42
Mi madre había sacado sus tazas de Filippa K, decoradas en blanco y negro. Humeaban. Reconocí inmediatamente el fuerte aroma del café de mamá recién hecho en la cafetera de émbolo y me senté a la mesa.
Me incliné hacia delante y olí el plato con cuatro bollos. Sabía que eran congelados, sacados apenas unos minutos antes de que yo llamara a la puerta.
—¿O prefieres un desayuno, hija?
Respondí con una sonrisa negando con la cabeza.
Miré a mi madre, y me admiraba que siempre tuviera bollos hechos. ¿Cuándo los hacía?
No podía recordar haber visto a mi madre haciendo bollos ni una sola vez en los últimos veinte años, y sin embargo siempre estaban allí cuando más se necesitaban. Esos bollos caseros con una deliciosa mezcla de mantequilla, azúcar y canela tan profundamente relacionados con mi madre.
—¿Qué pasa?
Me quedé mirándola.
«Qué guapa eres», pensé.
Mi madre era todo lo que yo no era. Tenía algo que yo no tenía.
Una alegría, facilidad para relacionarse con los demás, fuerza interior. Eso que la gente, para expresarlo con sencillez y a falta de una buena palabra, llama «algo especial».
Mi madre ahora nunca se sentía insegura al entrar en una sala.
Mi madre entraba y la llenaba con su presencia.
Mientras que yo, si pudiera elegir, preferiría quedarme fuera.
Noté que ponía su mano sobre la mía. Levanté la vista y me encontré con sus cálidos ojos castaños esperando a que yo dijera algo. Quería contarle lo que le había pasado a mi hermano pequeño. Pero mi madre, que hacía mucho tiempo que se había librado de las garras de mi padre, lo denunciaría y con ello daría al traste con mis planes. Me aclaré la voz.
—Mamá. Sé que esto va a sonar raro. Pero me gustaría saber qué pasó cuando papá te pegó por primera vez.
Mi madre se estremeció. Siempre se estremecía cuando se mencionaba a Valdemar.
—¿Por qué? —preguntó en voz baja.
—Bueno…
¿Por qué le hacía tanto daño a mi madre? Quise levantarme y salir; sin embargo, respiré profundamente y continué:
—Bueno. Hace tiempo que no hablo con él. Y me parece que es muy agradable no tener nada que ver con él. Pero pronto será su cumpleaños y sé que pensaré en llamarlo, como de costumbre. Quizá suene terrible, pero me gustaría saber un poco más de cómo lo pasaste cuando vivíais juntos, cómo era, para tenerlo en la memoria y así evitar llamarlo.
Mi madre me miró. Era evidente que sufría y comprendí que analizaba qué alternativas tenía. O abría su corazón y rebuscaba unos recuerdos que le había costado décadas enterrar o se negaba a ayudar a su hija a liberarse de aquel hombre del que ella había huido muchos años antes.
Enseguida se decidió.
—La primera vez —dijo apoyándose en el respaldo de la silla antes de empezar a hablar— fue a finales de un verano. Estábamos recién casados, yo estaba embarazada y fuimos a Bengtstorp a visitar a mis padres. Mis hermanos entonces tenían un amigo que se llamaba Benke. Siempre había estado por casa cuando yo era joven, así que para mí era también como un hermano mayor.
Bodil se encogió mientras hablaba. Seguro que ella no era consciente de ello, pero para mí, acostumbrada a ver a mi madre con la espalda bien recta, era evidente que los recuerdos le hacían mella. Me arrepentía de haberle preguntado.
—No fue más que una broma. Benke se burló de lo grandes que yo tenía los pies, como solían hacer Hasse, Leffe y Stig.
Mi madre avanzaba a tientas. Parecía que buscaba la palabra correcta.
—Para mí no tenía la menor importancia que fuera él quien hiciera la broma y no uno de mis hermanos.
Miré a mi madre y sentí cómo se me erizaba el pelo de la nuca. Estábamos allí, décadas después, y todavía se disculpaba.
—Yo fui y lo pellizqué.
Mi madre se levantó y dio la vuelta a la mesa.
—Así.
Se puso detrás de mí y me cogió por las clavículas y apretó con suavidad.
—Así fue cómo lo pellizqué. No era más que una broma. Él se había burlado de mí, y yo tenía que desquitarme.
Me contó que antes de acostarse tuvo necesidad de ir al baño y salió a los aseos que sus padres tenían fuera de la casa. Salió descalza, paseando por el césped húmedo de verano y disfrutando de la fragancia del seto de frambuesos que había a la izquierda de la casa, antes de entrar.
Yo la escuchaba, vi ante mí el pequeño habitáculo con las tres tazas unas al lado de las otras, y recordé cuántas veces había hecho mis necesidades en alguna de ellas. De niña, sentada allí, solía mirar los cuadros que colgaban de las paredes. Los había pintado mi madre. Siempre eran ratones.
Ratones royendo grandes quesos.
Ratones que viajaban en barco sobre grandes quesos.
Ratones que conducían grandes coches de queso.
Los ratones de mi madre eran muy bonitos.
—Estaba allí dentro haciendo pis cuando entró tu padre y cerró la puerta. No sé ni cómo empezó, pero lo primero que recuerdo es que me dio un puñetazo en la cara. «Me engañas, guarra asquerosa», dijo.
Mi madre no apartó la mirada de mí al hablar.
—Me golpeó una y otra vez. En esa ocasión no tomó precauciones. Al principio me golpeaba en la cara sin miramientos. Luego aprendió.
Guardó silencio, cerró los ojos, lo revivió. Bajo los párpados cerrados de mi madre asomó una lágrima solitaria. Fue creciendo en el lagrimal y cuando resbaló finalmente por la mejilla estaba teñida del color negro de su lápiz de ojos y su rímel.
—Perdón, mamá. Podemos dejarlo.
Ella negó con la cabeza.
Era demasiado tarde para dejarlo.
—Había tres palabras que repetía constantemente. Que yo era una perra, una guarra y una puta. Esas tres palabras. Había coqueteado con otros tíos delante de él, decía.
Se tapó la cara con las manos. Se palpó las mejillas como para comprobar que aún seguían ahí. Que las conservaba todavía enteras.
—Pasado un tiempo empezó a centrarse en el estómago. Me preguntó si el hijo que llevaba dentro era suyo… y entonces me pegó. Puñetazos directos al ombligo. Por los dos lados. Desde abajo. Alrededor de todo el vientre.
Se puso una mano en el vientre. Sin darse cuenta. Estaba allí sentada con la mano en el vientre, mirándome de frente, con la mirada arrasada de lágrimas, dejando que las palabras fueran saliendo solas.
—«Voy a matar a ese hijo de puta».
Hablaba en voz baja.
—Eso decía. Cuando me golpeaba. «Voy a matar a ese hijo de puta».
Tenía las mejillas llenas de rímel.
—Estaba en el sexto mes del embarazo de tu hermano. Estaba segura de que Valdemar iba a matarlo.
Me contó que mi padre al final se cansó de pegarle, pero que ella para entonces ya no podía ponerse en pie. Se arrastró a cuatro patas por la hierba para volver a la casa.
—Me pasé toda la noche mordiendo una almohada para no gritar en voz alta. Para no aullar de dolor. Me dolía tanto que no podía moverme.
Volvió a mirarme. Suspiró. Esbozó una sonrisa.
—¿Sabes qué fue lo más demencial? Lo único en que pensé aquella noche fue en un terreno que yo tenía en Funäsdalen puesto a mi nombre. Que no podía separarme porque no habíamos firmado la separación de bienes. Que él se iba a quedar con el terreno que pertenecía a mi familia si yo me separaba de él.
Meneó la cabeza.
—Parece tan absurdo al decirlo ahora en voz alta… Pero fue cuanto pude pensar entonces. Me había hecho tanto daño… Tenía diecinueve años y carecía de seguridad en mí misma. No quería que me quitara también el terreno que poseía.
A la mañana siguiente, me contó mi madre, él se mostró profundamente arrepentido. Acarició el vientre que la noche anterior había cosido a puñetazos. Le susurró al bebé, que había dejado de moverse, que todo se iba a arreglar. Mi madre me contó que había mirado a los ojos grises de mi padre y que percibió arrepentimiento en ellos.
Y después los dos rompieron a llorar de alegría cuando por fin ella sintió una patada dentro del vientre. Ella confió en Valdemar cuando él le prometió que jamás volvería a hacerlo. Mi madre se prometió a sí misma abandonarle si él no cumplía su promesa.
—Cuando han pasado ya tantos años es difícil explicar por qué se queda una. Todo parece una locura al tratar de ponerlo en palabras. Pero entonces…
Parecía estar pensando cómo iba a continuar.
—Has de saber que cuando llega el primer golpe una está ya tan hundida que es demasiado tarde. Piensas que no te mereces otra cosa. Una ha recibido ya tantos insultos que casi parece lógico que llegue la violencia física. No pegan hasta que saben que estás fuera de toda salvación.
Volvió a llevarse las manos a las mejillas. Una palma en cada una. Abrió la boca y se acarició las tersas mejillas. Apretó ligeramente sobre ellas los dedos índices.
—Tendrías que haber visto…
Sacudió la cabeza.
—Dios mío, cómo estaba aquello. Encontré sangre en las paredes de aquellos aseos varios años después, aunque la fregué aquella misma noche y limpié todo lo que vi. Manchas pequeñas que yo sabía que estaban allí desde entonces. Y yo… ¡Cómo quedé yo! Mi cara. La tenía totalmente hinchada. Con hematomas por todas partes. Dije que me había caído por la escalera que iba del piso superior al de abajo, donde dormíamos Valdemar y yo.
Mi madre puso los ojos en blanco.
—Lo sé. ¿Has oído qué tontería? La típica excusa, como en las películas malas. Pero eso fue lo que dije. Que me había caído por la escalera. Fue lo primero que se me ocurrió.
Después se le llenaron los ojos de lágrimas otra vez.
—Y mi padre…, mi querido padre. No lo sospechó. Se sintió culpable cuando dije que me había caído. La escalera la había hecho él. Él había construido toda la casa. Salió a comprar cinta antideslizante y se pasó todo el día pegándola. Pegó cinta antideslizante en todos los peldaños de la escalera. Sentía que me hubiera hecho tanto daño en su casa.
La imagen del abuelo con un rollo de cinta adhesiva antideslizante en la mano fue demasiado para las dos. Permanecimos un rato en silencio pensando en aquel hombre mayor pegando la cinta en cada peldaño de su escalera.
—Si alguien hubiera hecho algo… Bueno, mis padres eran ya mayores. Tenían más de sesenta años. Estoy segura de que estaban dormidos. Pero aún me lo pregunto. Mis tres hermanos y Benke estaban allí dentro. Los cuatro. ¿No me oyeron? Con lo que grité y aullé dentro de aquella letrina, a tan sólo noventa metros de la casa. ¿Con el ruido que él hacía mientras me cosía a puñetazos? ¿No lo oyeron? Lo he pensado mil veces. Con todas las veces que me pegó, ¿realmente nadie oyó nada? Vieron qué aspecto tenía yo. Deberían haberlo comprendido. ¿Por qué no me preguntaron? La gente se acercaba a mí después, cuando ya lo había abandonado, y me decía cosas como que ya se habían imaginado que Valdemar tenía algún problema. Esas gilipolleces.
Me miró de frente.
—Me habría gustado gritarles: «¿Y si lo sabías por qué no hiciste nada?» Me habría gustado preguntarlo muchas veces. Si alguien hubiera hecho algo…
Seguí a mi madre con la mirada cuando se levantó para cortar un trozo de papel de cocina.
«Alguien lo va a hacer, mamá», pensé yo.
«Nadie te ayudó. Nadie me ayudó. Nadie ayudó a mi hermano mayor. Pero ahora alguien va a hacer algo. Yo ayudaré a mi hermano pequeño y a Lilleman. Ellos se librarán de lo que nosotros hemos tenido que soportar. ¿Te sentirás entonces orgullosa de mí, mamá?»
Mi madre se sonó y volvió a su silla.
—Pero ya no importa. Y tampoco estoy segura de que lo hubiera dejado si realmente alguien hubiera reaccionado. Me habría matado si lo hubiera hecho. Es muy fácil decir que lo que hay que hacer es marcharse, pero eso no funciona así exactamente. Sientes un miedo tan terrible y todos los insultos que has oído sobre ti misma hacen no sólo que lo creas, sino que estés convencida de que no te mereces más.
Tragó.
—Me decía que valía la pena ir a la cárcel con tal de matarme.
Mi madre calló. Asintió de manera casi imperceptible.
—Me mataría. Nunca tuve la menor duda. Ni por un segundo. Hubo una vez que…, entonces no me pegó, entonces fue sólo una bofetada.
Iba a abrir la boca para decir que una bofetada también es pegar, pero lo dejé pasar.
Mi madre continuó hablando.
—Estaba acurrucada en el suelo, contra la pared, y él estaba hablando encima de mí. Estaba completamente tranquilo. Hablaba del piso en el que vivíamos entonces. Era al principio de nuestro matrimonio, cuando vivíamos en Mariestad. «¿Sabes que han asesinado a una persona aquí?», me dijo. Y entonces me contó que el hombre que vivía allí antes que nosotros había matado a su mujer con una plancha.
Bajó la mirada a la mesa.
—Comprendí muy bien que aquella conversación, en realidad, se refería a nosotros. Era su manera de contar lo que pasaría si lo dejaba. Después lo repitió muchas veces sin rodeos. Más tarde hablaba de que valdría la pena que lo encarcelaran con tal de matarme. Yo era una puta que no tenía derecho a vivir. Eso lo decía a menudo. Pero fue esa vez la que se me quedó grabada. La manera en que lo dijo. Parecía disfrutar al hablar de aquella plancha.
Mi madre sonrió.
—Tu padre es un maldito loco. De eso estoy segura.
No contesté. Pensé en mi hermano pequeño. En que mi padre entonces también había dicho que valía la pena hacerlo.
Me estremecí. Vi ante mis ojos una lápida funeraria, pero no pude distinguir el nombre que estaba grabado en ella, de quién se encontraba debajo de ella. No era mi padre. Él mataría pronto a alguien.
Yo lo sabía.
Lo presentía.
Iba a evitarlo.
Recordé el heroico toque de clarín que sonó en mi cabeza de niña cuando llamé a la policía para denunciar a mi padre después de que maltratara a mi madrastra. ¡Tararí!, ¡tararí! Ahora no lo oía. En esta ocasión no era una heroína. Sencillamente no tenía elección.
La voz de mi madre interrumpió mis reflexiones:
—¿Sabes? Ciertas cosas no desaparecen. Hay dos cosas a las que yo llamo tics, o como quieras llamarlo, que conservo después de tantos años con tu padre. Siempre cierro la puerta por dentro cuando voy al cuarto de baño y no soporto ver películas de boxeo.
Se calló. Volvió a mirarme.
—Siempre solía pegarme en el cuarto de baño. No sé por qué, pero casi siempre entraba en el cuarto de baño cuando yo estaba allí. Se sentaba en el borde de la bañera mientras yo hacía pis, o en la taza cuando me estaba cepillando los dientes. Siempre tenía que controlar todo y a todos, no podía estar tranquila ni siquiera en el baño.
Durante un segundo escaso pareció que casi le hacía gracia.
—Ahora, incluso cuando estoy sola en casa, me cierro por dentro. Tengo que cerrar la puerta para poder relajarme. Si no, no puedo hacer pis.
Tragó saliva.
—Y cuando hay boxeo en la tele, la apago inmediatamente porque veo delante de mí la cara de Valdemar. Su semblante al golpear. La mirada de sus ojos. Siento el golpe en el mismo instante que oigo el ruido en la tele. Ya sabes…, cuando el puño golpea contra la cabeza. Sé exactamente lo que se siente.
Miró a través de la ventana.
—Han pasado ya muchos años desde que me separé de él, pero una parte de mí aún tiene miedo de que venga aquí a terminar lo que empezó. Dijo tantas veces que me iba a matar que no me sorprendería que estuviera esperándome aquí alguna noche.
Nos quedamos mirándonos en silencio. Estoy convencida de que las dos nos imaginábamos a un Valdemar hecho pedazos.
Entonces volví a oír aquel ruido. El que me había perseguido durante tantos años.
—¿Puedo preguntarte una cosa más? ¿Te quedan fuerzas para hablar?
Asintió con un gesto casi imperceptible.
—Recuerdo una vez que te estaba pegando en el cuarto de baño de Götene, justo antes de que te marcharas. Sonaba muy raro.
Intenté reproducir el sonido.
—¡Clonc! ¡Clonc! ¡Clonc!
Mi madre resopló. Se llevó la mano a la boca.
—¿Lo oíste?
Yo bajé la mirada y la dirigí a la mesa. Asentí, pero no fui capaz de mirar a mi madre a los ojos. Las palabras llegaban como un susurro.
—Antes has dicho que te preguntabas si nadie oyó nunca nada. Yo sí. Pero no me atreví a hacer nada.
Oí cómo mi madre tragaba antes de empezar a hablar.
—Me levantaba y me dejaba caer en la bañera. Una y otra vez. Me cogía. Me levantaba y me dejaba caer. Eso era lo que sonaba. Mi cuerpo contra la bañera. Entonces ya no oponía resistencia. Sabía que no servía de nada. Así que me acurrucaba cuanto podía y cuando él me levantaba yo era como una pelota, para protegerme cuando me soltaba.
Me pasé las manos por las mejillas para contener las lágrimas. No querían dejar de salir.
—Perdón —susurré de nuevo.
Mi madre se levantó. Dio la vuelta a la mesa y se puso de rodillas delante de mi silla. Me abrazó con fuerza.
—Pero, pequeña, tú eras una niña. ¿Qué podías hacer?
Matarlo, mamá.
Lo hubiera matado.
Sollozaba. Mi llanto era tan violento que no podía apenas respirar. Tuve que hacer esfuerzos para coger aire.
Mi madre siguió abrazándome hasta que se me pasó. Cuando por fin se levantó su chaqueta de punto azul estaba llena de lágrimas y de mocos. Ella le restó importancia haciendo un gesto con la mano antes de que yo pudiera decir algo.
—Sé lo que vas a decir. Te conozco. No pienses siquiera en la chaqueta. ¿De acuerdo? No pienses en ella.
Se sentó.
—He tenido mala conciencia por lo que te ocurrió en el cuarto de baño durante veinte años —dije finalmente.
Mi madre volvió a esbozar una sonrisa triste.
—¿Vamos a hablar de mala conciencia?
La sonrisa murió. Respiró profundamente.
—Faltaban unos días para tu bautizo. Él estaba enfadado y me dio una paliza. Ya no recuerdo ni siquiera el motivo. Pero aquella vez le planté cara. Yo me enfadé también y le grité que parase. Le recordé la vez que me pegó estando embarazada de tu hermano y le dije que sólo fue una cuestión de suerte que no hubiese matado a su propio hijo o le hubiese causado graves lesiones. Y después le dije que no estaba bien de la cabeza, que pegar a su propia esposa era de locos.
Se echó a reír.
—Se volvió completamente loco, naturalmente. Cómo se lanzó sobre mí entonces…
Sacudió la cabeza como para quitarse aquel recuerdo de la mente.
—Aguanté los golpes un rato, pero al final sentía que mi cuerpo no podía más. Que no podía soportarlo mucho más.
Se le quebró la voz.
—Corrí hasta tu habitación. Él vino detrás de mí y yo me acerqué corriendo a ti y te levanté. Te coloqué delante de él con la esperanza de que no me pegara si te tenía en brazos.
Mi madre se quedó primero totalmente quieta mirándome. Después le empezaron a temblar los hombros al mismo ritmo al que le caían las lágrimas.
—Ahí… Ahí podemos hablar de mala conciencia. Utilizar a mi hija recién nacida como escudo humano.
No me atrevía casi a preguntar. Miré en silencio a mi madre hasta que no pude contenerme más:
—¿Dejó de pegarte entonces?
Susurré las palabras.
—Mamá, ¿dejó de pegarte?
Mi madre asintió. Aún le temblaban los hombros. Aquel llanto desesperado era el más intenso que yo había oído en mi vida. Asentía. Lloraba. Hacía esfuerzos para coger aire. Temblaba. Sollozaba. Asentía. Lloraba.
—Mi idea funcionó. Él me miró. Te miró, y luego dio media vuelta y salió de la habitación.
Se mordió los labios. Esperó a tranquilizarse un poco antes de mirarme a los ojos.
—Pero nunca me he perdonado a mí misma lo que hice.
»Te habría matado de un solo golpe.