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Había llegado el momento. El momento de dejar de fantasear con su muerte y, en vez de eso, empezar a planearla.

Tragué saliva, apenas sabía por dónde empezar. Abrí una nueva ventana en la pantalla y entré en Google, donde escribí las palabras «asesino profesional». Me temblaba el dedo índice al pinchar la tecla de búsqueda.

Dieciocho mil trescientos resultados.

Los examiné, pero era un auténtico embrollo. Una aclaración de la etimología de las palabras, una crítica de la película The Jackal y un artículo del periódico Expressen donde se contaba que hacía tiempo el excampeón del mundo de boxeo, Mike Tyson, había contratado, loco de celos, los servicios de un asesino profesional para matar a Brad Pitt.

Suspiré.

¿Qué esperaba? ¿Que apareciese un enlace al asesinato perfecto? Quizá, si he de ser sincera.

Entré en el foro Flashback y encontré varias intervenciones que afirmaban que recurrir a alguien para que liquidara a otra persona por encargo costaba cerca de cien mil coronas. Al menos, en Malmö. Pensé cuál sería la tarifa en Skövde y si debería poner un anuncio en el foro pidiendo ayuda. Sacudí la cabeza, cerré la página, borré el historial del ordenador y sentí que la frustración se extendía por mi cuerpo como un virus maligno. Buscar ayuda en internet. Qué idea más estúpida.

Tan tonta no era. Y yo no me fiaba de nadie. ¿Cómo iba a confiar entonces a un extraño el trabajo más importante al que me he enfrentado en mi vida?

Eso era algo que debía resolver yo sola.

Pero no en ese momento.

Las horas fueron discurriendo lentamente durante el resto del día. Cuando llegué a casa aflojé las riendas y volví a pensar en ello. En él.

Fui directa a la cafetera y preparé tres tazas. Me quedé junto a esta hasta que salió el café suficiente para llenar mi taza negra preferida y luego me dirigí al sofá blanco que me estaba esperando. Me acurruqué en mi rincón favorito y alargué la mano hasta la bombilla del árbol de Navidad que tenía más a mano. La enrosqué hasta que se encendieron todas las luces del árbol, contemplé el abeto resplandeciente y sentí que la calma se extendía por mi cuerpo. Cerré los ojos y dejé que me inundara esa sensación. Iba a necesitar mucha calma.

Permanecí quieta unos minutos con los ojos cerrados antes de estirarme para coger mi bolso negro de piel. Saqué de él mi nuevo cuaderno de notas.

Era un cuaderno tamaño cuartilla, pautado. La cubierta, de plástico duro, estaba llena de magdalenas americanas en diversas presentaciones. Pasé el dedo por ellas y las conté. Siete líneas de cinco. Treinta y cinco magdalenas. O cupcakes, como tan internacionalmente las llamaban en la cubierta.

Parecían apetitosas. Una magdalena de chocolate estaba cubierta de bolitas de plata. Otra cubierta con azúcar glaseado estaba decorada con una bolita de azúcar de color rosa. Y una magdalena de color azul celeste aparecía cubierta con fideos de todos los colores.

Me gustaba el cuaderno. Entré en la librería Akademi después del trabajo y lo compré por cincuenta y nueve coronas. Quizá fuera algo tonto, pero no quería usar un cuaderno normal.

Quería algo bonito.

Algo que me pusiera de buen humor.

Quería que fuese un cuaderno de anotaciones alegre, a pesar de su contenido.

Abrí la primera página. Escribí: «Papá», y lo subrayé.

El primer punto era fácil. Lo había decidido el día anterior a las 15:51.

1. Matar a papá.

¿Y luego?

No se me ocurría nada.

Encendí el ordenador, escribí la palabra «muerte» en el campo de búsqueda y entré en el primer enlace que aparecía: una página web de medicina interna. Leí:

Definición: La ley sueca define desde 1987 el concepto de MUERTE como el estado en el que la actividad del cerebro cesa totalmente de forma irreversible. La muerte cerebral es la muerte de la persona. La comprobación de la muerte cerebral se verifica principalmente por vía indirecta, mediante la constatación del cese de la respiración y de los latidos del corazón.

Constatación de la muerte:

Ausencia de pulso palpable en la A. carótida, A. radial, A. inguinal.

Ausencia de latidos en la exploración.

Ausencia de respiración en la auscultación.

Ausencia de movimientos torácicos.

Cese de reflejos pupilares.

Córnea pálida, sin brillo, gris.

Más claro que el agua. O no. Apagué el ordenador. Jugueteé con un mechón de pelo entre los dedos mientras mordisqueaba el lápiz. Reflexioné un momento antes de pasar al segundo punto.

2. Asesinar sin que te descubran.

Miré el cuaderno y tragué saliva. Sentí que cada vez me costaba más controlar la respiración. Me parecía que oía mi corazón.

No eran unos latidos rápidos.

Era un tren expreso.

Un coche de Fórmula 1.

Era mi corazón traspasando la barrera del sonido.

«Venga. Puedes hacerlo», dije en voz alta.

Cerré los ojos. Esperé hasta que mi respiración se hubo recuperado de su maratón de sentimientos y seguí escribiendo.

3. Evitar que alguien acabe en la cárcel por mi culpa.

4. Conseguir que sufra.

Me sentía sucia.

Miré lo que acababa de escribir y entonces comprendí cuánto odio debía haber dentro de mí, un odio que yo nunca había dejado aflorar.

Y por primera vez en mi vida dejé que saliera.

Lloré desconsoladamente mientras los pensamientos iban y venían a su antojo a través del tiempo. Hasta habitaciones en las que yo no quería entrar, lugares que no quería visitar. Hasta que me dormí, acurrucada en posición fetal en el sofá blanco, con las mejillas surcadas por las lágrimas resecas, el lápiz agarrado convulsivamente en la mano, el cuaderno a mi lado y la cabeza llena de imágenes de mi padre, destrozado.