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SÁBADO, 20 DE FEBRERO DE 2010
Miré enfadada a mi novio.
Gilipollas.
Puede que él notara que yo lo estaba mirando. En cualquier caso, apartó la mirada de la ventanilla del avión y me sonrió.
—¿No me digas que no es esto justo lo que necesitamos?
«¡Y una mierda!», pensé, pero respondí con un ligero asentimiento y una sonrisa forzada.
Me despertó a las cuatro de la mañana y me dijo que no había recibido mi último regalo de cumpleaños. Que teníamos un viaje de dos días a Nueva York que empezaría unas horas más tarde. Que estaríamos de vuelta el lunes por la mañana y que sólo llegaría con una hora de retraso a mi trabajo.
Intenté preguntarle si no podíamos posponer el viaje, le pregunté si realmente teníamos que hacer el viaje esos días.
Mi novio se sintió muy ofendido. Bajó la vista a la copia de las reservas que acababa de agitar y empezó a hablar de que eran billetes que no se podían cambiar de fecha ni anular. Dijo que no me quería obligar a nada, pero que a él le parecía que yo lo necesitaba.
Que los dos lo necesitábamos.
Que le parecía que yo había estado muy triste y ausente últimamente, y que él quería que hiciéramos juntos algo romántico.
La mala conciencia me pudo y dediqué las últimas horas a convencerle lo mejor que pude de que era una idea estupenda dejar todo a un lado y pasar cuarenta y ocho horas en Manhattan nosotros solos.
Miré mi bolso de mano. El cuaderno de las magdalenas estaba en la parte superior. Lo sopesé una y otra vez, pero sentí que tenía que llevarlo conmigo. Merecía la pena correr el riesgo. Mi novio no curioseaba en mi equipaje de mano y confiaba en que el personal de aduanas norteamericano no supiera sueco. Con el poco tiempo del que disponía cada minuto era oro. No podía perder dos días en Nueva York sin el cuaderno de las magdalenas.
Volví a mirar a mi novio.
Mierda.
Mierda.
Mierda.