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No le dio la menor posibilidad de discutir.

—Soy Ing-Marie. Cállate, Karlkvist, y escucha. Julia y yo vamos a entrar ahora en una sala y yo voy a tener el teléfono conectado en la mano. Harías bien en no colgar, escuchar la conversación y grabarla. ¿Entendido?

Ing-Marie bajó el teléfono y sonrió a Julia.

—¿Vamos? —dijo Ing-Marie, levantó la mano y llamó a la puerta, que un segundo después se entreabrió.

—Estoy ocupado con una paciente —dijo Göran Hjonåker haciendo amago de cerrar la puerta.

Julia introdujo el pie en el hueco.

—Entonces lo mejor será que dejemos salir de aquí a esa persona con la cabeza intacta —intervino Julia.

El psicólogo se quedó paralizado. Miraba una y otra vez a las dos mujeres que tenía delante.

—No sé de qué me están hablando.

Entre todas las personas del mundo… Julia quería llorar. Había deseado que no fuera precisamente Göran Hjonåker. Le habría gustado empezar a ir a su consulta. Hablar con él. Recibir ayuda.

—Göran, esto se ha acabado. Pero podemos hacerlo de una manera civilizada. Deje que salga la persona que está ahí dentro y luego déjenos entrar a nosotras.

El hombre que acababa de mostrarse tan convincente y con tanto aplomo, se derrumbó. A Julia le pareció ver cómo se desinflaba. Asintió despacio y abrió la puerta.

—Inger, ha surgido un asunto urgente y lamentablemente tenemos que terminar ahora. No le cobraré esta visita. Nos vemos la próxima semana a la misma hora —le dijo tranquilamente a la mujer, que se levantó del sillón con ojos inquisitivos y abandonó la consulta.

El elegante motivo de rosas que parecían bailar sobre la madera era tan bello como lo recordaba. Julia se avergonzaba de lo cómodo que le había parecido el sillón que destrozó la cabeza de Elisabeth Hjort.

—Siéntese.

Göran Hjonåker obedeció la orden de Ing-Marie. Se derrumbó en el sillón.

—¿Fue cuando comenté lo de la limpieza? —preguntó.

Ing-Marie y Julia se miraron y luego miraron al psicólogo.

—Cuando estuvieron aquí la última vez me fui de la lengua. Dije que, en casa de Elisabeth, la habitación de los niños estaba bien recogida. La policía nunca había publicado eso. Pero ninguna de ustedes reaccionó, no sabía si pensaban que alguna de las dos me había informado de ese detalle… Desde entonces seguramente he estado esperando que aparecieran, ustedes o la policía.

Ing-Marie se aclaró la garganta.

—En parte —contestó.

—Será mejor que nos lo cuente desde el principio. Como sabrá mejor que nadie es bueno desahogarse.

Él tragó saliva.

—Ella pegaba a Elias.

Göran Hjonåker se volvió hacia Julia.

—¿Recuerda lo que me preguntó la primera vez que estuvo aquí? Que si tenía hijos.

Julia asintió.

—Recuerdo también que me dijo que no todo el mundo debería tener hijos.

Göran Hjonåker asintió y se echó hacia atrás en el sillón. Les contó que su mujer y él habían intentado durante casi quince años tener un hijo. Que al final tuvieron que renunciar a la idea de tener un hijo biológico y se apuntaron en la lista para adoptar. Pero, según les contó, tras dos años de preguntas y reconocimientos médicos, la pareja quedó finalmente fuera de la lista de adopción en noviembre de 2009, al descubrirse que su mujer había sufrido un ataque de epilepsia cuando era adolescente.

—Muchos países no querían aceptar nuestra solicitud porque éramos, mejor dicho, yo, era muy mayor. Al final sólo nos quedaba Guatemala y creímos de verdad que allí había una posibilidad. Que nuestro hijo estaba allí. Pero en un reconocimiento mi mujer mencionó de pasada ese ataque que sufrió hace más de veinte años. Un único ataque de epilepsia. Y ahí se acabó todo. Creí que podía soportar mi tristeza. Pero el 2 de noviembre, cuando llegó la resolución definitiva, mi mujer me llamó llorando histérica al teléfono…, y cinco minutos después salí a la sala de espera y me encontré con Elisabeth Hjort, que venía a la terapia.

Miró por la ventana.

—Una mujer odiosa, realmente. Estuvo viniendo todas las semanas durante casi un año y hablaba con tal aversión de sus hijos… Todo era culpa de ellos. Erik y Elias eran los culpables de que su marido le fuera infiel. Erik y Elias tenían la culpa de que ella no tuviera fuerzas para ocuparse de sí misma, ni de su casa ni de su trabajo. Su personalidad me afectaba terriblemente, pero lo soportaba porque era mi trabajo y porque, en el fondo, creía que podía ayudarla.

Se calló. Tragó.

—Pero… Aquel día, tan sólo unos minutos después de que mi esposa me hubiese contado destrozada que nuestra solicitud había sido denegada definitivamente, Elisabeth se sentó en este sillón y me describió cómo se había abalanzado sobre Elias y lo había abofeteado durante el fin de semana.

»Esperé a que continuara. A que llegara el arrepentimiento. Que empezara a llorar y reconociera la pésima clase de madre que era. Pero no dijo nada. No sentía pena. Le parecía que él se lo merecía. Me dijo que sintió placer cuando su mano abofeteó la mejilla del niño y que continuó hasta que su marido llegó a casa y la detuvo. De eso sí que se avergonzaba. De que la cogieran in fraganti. No del hecho en sí.

Señaló el cuaderno de anotaciones que tenía delante. Ellas reconocieron la letra de la carta de despedida de Elisabeth Hjort.

—No sé lo que se me pasó por la cabeza. Le pedí que escribiera una lista de las cosas que quería cambiar, con la esperanza de que reconociera su propia culpa en todo ello…, pero entonces otra vez todo era culpa de los niños.

Meneó la cabeza.

—Y al final me superó. Se me nubló la vista. Fue como si me desdoblara, no fui yo quien lo hizo. Todo cuanto pude pensar fue que tenía que hacerla callar. Inmediatamente. Por eso cuando leyó, en mitad de una frase, lo pesados que eran los niños, me levanté, me coloqué detrás de ella, respiré profundamente y le sujeté bien la cabeza al mismo tiempo que la golpeaba hacia atrás, contra el respaldo del sillón. Con fuerza.

Se le quebró la voz. Göran Hjonåker empezó a llorar.

—E…, e… Ella se desplomó sin más en el sillón. Con los ojos fijos, la boca abierta. No sangró. Estaba muerta.

Se abrió la puerta y Ulf Karlkvist entró de golpe, con el móvil aún pegado a la oreja. Anna y Patrik venían detrás de él, pistola en mano. Göran Hjonåker miró a los agentes y extendió los brazos con gesto de resignación.

—Nunca había pegado a una persona en toda mi vida. Ella no tuvo tiempo de darse cuenta de lo que pasó. No quise que muriera…, pero me sentí incapaz de soportar una palabra más.

—Y yo no quiero oír ni una palabra más suya —dijo Ulf Karlkvist.

El comisario se acercó al psicólogo y le puso las esposas.

—Göran Hjonåker, queda detenido por el asesinato de Elisabeth Hjort.

Ulf Karlkvist no se dignó a mirar siquiera a Ing-Marie ni a Julia cuando sacó bruscamente al psicólogo de la consulta.

—¡Göran!

El psicólogo, que se estaba dejando conducir dócilmente, se detuvo. Volvió la cabeza hacia atrás y miró a Julia, que era quien lo había llamado. Ella señaló su estantería.

—Hay una cosa que necesito saber. La locomotora. ¿Es la locomotora de Elias?

Una ligera sonrisa respondió la pregunta.

—La tenía en la mano durante la última visita. Me habló de lo insoportable que era el niño, porque la había roto y que ella al final se había cansado de que él preguntara todo el tiempo que cuándo la iban a arreglar. Fue entonces cuando se lio a bofetadas con Elias para que dejara de darle la lata con la locomotora.

Él bajó la mirada.

—Tardé cinco minutos en arreglarla. Cinco minutos. No estaba dispuesta a dedicar a su hijo ni cinco minutos.

Julia lo miró.

—Algunas personas no deberían ser padres —afirmó.

Cuando Ulf Karlkvist y Göran Hjonåker empezaron a caminar hacia la puerta, Anna los siguió. Patrik fue el único que se quedó y les tendió la mano.

—Buen trabajo.

Ruborizadas y orgullosas, Ing-Marie y Julia se la estrecharon, antes de ver cómo la espalda de Patrik Morrelli seguía también a los demás.

—Espero que Flash llegue a tiempo.

—De eso no tenemos por qué preocuparnos en absoluto —aseguró Julia, rodeando a Ing-Marie con el brazo antes de imitar a Flash:

—La foto del año, tía. Voy a ganar el Gran Premio de la Prensa.