15
Era tan tonto como imprudente, y yo lo sabía, pero una vez tomada la decisión no podía dejar de llevar encima el cuaderno de magdalenas y mi cartel dondequiera que fuese.
A veces me encerraba en el servicio y hojeaba el cuaderno o desdoblaba el papel y miraba la foto unos minutos. Sólo porque sí. Esta era una de esas ocasiones. Oía voces a mi alrededor. Personas cuyas vidas transcurrían allí fuera como de costumbre, mientras yo permanecía encerrada en el servicio.
Desdoblé el papel y volví a mirar la fotografía. La había tenido tantos años sin ocuparme lo más mínimo de ella… Pero ahora, y desde el día en que todo cambió, siempre que la miraba me parecía que la veía por primera vez.
Vi a mi hermano mayor. Tenía tres años más que yo. Pesaba cerca de cien kilos. Medía dos metros.
Al observar su cara me di cuenta de lo mucho que nos parecíamos. Y los dos nos parecíamos a mi padre.
Nuestra expresión dependía de cómo nos sintiéramos, del estado de ánimo en cada momento. Los rasgos podían parecer suaves y afables en un momento dado, y volverse duros y ceñudos al instante.
Mi hermano y yo teníamos los ojos exactamente iguales. Almendrados como los de mi padre, pero no eran del mismo color. La frente alta, como él. Y ambos teníamos la misma expresión triste y anhelante en la mirada que gritaba: «¿Valgo yo?» Los dos sonreíamos en la fotografía. Pero no con los ojos.
Mi hermano mayor se fue de casa en cuanto pudo. Formó su propia familia con su amor de la infancia e intentó olvidar su niñez.
—Conservo, como mucho, cuatro recuerdos anteriores a mi marcha. Y quiero que siga siendo así —respondió una vez que le pregunté si solía pensar en lo que había pasado cuando éramos pequeños.
«¡Más claro que el agua!», pensé al verlo ahora en la foto. A veces me preguntaba hasta qué punto le habría influido el dominio del terror impuesto por mi padre, qué le bullía por dentro a mi bondadoso hermano mayor.
Me acordaba de una vez que mi padre llamó a casa cuando vivíamos con mi madre y pidió hablar con él. Mi padre sonaba normal y yo le pasé el teléfono y salí de su habitación. Cuando volví a entrar media hora después, él ya no estaba.
Lo buscamos durante horas. Llamamos a sus amigos. Me parecía espantoso, pero llamé a mi padre de todas formas. Él no entendía nada en absoluto.
—Sólo hemos estado hablando un poco —dijo.
A las diez y media, la que era entonces nuestra madrastra, que se había unido a la búsqueda, encontró a mi hermano en un camino forestal a las afueras de Götene.
Era otoño. La temperatura era de diez grados, el tiempo desapacible, pero mi hermano mayor, que sólo llevaba una camiseta, vaqueros y unos calcetines blancos, parecía no sentir frío. Con la mirada perdida en el horizonte se puso a caminar sin parar, y eso que iba descalzo.
Nuestra madrastra permaneció unos minutos en la puerta hablando con mi madre en voz baja antes de volver a casa con mi padre.
Mi hermano no dijo ni media palabra cuando volvió a casa; se encerró sin más en su habitación. Al preguntarle por aquella tarde, varios años más tarde, se encogió de hombros y me dijo que ya ni se acordaba.
Lo miré otra vez a la cara. Quería mucho a mi hermano mayor.
«Si es cierto lo que dices, deberías estar contento», pensé.
Estar contento por cada día que no recuerdas.
Volví la mirada hacia la fotografía. Me parecía que yo estaba fea. Había heredado, igual que mi hermano mayor, el hoyuelo de mi padre en la barbilla. Mi padre tenía cinco hermanos y todos fueron agraciados con el hoyuelo. Al igual que la mayoría de sus hijos.
Retiré la mirada enseguida. No me gusta verme a mí misma en una foto.
A mi derecha estaba el chivo expiatorio favorito de mi padre, mi hermano menor. Nació también el 19 de febrero, como yo. Pero habían pasado muchos años entre los dos partos.
Me avergonzaba al recordar cómo me había enfadado con mi hermano por eso. Como si fuera culpa suya que, desde que él nació, dejara de existir el día de mi cumpleaños.
La mujer de mi padre por entonces encargaba una tarta pensando en lo que le gustaba a mi hermano pequeño. Veía la tarta delante de mí, colocada encima de la mesa de la cocina de la calle Göt, número 7, de Götene. Algún año la tarta tuvo la forma de un gran oso marrón de peluche. Al año siguiente, estaba decorada con Pippi Calzaslargas. Nuestra madrastra decidió que la mitad del bizcocho de la tarta sería de color rosa y la mitad azul. Con la protagonista pelirroja de Astrid Lindgren pintada en el centro.
—De esa manera será una tarta para los dos —dijo.
Yo sonreí a mi madrastra. Le di las gracias. Aunque en realidad pensaba que, teniendo en cuenta cuántos cumplía, una tarta de color rosa con Pippi Calzaslargas no era lo más apropiado. Me avergonzaba no ser más agradecida, por estar triste, por no tener una tarta propia. De hecho, la mitad era de color rosa.
Un par de años después fue un enorme campo de fútbol al completo, con figuritas de jugadores.
Actualmente solía pasar sola mi cumpleaños. No podía más. No soportaba ver cómo los invitados llegaban con un paquete para mi hermano pequeño, me saludaban… Y luego: las miradas.
Podía adivinar exactamente en qué segundo caían en la cuenta de que también era el día de mi cumpleaños. Se metían en el despacho de mi padre y salían unos minutos después con un billete de cincuenta coronas arrugado dentro de un sobre blanco con mi nombre escrito con bolígrafo en la parte delantera.
Estaba cansada de no existir.
Traté de sonreír a mi hermano en la fotografía. No me devolvió la sonrisa.
¡Dios, qué pena me daba ese niño! Ninguno de nosotros se había librado del odio, el enfado, la locura.
A todos nos había llamado «mocosos de mierda» una y otra vez. Habíamos tenido que escuchar que éramos repugnantes, no deseados, interesados, tontos, repulsivos, torpes. A todos nos había pegado. Pero de todos nosotros, él fue el que más y más duro recibió.
Una vez le pregunté a mi hermano menor si sabía que lo quería.
Me miró sorprendido.
—¿Qué? ¿De verdad?
La pregunta y la sorpresa eran absolutamente auténticas. Él tenía entonces dieciséis años, y una nula seguridad en sí mismo. No aumentó con el tiempo.
Llevé el índice a la foto y lo deslicé con cuidado hacia el más pequeño. El único de los hermanos al que yo creía que mi padre quería realmente. Nuestro querido superbenjamín.
Lilleman fue un niño encantador desde que nació. Al contrario que su hermano mayor, que había padecido asma, cólicos y alergia a la leche, al gluten y a los colorantes, Lilleman era un niño completamente sano.
Ninguna molestia.
Ningún achaque.
Un bebé alegre, sin más.
A pesar de que habían pasado muchos años, la idea que mi padre tenía de sus dos hijos pequeños seguía siendo la misma. Todavía igual de injusta. Mi padre solía compararles cada vez que llegaban invitados. Decía que Lilleman sería futbolista profesional.
—Él —añadía luego señalando al penúltimo hijo— acabará en alguna fábrica, eso si no se convierte en un delincuente.
Cuando vuelvo a pensar en aquellas conversaciones me avergüenzo de no haberle contestado. De no haberme rebelado. De no haberle replicado.
Pero no me atrevía. No tenía fuerzas.
A mi padre le gustaba comparar a sus hijos y señalar siempre quién era el peor.
Lo que más me avergonzaba era que yo, en secreto, me sentía aliviada por no ser el chivo expiatorio de mi padre en ese momento. Era muy duro ser la peor.
En la fotografía, tomada en la maternidad del hospital, mi hermano pequeño llevaba un body que parecía una camiseta de futbolista. Su destino ya estaba decidido.
A mi padre le gusta el fútbol, y Lilleman se reventaba como un animal en el club de fútbol Götene IF todas las semanas para que él se sintiera orgulloso.
Lilleman era un buen chico. Aún no había tenido tiempo de malearse. Me preguntaba qué clase de persona sería cuando mi padre muriese. Cuando tuviera la posibilidad de hacer lo que quisiera. Lo echaba tanto de menos que me dolía.
Él no había hecho nada.
No había pedido ser hijo de Valdemar.
No entendía por qué no iba nunca a verlo.
La última vez que hablé con Lilleman —y con mi padre— fue el día del cumpleaños de Lilleman, el 17 de septiembre del año pasado. Mi padre volvió a vanagloriarse delante de nosotros de su generosidad. Todos nos sabíamos de memoria la historia de su bondad y de sus éxitos económicos.
—Con estas dos manos. —Solía empezar, levantando las manos.
Después teníamos que escuchar el relato de sus éxitos. Cómo había conseguido amasar su fortuna con aquellas dos manos. Nadie lo había ayudado. Todo lo había hecho él solo. Que todos los demás —y en particular sus hermanos— le tenían envidia y lo miraban mal porque Valdemar había triunfado.
Valdemar siempre hablaba de sí mismo en tercera persona cuando se ensalzaba.
Nosotros teníamos que escuchar.
Exclamar «¡ah!» u «¡oh!» en el momento adecuado.
Mirar sus manos extendidas con ojos llenos de admiración.
Asentir y confirmar su éxito.
Decir que era generoso.
Que no había nadie como él.
Que era el hombre más afortunado de Götene.
Que todos los demás eran tan tontos porque no eran tan buenos como él.
Lamer su ego.
¡Dios mío! ¡Lo harta que estaba de aquella historia! De sus malditas manos. Y en el cumpleaños del año pasado no exclamé «¡oh!» en el momento adecuado. En el coche de camino hasta allí, la mujer de mi hermano mayor y yo habíamos hecho bromas sobre «las dos manos», y luego, cuando las vimos levantadas delante de nosotros, nos miramos y empezamos a reírnos.
Estábamos todos hartos de escuchar a aquel loco.
Deberíamos haberlo imaginado.
Lógicamente se enfadó lo indecible.
Nos habíamos reído de él, dijo.
Insultado.
Humillado.
Mi novio, que asistía por primera vez a un cumpleaños —yo lo había mantenido alejado antes a propósito—, miraba aterrorizado a mi padre mientras su rostro se desencajaba lentamente. Escuchó los horribles improperios que de pronto y de forma tan natural salieron de la boca de mi padre tras el helador silencio inicial.
Nos llamó «hijos repugnantes».
Mocosos de mierda desagradecidos. Malditos asnos. Cerdos asquerosos.
Que no teníamos vergüenza.
Que nos iba a desheredar.
Que hijos como nosotros no deberían existir.
Mi novio se asustó de lo que vio y de lo que oyó. No nos creyó a mí ni a mi hermano ni a mi cuñada cuando más tarde, esa misma noche, intentamos tranquilizarle y le dijimos que ese estallido había sido uno de los más suaves. Mi padre nos había echado de su casa antes de que la locura estallara de verdad.
Estuvimos hablando toda la noche en casa de mi hermano mayor. Respondiendo a las preguntas del recién llegado, que quería saber con qué frecuencia ocurría aquello.
Intentamos describirle el siguiente paso del arrebato, que consistía en permanecer sentados y ver cómo tensaba sus ciento ochenta y cuatro centímetros de altura. Ver cómo ponía la espalda recta como una regla, y hundía la cabeza entre sus anchos hombros. Sabíamos que estábamos perdidos cuando mi padre empezaba a morderse los nudillos o a mordisquearse los labios, cuando su lengua daba vueltas por la parte interior del labio inferior, antes de que abriera la boca y soltara otra peste. Amenazas. Violencia.
Mi novio no lo entendió. Quería saber lo que pasaba después. Pasado el arrebato.
Le contestó mi hermano:
—Dejamos pasar un tiempo. Un par de semanas. Después lo llamamos y le preguntamos qué tal está, y entonces es como si nunca hubiera ocurrido nada.
—¿Vosotros? ¿Y por qué sois vosotros los que os ponéis en contacto? —preguntó mi novio, sorprendido.
Mi hermano y yo nos miramos. Y nos dimos cuenta de que no teníamos ninguna respuesta sensata a esa pregunta. Por primera vez nos mirábamos a los ojos y nos preguntábamos: «¿Por qué le permitimos que haga eso?»
Aquella noche hicimos un pacto. Nos prometimos solemnemente no volver a llamarle.
Un mes más tarde, nuestra segunda madrastra se presentó en casa de mi hermano en pleno día, cuando sabía que sólo estaba en casa su mujer. Le dijo de parte de mi padre que éramos «un hatajo de cerdos asquerosos que no nos merecíamos un padre como él».
—Vuestro padre, Valdemar —dijo en un tono formal y altisonante—, rompe desde este momento todo contacto con vosotros durante un periodo de seis meses a tres años.
Yo al principio lloré de risa al teléfono mientras mi cuñada imitaba la voz de la mujer de mi padre, pero ahora, casi medio año después, la risa ya se me había atragantado. En castigo por no habernos puesto en contacto con él y por no haberle pedido perdón, no nos permitía hablar ni ver al pequeño de la familia. Ni siquiera nos dejaba enviarle regalos.
Yo tenía ahora un helicóptero teledirigido envuelto en papel de regalo en el armario: el regalo de Navidad de Lilleman del año pasado. Mi hermano mayor y yo lo habíamos comprado juntos y se lo enviamos por correo. Mi padre no fue a recoger el paquete. Cada vez que veía el regalo envuelto en el armario yo empezaba automáticamente a tararear la canción de Elvis Presley Return to Sender.
Valdemar era un gran admirador de Elvis.
Me pregunté si mi padre habría tarareado la misma canción cuando devolvió el paquete al remitente y con ello impidió que un niño recibiera el regalo de Navidad de sus hermanos mayores.
Yo solía pensar en mis hermanos como garantes. O como rehenes.
Para mi padre tener más hijos era una manera de atarnos a los mayores a él durante un par de años más.
Quería creer que, de no haber sido porque quería a mis hermanos pequeños y estaba constantemente angustiada por ellos, habría roto totalmente el contacto con él como mínimo diez años antes. La preocupación por los hermanos pequeños hacía que los mayores nos quedáramos, que aguantáramos.
Pero ahora eso había terminado. Yo no iba a aguantar más. Y mis hermanos tampoco tendrían que hacerlo. Aunque no lo sabían.
Doblé el papel, tiré de la cadena y volví al mundo exterior. Tenía una tarea que hacer.