50
MUCHOS AÑOS ANTES
Ella nunca sabe con total certeza de qué humor estará él. Cuando llega allí los viernes por la tarde, las semanas que le toca con él, suele haber una nota encima de la mesa de la cocina esperándola.
Dirigida a «Mis queridos niños», «Mocosos» o «Sinvergüenzas». Según el humor del día. Cuando la nota es muy desagradable, ella suele esconderla en el cubo de la basura, abajo del todo. Si la empuja hasta el fondo del cubo es casi como si no existiera.
La nota es un aviso de cómo va a ser el fin de semana. Pero la verdad es que uno nunca puede estar seguro.
A veces la nota es muy alegre. Los ha echado de menos. «Mis queridos hijos», pone. No «malditos niños». «Queridos hijos». Y al lado de la nota hay una bolsa de patatas fritas. Sus preferidas. Con eneldo.
Entonces ella se relaja. Será un buen fin de semana. Cuando oye que el coche gira para entrar en el garaje corre para saludarlo.
Es su querida hija.
Su Linja.
La mirada de su padre le hace pararse en seco. Sus ojos grises parecen casi negros de furia y les dice a ella y a su hermano mayor que se suban al coche.
Salen de Götene, y Valdemar empieza a hablar de que él ya no puede más. De lo harto que está de sus propios hijos. De que lo traicione su carne y su sangre.
—Esto se acabó. He conseguido pastillas. Las tengo en el botiquín del lavadero. Unas de esas y se acabó. Por fin.
Parece relajado.
—Qué alivio ahora que por fin la decisión ya está tomada —dice—, qué alivio abandonar esta vida.
Valdemar les ordena que preparen sus discursos de despedida y conduce hacia Mariestad. Cuando aparca delante del piso de su hermana les pregunta qué le van a decir cuando entren en su casa, porque ya no volverán a ver a su tía nunca más. Porque ellos han decidido dejarlo de lado, a él. Porque no lo quieren como padre. Porque prefieren estar con Bodil la Puta y Bengt el Maricón. Porque lo odian. Porque ellos quieren que él muera.
Ahora, van a conseguir lo que quieren. Finalmente.
—Ahora ya podéis estar contentos —dice, mirando por el espejo retrovisor.
Su hermano se hace el dormido. Ella escucha sus falsos ronquidos lamentando que no se le haya ocurrido a ella antes. Intenta convencer a su padre de que está equivocado.
Ella quiere volver a ver a su tía.
Le gusta su tía.
Su tía es muy buena.
Permanecen sentados en el coche mucho tiempo. Su padre no deja de hablar. Ella intenta seguir lo que dice, intenta comprender, pero es imposible. Él no tiene fuerzas para seguir viviendo. Todo lo que quiere es terminar de una vez con las continuas traiciones de sus malditos hijos, eso dice.
Ella se avergüenza de haberlo traicionado hasta tal punto que él quiera morir, y, para no empezar a llorar, fija desesperada la mirada en el edificio de la calle Haggårds de Mariestad. Se imagina que camina hacia el edificio de cinco plantas, de ladrillo amarillo, y se imagina que presiona el botón para llamar al ascensor. Que sube hasta el tercer piso en el ascensor pintado de verde y que llama a casa de sus tíos. Ve cuánto se alegran de la visita. Su tía saca las bonitas tazas azules en las que siempre les sirve su delicioso zumo de fresa, de sabor fuerte y de color rojo claro. Ella preferiría estar allí ahora. En vez de estar sentada en la furgoneta roja de su padre escuchando que su madre es una puta.
Advierte que él ahora la ha vuelto a tomar con Bengt.
Ella se pregunta cómo es posible que su padre sepa tantas cosas de Bengt. Ella suele mirar a veces a su padrastro tratando de ver esos signos repugnantes de que es homosexual de los que su padre habla tan a menudo. Pero nunca los ve. A ella le parece que Bengt es bueno, y se avergüenza de no ser capaz de verlo como lo hace su padre. Pero, claro, ella no es más que una mocosa de mierda que debería morir también.
Permanecen sentados en el coche, fuera de la casa de su tía, casi una hora. Su hermano continúa pacientemente simulando ronquidos en el asiento de atrás. Los tres saben que los ronquidos son falsos, pero a su padre no le importa.
Él tiene la atención de ella.
Su miedo en sus manos.
Eso le basta, de momento.
—Ajá —dice finalmente. Pone la mano en la llave del coche y la gira. Ella respira al fin, aliviada cuando empiezan a salir del aparcamiento de la calle Haggårdsvägen.
Parece que no irán a despedirse de su tía.
Volverán a casa.
Cuando aparcan en la calle Göt ella sale corriendo del coche, deprisa, antes de que su padre la detenga. Entra corriendo en el lavadero y abre el botiquín. Quiere coger las pastillas y tirarlas por el váter.
Su padre no se va a suicidar sólo porque ella lo haya traicionado. Ella nunca ha querido traicionarle. Haya hecho lo que haya hecho nunca ha sido con intención de traicionarlo.
Pero en el botiquín no hay pastillas para quitarse la vida. Sólo hay paracetamol. Se pregunta dónde las habrá guardado su padre.
Ese día aprende a no volver a fiarse nunca de lo que diga la nota de la mesa, diga lo que diga. A partir de entonces, los viernes —cada quince días—, en vez de fiarse de la nota, se va a la cama a las seis menos cuarto y finge dormir después de comprobar en el botiquín que allí dentro no hay pastillas para matarse. De esa manera los fines de semana con su padre se vuelven un día más cortos.
Un día menos de angustia.
Un día menos de dolor de estómago.
Un día menos de estar alerta.