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MARTES, 12 DE ENERO DE 2010
Hacía mucho tiempo que había dejado de llamar con educación.
Ahora aporreaba la puerta. Golpes secos, irritantes.
Julia miró a su alrededor, en la calle Livboj, mientras esperaba a que se abriera la puerta.
Había acabado con las casas que estaban en el mismo lado que la de la familia Hjort. Ahora estaba en la casa de enfrente y advirtió, contrariada, que le faltaba la mitad. Qué trabajo de mierda. Además, no estaban consiguiendo nada.
La brillante idea de que Julia fuera llamando puerta por puerta fue de Lindgren, después de que Ing-Marie y ella descubrieran la infidelidad de Klas.
—Puede que alguien viera algo y en ese momento ni lo pensara. Ahí hay un reportaje. Sólo tienes que ir llamando a las puertas hasta dar con ello. —Esas habían sido las órdenes en la reunión matinal.
Julia pensó que Ing-Marie bien se había librado de estar allí, llamando a las puertas con el culo helado. Cuando se trataba de realizar trabajos de mierda propios de una reportera criminalista siempre había alguna cuestión municipal que de repente se volvía interesante, a pesar de que estaban investigando un asesinato. A veces era como si Ing-Marie se fuera a algún otro sitio absolutamente distinto. No es que a ella le importara. Salvo en ese preciso momento.
—¿Sí?
Julia se estremeció. No había oído ni abrir la puerta.
Supuso que la mujer que le había abierto tendría entre setenta y ochenta años. Parecía despierta, llevaba el pelo gris recogido en un moño bien peinado, aunque con algún rizo rebelde sobre las sienes. Unas gafas estrechas y alargadas con la montura fina y gris enmarcaban sus ojos azules, con unas alegres arrugas que le llegaban hasta las orejas. Una sonrisa que dejaba ver unos dientes pequeños oscurecidos por el paso del tiempo y posiblemente mucho café. Sus mejillas grandes y suaves le recordaron a su abuela. Julia sintió un deseo compulsivo de pellizcárselas.
No lo hizo. Se presentó, y la señora la invitó a pasar.
Anna-Maj Hansson la guio hasta la cocina, donde preparó café y sacó las tazas.
Julia levantó su taza y admiró los capullos de color rosa primorosamente pintados, los pequeños detalles dorados y las elegantes hojas. Su abuela tenía unas tazas iguales.
—Una historia terrible. ¿Cómo es posible que haya ocurrido en esta calle? Uno piensa que semejantes asesinatos sólo ocurren en las grandes ciudades.
Julia asintió.
—Supongo que la policía ya habrá estado aquí y habrá hablado con usted.
—Llamaron a la puerta hace unos días. Me preguntaron si había visto algo raro el día que Elisabeth desapareció. Yo ese día no estuve en casa. Los policías tenían prisa. No se quedaron ni a tomar una taza de café.
Anna-Maj Hansson asintió con un gesto triste mirando las tazas.
Julia sonrió. Entendía a los policías. Se preguntó si habría sido Anna quien había hablado con la mujer.
Miró de soslayo el reloj. A esa anciana le podía conceder un cuarto de hora.
—¿Cómo era Elisabeth?
—Bueno, no se sentía muy bien últimamente. Muy sola. A menudo enfadada… ¿Ya sabes que estaba de baja?
Anna-Maj Hansson continuó hablando sin esperar respuesta.
—Yo apenas la veía en los últimos tiempos. Estaba muy desmejorada, la pobre. Se vestía de cualquier manera e iba con el pelo sin lavar. No se maquillaba. Dejó incluso de saludar cuando salía a tirar la basura. Se aisló totalmente.
—¿Qué tal se llevaba con su familia?
—Los niños daban pena. Parecía que ella sufría cuando salía con ellos fuera y se sentaba a vigilarlos mientras jugaban. No jugaba nunca con ellos. Sólo se sentaba con una taza de café en la mano mirando las musarañas. Los reñía cuando trataban de atraer su atención. Se me partía el alma al ver aquel cuadro. No sé cómo era la relación con su marido. No los veía juntos. Siempre uno de ellos y los niños. Nunca los dos.
Julia tomó otro sorbo.
—¿Y la vecina? ¿Notó algo particular en lo que se refiere a su relación con Klara Hunnevie?
—No, ella iba alguna vez a su casa a tomar un café. Algo menos últimamente. Elisabeth evitaba a todo el mundo, como ya le he dicho. Y luego no sé si pasó algo con su marido que hizo que el contacto disminuyera.
Julia sonrió. Las ciudades pequeñas. Si dos personas se acuestan juntas está claro que los vecinos se enteran, con independencia de lo que crean los protagonistas.
—¿Se refiere a Klas?
Anna-Maj Hansson la miró sorprendida.
—¿Qué? No, a Mats, claro.
Ahora era Julia la que parecía sorprendida. Anna-Maj Hansson, al parecer, no lo advirtió.
—Mats Hunnevie, el marido de Klara. Estuvo en casa de Elisabeth. Sólo una semana antes de que ella desapareciese. Gritó y se enfadó. ¿Qué fue lo que dijo…?
Permanecieron calladas.
—«¡Te vas a arrepentir de esto!» —gritó de repente Anna-Maj Hansson. Miró a Julia y continuó—: Eso fue lo que dijo, y salió dando un portazo. Yo había estado en la tienda y acababa de llegar en ese momento a casa en el transporte municipal para personas mayores. Había pensado pedirle que me ayudara con las bolsas, pero parecía tan enfadado que las metí en casa yo sola. Tuve que hacer tres viajes, ya no tengo tanta fuerza. Iban a venir mis nietos a verme y salí a comprar algo.
—Espere… ¿Salió dando un portazo? ¿De la casa de Elisabeth?
—Sí, exacto. Por eso supuse que a lo mejor había alguna disputa entre ellos y que ese era el motivo de que Elisabeth y Klara hubieran perdido el contacto.
—¿Le contó eso a la policía?
—No. La verdad, no pensé en ello entonces…, y los policías tenían mucha prisa. Esto sucedió una semana antes. Ellos me preguntaron si había visto algo el día que ella desapareció. Y yo entonces no vi nada.
La anciana le volvió a llenar la taza de café a Julia antes de que ella pudiera evitarlo.
—Pero no importa que no les dijera nada. Era Mats. Es un hombre muy bueno. Un ángel. Me corta el césped en verano.
Miró fijamente a Julia y le pareció de inmediato diez años más joven.
—Hija, hágame caso de lo que le digo. Ese hombre es incapaz de matar una mosca.