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Oyó un clic y supo automáticamente que había un fotógrafo de la prensa arriba, en el coro de la iglesia.
Anna Eiler pensó subir ella misma y echarlos, pero había visto el coche de Julia en el aparcamiento y no quería encontrarse con ella ni con ninguno de sus colegas. Ese día, no.
Estaba en la parte de atrás de la iglesia, cerró los ojos y se recostó contra la rugosa y fría piedra caliza traída directamente de Västgötaberget para construir la iglesia de Våmb. Que subiera Patrik si quería que dejaran de hacer ruido. Para eso era el encargado de aquella maldita e interminable investigación. No ella.
La iglesia de Våmb sólo tenía espacio para cincuenta personas pero, incluso así, sólo estaba a la mitad, y los chasquidos de las cámaras interrumpían el silencio. Cuando empezaron a doblar las campanas y su sonido sordo acalló el ruido de las cámaras, Anna se sintió aliviada y esperó que el fotógrafo fuera sensato y se comportara durante el resto del entierro.
Vaya día de perros.
Miró el ataúd blanco que había delante, adornado con rosas rojas. Los restos mortales de Elisabeth Hjort habían sido propiedad del Estado durante seis semanas. Ya habían hecho todas las pruebas, aunque los resultados no estaban listos aún, y era hora de que el marido y los dos hijos pudieran enterrar a su mujer y a su madre.
Observó las cabecitas que sobresalían en el primer banco de la iglesia, cada uno a un lado de su padre, bastante más mayor y mejor peinado. Los dos niños tenían la misma cabellera rizada, pero de distinto color. Iban vestidos para la ocasión. Vaqueros negros, camisas blancas y pequeñas corbatas blancas. Habían avanzado por el pasillo central cada uno a un lado de su trajeado padre. Los dos niños apretaban con fuerza su mano. En la otra mano llevaban una rosa roja.
Elias, que iba a la izquierda de su padre y por lo tanto pasó más cerca de ella, miró a Anna a los ojos un breve instante, antes de que su mirada volviera a concentrarse en los dibujos del suelo de piedra que conducían hasta el féretro. Klas Hjort y sus hijos se detuvieron frente al altar. Anna vio que el hombre se agachó para ponerse a la altura de los niños, señaló el ataúd, dijo algo a sus hijos, los abrazó, y luego, con las manos de los niños de nuevo en las suyas, se retiraron y se sentaron delante.
Se preguntó qué pintaban Patrik y ella allí.
Órdenes de Karlkvist.
En las películas americanas siempre había superpolicías fuertemente armados con auriculares en las orejas que hablaban entre ellos a través de pequeños micrófonos e iban analizando a todos los asistentes. Ella dudaba de que existieran esos auriculares en su brigada. Había dejado su arma reglamentaria en la comisaría y estaba casi segura de que Patrik había hecho lo mismo.
Anna miró a su alrededor en la iglesia. Tal vez estaba allí el asesino de Elisabeth. Tal vez no.
El organista empezó a tocar, y segundos después los asistentes y el sacerdote se unieron al coro entonando Espléndida es la tierra. Anna escuchaba la letra con las manos entrelazadas y mirando hacia delante. Se preguntó con qué frecuencia realmente iba uno al paraíso acompañado de canciones como decía el salmo. Sus experiencias de encuentros con la eternidad le decían que en contadas ocasiones esos encuentros eran apacibles. De hecho, no podía recordar que en el ejercicio de su profesión hubiera visto a una sola persona muerta que tuviera el aspecto de haber tenido una muerte apacible. Ni siquiera en los suicidios.
El salmo terminó y ella miró al sacerdote, que a su vez miraba a Erik y a Elias mientras hablaba. Escuchó sus palabras, dirigidas a los niños. Parecía evidente que en el fondo era un buen sacerdote, con las mejores intenciones, pero que de todos modos no podía reprimir totalmente al actor que llevaba dentro. Demasiado alta la voz. Demasiado clara la pronunciación. Demasiadas pausas escénicas. Sencillamente, era demasiado obvio que le agradaba la idea de pronunciar un bello discurso a los niños huérfanos. Anna deseaba que aquel día terminara pronto.
De camino a la comisaría pensó por qué se habría quedado Ulf Karlkvist fuera, sentado en su coche en el aparcamiento de la iglesia, durante la ceremonia, y si debería decirle algo a su colega.