XI

Quizá convendría quitarle la ropa, ¿no crees?

Joder. Peter cerró los ojos con fuerza y habló a doble velocidad de la habitual.

Llamaré a una doncella para que lo preparen para cuando llegue el doctor. Y en cuanto...

Silenció lo que iba a decir al sentir la mirada de Norris sobre sus huesos, una mirada entre extrañada y comprensiva. Por todos los infiernos, ¿y si descubría lo que pasaba por su mente? No volvería a dirigirle la palabra y lo repudiaría. No podía...

Ese dulce hombre era lo más parecido al padre que jamás tuvo y la mera posibilidad de ver reflejado cualquier tipo de rechazo en esos ojos tan parecidos a los del hombre ajeno a lo que ocurría a su alrededor, lo destrozaría. Simplemente lo hundiría.

Su cuerpo no respondía. Su cerebro era incapaz de dar la maldita orden a sus piernas como si esos ojos clavados en él hicieran de barrera a los impulsos que debían enviar el mandato.

Quizá el anciano leyó el terror en sus oscuros ojos, quizá lo olió en el paralizado cuerpo o quizá lo percibió en sus propios huesos, pero lo que hizo a continuación no lo esperaba. Lentamente se aproximó a la altísima figura que permanecía clavada a los pies del lecho, rodeándolo y tras llegar a su lado, simplemente izó una de sus arrugadas manos y la colocó en la mejilla cubierta aun por la postiza barba.

Está bien, hijo, todo está bien.

El horrible nudo en la garganta no le permitía emitir ni un jodido sonido, su mente hablaba, gritaba a tal velocidad, pero sus torpes labios ni se movían. Emoción. Sintió pura y llana gratitud hacía ese increíble hombre que no juzgaba y se preguntó cuánto tiempo llevaba imaginando o sospechando lo que pasaba por su compleja mente. Quizá desde antes de que él mismo se diera cuenta de lo que sentía.

Todo está bien.

Solo se le ocurrió hacer una cosa mientras esa anciana mano permanecía contra su rostro. La cubrió con la suya y le dio un suave apretón. El padre del hombre que seguía como un leño, despatarrado en el lecho, sonrió.

Vamos, hijo. Ayúdame.

Mentalmente rogó por no perder las formas. Bastante tenía con que casi todo el mundo estuviera al tanto de sus jodidos sentimientos. Suspiró y se acercó al inerme cuerpo que seguía desplomado boca arriba vestido con el pantalón, su propia chaqueta y poco más.

Se le ocurrió de repente. ¡Joder! ¿Y si no llevaba calzones bajo los pantalones? Desvió la mirada hacia Norris, quien había comenzado a canturrear. Dios, de tal palo tal astilla.

No podría. Sencillamente no podría desabrocharle el pantalón, no sabiendo lo que esperaba debajo, bueno, sí, sabiendo qué diablos esperaba, pero no estaba preparado para averiguarlo delante del padre del tontolaba. Dios, la situación se salía de lo normal, como todo lo relacionado con el grogui alelado que tenía frente a sí roncando suavemente.

Bien, ya sabía qué hacer. Huir. Escapar como una gallina, lo cual no era..., salvo en este único caso. Le dio tiempo a dar un ínfimo pasito.

Hijo, ayúdame, que no puedo solo, que este hijo mío es todo un peso pesado cuando duerme.

Al carajo el plan de huida, demonios. Las manos comenzaron a sudarle sin parar.

Incorpórale para desprenderle la chaqueta.

Renqueando rodeó la cama hasta alcanzar el lado contrario al que estaba tumbado Rob, y sopesó la mejor manera de elevarlo. Estaba demasiado lejos, así que se quitó sus propios zapatos a empujones y se subió al lecho quedando de rodillas junto a la figura dormida. Se inclinó y deslizó la mano derecha por debajo de la nuca y la otra se afianzó en las solapas de la chaqueta, tirando a continuación.

Del impulso, la mitad superior del cuerpo chocó contra su mitad superior, la relajada cara contra su hombro izquierdo. De nuevo sentía el aliento contra su cuello y le fue imposible no asociarlo con el fiasco horroroso y apurado de la cueva. Su miembro comenzó a hincharse, fuera de control.

¡Diablos! Ahora no. ¡Ahora no!

Apretó los muslos y comenzó a pensar en agua fría, muy fría. Miró de soslayo la rubia cabeza, fría y muy helada agua.

¡Dios santo!

La exclamación de Norris obró lo que no había conseguido el agua helada.

Maldita sea, no le había avisado.

Le dieron latigazos. No demasiados, pero al menos media docena y un par abrieron la piel. Pararon, por lo que imagino que lo hicieron para amedrentarle. Lo siento, Norris, debí prevenirte.

No hijo, no es culpa tuya.

Sintió la necesidad de decirlo, de sacarlo de su interior.

Los maté, a todos.

Esos ojos que le miraban se abrieron perceptiblemente e inclinó la cabeza hacia un lado.

Lo siento mucho, hijo.

Yo no. Le hubieran entregado sin dudar a ese animal, así que no lo siento.

El anciano asintió sin saber qué decir o quizá porque nada había para rebatir.

Tendremos que darle la vuelta para que el doctor le limpie las heridas dudó un momento ¿Le golpearon más?

En la cara algo y le abrieron el labio.

¿En la cabeza?

Eso le preocupaba y era comprensible. Las heridas en la cabeza siempre eran imprevisibles y peligrosas.

No creo. En el torso y en el costado. No pudo defenderse demasiado en el estado en que le dejó la droga.

Una furia helada comenzó de nuevo a asentarse en su pecho, mientras con las yemas de la mano que no afianzaban la nuca recorría suavemente los moratones que comenzaban a aparecer.

La puerta se abrió y entró Doyle, quien rápidamente se acercó al lecho.

¿Qué tal está?

Sigue dormido.

Ya han mandado aviso a Brewer, por lo que no tardará en llegar. Lo enviarán de inmediato arriba.

Bien, cuanto antes lo atienda, mejor puntualizó Norris mientras deslizaba una detallada mirada por el amodorrado cuerpo de su hijo. Quedaos aquí y terminad de acomodarle mientras yo bajo en busca de agua, alcohol y vendajes.

¿Acomodarle? Dios, esa aguda voz no parecía la suya, recibiendo una curiosa mirada de su hermano.

Sí. Volvedle para que quede boca abajo, preparadlo para cuando llegue el doctor y quitadle los pantalones. No es complicado, por Dios, Peter.

Será para vosotros.

Se escuchó la puerta al cerrarse quedando en la caldeada habitación Doyle, el culpable de todos sus apuros, y él. Su hermano apenas le dio tiempo para recomponerse.

Venga, hagamos lo que ha ordenado el viejo.

Dejó que delicadamente cayera de nuevo sobre su espalda, ya desnudo de cintura para arriba y tras levantarse de la cama la rodeó hasta situarse de nuevo junto al lado derecho. Con un suave movimiento indicó a su hermano que lo sujetara de las piernas mientras el agarraba la mitad superior para darle la vuelta.

¡Espera, Peter!, hay que desabrocharle el pantalón para bajárselo una vez le demos la vuelta. Puede que los latigazos le lastimaran el trasero.

¡Me cago en la...! Lo que faltaba. Volvió la mirada hacia su hermano mayor que agarraba las piernas de su amigo y parecía estar a la espera de que él le desatara el pantalón.

Esto era una morbosa pesadilla en toda regla.

Venga, hermano. El médico no tardará en llegar.

Tragó saliva mientras la negra mirada quedaba claveteada en la cinturilla y la bragueta del oscuro pantalón. Saldría de dudas en cualquier momento, sobre los calzones.

Tenía las manos heladas, no, congeladas por los nervios, y le temblaban como hojillas mecidas al viento. Por nada del mundo iba a mirar hacia el hombre que tenía de pie junto a él. Dudó un momento. No, Doyle no le haría algo semejante a propósito, así que intentó relajarse cerrando y abriendo las manos un par de veces, veloz, para ver si la sangre circulaba por ellas de una puñetera vez.

Nada, el temblor persistía, el condenado.

Acercó las manos a la cintura e introdujo un par de dedos bajo la misma para separar la tela del cuerpo, de ese caliente y bien formado cuerpo. El sudor comenzaba a aparecer en su frente. Se medio enfurruñó, él tampoco solía sudar con tanta facilidad. Todo era culpa del rubio hombre que había colocado patas arriba su vida.

Con la máxima velocidad que le permitieron sus torpes dedos soltó los botones, sin poder evitar algún roce con el bulto que ocultaba el prieto pantalón, pero al fin logró deshacer la bragueta. Aspiró con inmenso alivio. Llevaba calzones, el muy puritano...

Por un mínimo, brevísimo momento, lo lamentó; hasta que recuperó la razón en cuanto se dio cuenta de las imágenes que se estaba formando en su calenturienta cabeza. Dioses, sentía sus propios pantalones tensos de nuevo, pero gracias al cielo, el chaquetón ocultaba cualquier reacción de su amotinado cuerpo.

Retiró las manos de la bragueta, como si se las hubieran escaldado con líquido hirviendo, hasta posarlas una en la firme cadera y la otra en el costado, y, entre los dos hombres empujaron al unísono hasta girarle, dejando a plena vista las huellas de los golpes, cruzando esa amplia espalda desde el hombro hasta abajo, alguno oculto por el pantalón.

Tenía razón Norris, tendrían que quitarle el jodido pantalón. Y él no tenía la más mínima intención de hacerlo, no en compañía. A solas nadie le pararía pero con espectadores ni por un millón de libras. No después de lo que había sufrido estando cautivo, a expensas de otros, sirviendo de espectáculo, siendo tocado, manoseado ante terceros. No.

Quizá su hermano le leyera el pensamiento o quizá, sabiendo lo que sentía, se puso en su lugar, ya que con un gentil empujón, le apartó del lado de Rob y se sentó de costadillo junto a la tendida y desmadejada figura, aferrando con ambas manos la cintura del pantalón. Tiró y la tela resbaló arrastrando consigo los claros calzones dejando poco a poco al descubierto la escondida carne, primero la parte baja de la espalda y después lentamente, con suaves tirones, ese trasero.

Le resultó un placer y un suplicio el no poder apartar la mirada de esos firmes y redondos glúteos, llenos y pálidos al tiempo, e intentaba valerse de toda su fuerza de voluntad para intentar separar su vista de ese precioso trasero. No pudo. Se quedó mirando obnubilado hasta que el carraspeo de su hermano mayor lo sacó del trance. Ni siquiera la repetición del carraspeo consiguió que desviara la condenada mirada. ¿Qué diablos le estaba pasando? Había vistos suficientes traseros desnudos como para que uno más no lo atontara, ni excitara, ¡joder!

Necesitaba escapar. Se ahogaba.

Se dirigió a la puerta, disparado, justo cuando se abría y entraban en el cuarto Norris y el doctor Brewer, a medio vestir, seguramente por haber sido sacado de improviso del seguro mundo de los dulces sueños. No como los suyos y menos los que tendría a raíz de quedar grabada en su mente la imagen que acababa de devorar con los ojos.

No debió haber mirado. Con ello lo único que había logrado era que lo complicado se tornara insoportable.

Se apartó del camino de los hombres mientras lanzaba un ronco “voy abajo, somos multitud aquí arriba”, que recibió, en respuesta silenciosa, una sorprendida mirada por parte de Norris. La ignoró.

Si se quedaba sería incapaz de controlarse.

Amor entre acertijos
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