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Busqué entre las tarjetas de cumpleaños en la Gallerix. Me avergonzaba estar allí. Miré una tarjeta con «60» escrito por delante y un montón de alegres animales con gorros de fiesta que parecían no querer otra cosa en la vida que felicitar al protagonista del día. Me pregunté si mi padre habría recibido alguna tarjeta semejante ese día.
Miré el reloj. Casi las ocho. Quedaban cuatro horas de su sesenta cumpleaños. Sesenta y cuatro horas para que borraran la grabación de la clínica veterinaria Blå Stjärnan.
Estaba cansada. Debería estar en casa contando las horas hasta la medianoche. Me masajeé las sienes. ¿Qué hacía allí?
Era como si mis pies hubieran tenido vida propia y me hubieran conducido a la tienda de tarjetas. Y allí estaba toqueteando tarjetas de cumpleaños que mi padre nunca iba a recibir.
—Perdona. Sólo quería recordarte que cerramos dentro de unos minutos.
Miré al joven dependiente. Volví a dejar la tarjeta en su sitio y me dirigí hacia la puerta.
Me detuve y admiré un cuadro cerca de la entrada. Representaba el perfil de Nueva York. Dios, cómo echaba de menos la Gran Manzana. Allí al menos me había sentido libre por unas horas, hasta que me dieron alcance los demonios. Arrugué la nariz al ver el marco negro de plástico barato que no le hacía justicia a la foto en absoluto.
Recordé el elegante marco de Klara Hunnevie, roto, pero bonito, con el dibujo de florecillas tallado en madera negra, y me pregunté si la futura madre lo habría arreglado ya.
Recordé el elegante marco de Klara Hunnevie, roto, pero bonito, con el dibujo de florecillas tallado en madera negra, y caí en la cuenta de cómo se había podido romper.