronto. Son las nueve y diez.

Tardé un segundo en saber de qué me hablaba. La película.

—En la escalera. Estaré allí dentro de cinco minutos. Compra las entradas mientras tanto. Besos, besos.

Miré a mi alrededor. Mi novio me acompañaría a casa después del cine. Prepararíamos una cena tardía y nos sentaríamos a ver la tele media hora o así, antes de meternos en la cama a hacer el amor. La rutina habitual que había funcionado sin problemas durante los casi dos años que llevábamos juntos. Pero, quizá, no funcionaría tan bien ahora.

No con el papel que ahora tenía pegado en el frigorífico.

Ni con el cuaderno de las magdalenas abierto.

Ni cuando el sexo parecía tan tentador como una gastroenteritis.

Miré la hora. Quedaban cuatro minutos para La reina en el palacio de las corrientes de aire. Me consolé pensando que seguramente tenía doce minutos contando los anuncios, mientras corría por mi apartamento guardando todos los indicios que pude encontrar de mis planes de asesinato.

—Parecía que no estabas muy concentrada en la película —dijo mi novio al salir del cine dos horas y media después.

Lo miré. Me pareció que era…, busqué la palabra correcta. Elegante.

Elegante era la palabra. Doce centímetros más alto. Doce años mayor. Unos cariñosos ojos azules que sonreían cuando me miraba. Unos cariñosos ojos azules que hacían que por unos minutos me sintiera menos despreciada, más aceptada en el mundo. Pelo corto, que en honor a la verdad debería describirse de color gris ratón, profusamente salpicado de blanco, aunque yo prefería llamarlo «color ceniza». Había adelgazado hasta los noventa y siete kilos desde los ciento doce que pesaba cuando nos conocimos. Sí, claro que era elegante, mi chico.

Cogí su mano y entrelacé mis dedos con los suyos. Era un hombre tranquilo. Una persona que preferiría morir antes de hacerme daño. Y yo sentía lo mismo por él. Antes de esa tarde nunca le había mentido. Me preguntaba con pena cuántas mentiras le contaría durante el tiempo que siguiéramos juntos.

—Es que tenemos mucho lío ahora.

Soltó sus dedos de los míos, me puso el brazo alrededor de los hombros y me apretó contra él. Yo respondí deslizando mi mano dentro de su cazadora y agarrándolo de la cintura. Él siempre tenía calor. No importaba que, como ahora, la temperatura fuera de catorce grados bajo cero.

Eso me gustaba. Él me gustaba.

Caminamos en silencio la corta distancia que separa el cine, en la calle Kyrko, de mi apartamento de dos habitaciones. Yo lo agradecí. Mi cerebro estaba totalmente ocupado procesando la información que había recibido durante los últimos ciento cuarenta y seis minutos.

Lisbeth Salander, la protagonista de la película, también había intentado matar a su padre. Y fracasó. ¿Sería una señal?

«No debo cometer el mismo error», pensé yo.

Fui al baño nada más entrar en casa y me encerré, cosa que no solía hacer. Cogí un ejemplar viejo de Klick!, que sabía que mi novio no iba a mirar, y garabateé unas breves notas en la página quince, debajo de un artículo titulado: «La alocada vida de lujo de Suri Cruise».

No usar gasolina ni fuego.

No usar hacha.

Cuando llegara el momento sólo tendría una oportunidad. No podía cometer ningún error. Me eché a reír al darme cuenta de lo absurdo que sonaba que tuviera que ejecutar el asesinato de mi padre de una forma más elegante y mejor que la de la super-hacker de Stieg Larsson, considerada poco menos que un genio.

—¿Has dicho algo? ¿Qué te hace tanta gracia, cariño? —se oyó al otro lado de la puerta.

Me apresuré a colocar la revista debajo del montón, tiré de la cadena, hice como si me lavara las manos y salí. Me encontré con sus sinceros ojos azules.

—¿De qué me río? De que pronto vamos a practicar sexo —respondí al tiempo que me inclinaba hacia delante y lo besaba suavemente.

Me avergoncé porque sabía que eso haría que dejara de hacer preguntas.

Y así fue.