XVII
¿Y si estaba sufriendo? No iba a poder esperar más, no iba a poder. Tres horas habían pasado y le habían parecido tres malditos días. Le iba a dar un ataque en cualquier momento y aun no tenían noticias de Rob. Nada, como si la tierra se lo hubiera tragado.
Había aguantado dos horas en la sala, pero después lo habían subido casi en volandas al cuarto, al darse cuenta que instintivamente se iba acercando a la maldita puerta. Y la idea había sido peor, infinitamente peor. En su habitación todo le recordaba a ella, su olor, su sabor, sus miradas, su precioso cuerpecillo, su ternura. Dios, estaba perdiendo la razón.
El nudo en la garganta seguía ahí y el pecho le iba a reventar de la furia, de la decepción contra sí mismo. Era su obligación cuidar de ella, ¡joder! y lo hacía fatal. Desde que se casaron, en dos ocasiones la había perdido. Una tercera no lo soportaría y el mero hecho de pensar que podría no volver a verla, no volver a...
Se le estaba yendo la cabeza y lo estaba notando. Dirigió la mirada a Jared, sentado en la cama de uno de los cuartos de invitados, el primero que habían localizado tras retenerle a la fuerza la primera ocasión que había mandado todo al cuerno y se había lanzado hacia la puerta. El morado en el pómulo de Jared y en la barbilla de Thomas lo atestiguaban. Se sentía como un salvaje, alguien sin reglas que seguir, sin orden, sin límites, le daba igual todo, salvo ella. Su torbellino.
Los hermanos estaban abajo, en la sala, con el resto, mientras ellos seguían arriba, lejos de las salidas. Se levantó causando que Jared y Thomas se enderezaran de golpe, observándole, e inició los paseos alrededor de la habitación como un león enjaulado.
El corazón le dio un vuelco repentino y no supo el porqué, solo que se relacionaba con ella. Paró el movimiento de pies en ese mismo instante y las miradas de sus cuñados se entrecruzaron.
¿Qué pasa?
Es ella.
¿Qué coño pasa? lanzó Thomas.
Es ella.
Únicamente esa frase le salía, nada más. No podía explicarlo, era incapaz, si lo intentara le tomarían por loco. Era como si el peso en el pecho comenzara a resultar más liviano y no podía dar una razón lógica, solamente que sentía que era por ella.
Con dos zancadas se aproximó a la puerta pero Jared se interpuso, impidiéndole continuar.
John, amigo le hablaba como si lo hiciera con un demente debemos esperar.
No lo entiendes, Jar. Es ella...
La preocupación se estaba adueñando de la mirada fija que no le quitaba los ojos de encima.
Necesito bajar.
John, por Dios, estás perdiendo la cabeza.
¡No! Necesito bajar enlazó su mirada con esos ojos verdes, tan parecidos a los de ella, no en color sino en la forma de mirar y el nudo que sentía se constriñó. No podía esperar y suplicó con la mirada. No supo qué fue lo que vio en ellos su mejor amigo. pero suavemente le colocó la mano en la mejilla y sin más, se apartó dejando la vía libre. Dios, lo quería...
Estaba recorriendo el pasillo, con ellos siguiéndole los pasos cuando escuchó el grito de Rosie. Echó a correr, veloz como nunca hasta que a mitad de la escalinata la vio.
Con la gorra a la altura de los ojos, mechones cayéndole por los lados, todavía abrigada, envuelta en los brazos de Rosie y de la abuela, de Norris. Apenas se la veía ahora, tan pequeña... Lo más hermoso del mundo para él.
El nudo casi le asfixió de la emoción. No sabía lo que sentía, tratar de explicarlo no era posible. Simplemente se sintió de nuevo lleno. La mezcla de sentimientos, congoja, angustia, temor, alivio, y amor, un amor imposible de medir, casi lo ahogan.
Ella todavía no le había visto. El cerebro repitió la orden a sus piernas. Tenía que llegar hasta ella, ¡Dios!, parecía idiota, casi paralizado con sus cuñados estáticos tras él hasta que un leve, levísimo, empujón le dio el impulso necesario al tiempo que todos los que la rodeaban, se apartaron.
Esos maravillosos ojos castaños llenos de vida se clavaron en los suyos, enormes y se lanzó a sus brazos. Su mujer se lanzó a sus brazos, llorando, con sollozos desgarradores. Sus propios ojos se llenaron de lágrimas y se sintió incapaz de retenerlas, ni aunque lo hubiera querido. La envolvió entre sus brazos y la alzó. Esas preciosas piernas lo envolvieron delante de todos pero fue tan natural, como la propia vida. Las manos frotaban su espalda como si quisiera grabar a fuego su tacto y él hacía lo mismo envolviendo con sus manos esa cabecita, sus labios unidos en un beso casto y apasionado, de reencuentro, un beso que se le quedaría grabado para siempre.
No supo cuánto tiempo permanecieron así, en silencio, rodeados de familia y amigos hasta que los sollozos paulatinamente fueron desapareciendo, y se separaron, poco a poco, casi con miedo. Deslizándola por su cuerpo la posó en el suelo y sus ojos se dirigieron hacía la entrada, donde dos muchachos de unos diecisiete o dieciocho años los miraban con los ojos a punto de salirse de sus órbitas.
Conseguimos escapar los tres... esa maravillosa sonrisa que lo volvía loco se dirigió hacia los muchachos Rosie, ¿los podrías atender y dar algo de comer? Están agotados y asustados con un gesto indicó a los chicos que siguieran a Rosie y así lo hicieron, sin preguntar, confiados.
En seguida se la arrebataron de sus brazos y a punto estuvo de aferrarla de nuevo, pero ellos también eran familia y había sufrido tanto como él. Necesitaban sentirla entera junto a ellos. La achucharon y besaron. La abrazaron con fuerza, liberando toda la angustia que habían pasado.
¿Así que lo consiguió? la pregunta se la hizo Peter mientras se inclinaba para besar en la mejilla a su mujer.
El gesto de sorpresa en Mere hizo que todos se paralizaran.
¿Conseguir qué? el interrogante en la suave mirada hizo que todos, sobre todo Norris, Doyle y Peter se tensaran repentinamente.
¿No os ayudó Rob?
No la inquieta mirada castaña repasó a todos los presentes y recorrió con fijeza la entrada de la mansión ¿dónde está?
Salió en tu busca las palabras surgieron nerviosas del padre de Rob fue la única opción que se nos ocurrió. Se dirigió hace unas horas a la fábrica, en tu busca.
¡Dios santo! No llegamos a la fábrica. Saltamos del carro a medio camino y logramos escapar.
Las respiraciones se ralentizaron y Peter se apoyó de espaldas contra la pared junto a la puerta de entrada.
No nos pongamos nerviosos la frase surgió de nuevo de labios del padre pero la tranquilidad que intentaba transmitir no cuadraba con la inquietud de esos ojos tan parecidos a los de su hijo. Esperaremos a que aparezca, seguro que no tarda. Este hijo mío se habrá entretenido en algo intentaba tranquilizar a todos pero sus manos temblaban John, hijo, ¿por qué no llevas a Mere a vuestro dormitorio? Tiene que estar exhausta. Nosotros nos encargaremos del resto.
Las miradas de ambos hombres, la del anciano y la del más joven se cruzaron y se entendieron a la perfección. Mere era lo primero, pero Rob también y debían cuidar de ambos, separando las fuerzas. Asintió con una suave sonrisa dirigida al sabio hombre que esperaba a que subieran para expresar el alcance de su preocupación.
Asió con su mano la más pequeñita y comenzó a arrastrarla escaleras arriba hasta que repentinamente la alzó en sus brazos. Siguió subiendo las escaleras con suaves pausas para besar esos labios que tanto necesitaba, hasta alcanzar la puerta que abrió de un empujón. Se acercó al lecho y se sentó, abierto de piernas ubicando entre ellas a su mujer.
Comenzó a desnudarla lentamente, le desprendió la chaqueta y la camisa con suavidad hasta dejarla en pantalón, botas y los jodidos vendajes que la rodeaban, mientras ella sencillamente le observaba. Con esos ojos que temió no volver a ver. Odiaba esas vendas.
Quieta aquí, cariño.
Cruzó la habitación para coger uno de sus puñales y volvió de nuevo a sentarse con Mere, de pie, entre sus muslos. Estiró de uno de los lados de la venda que apretaban el torso, con cuidado, y lo rasgo con el puñal hasta aflojar un borde. De ahí en adelante fue sencillo soltarlas.
Dios, cariño, te han dejado toda marcada con suavidad depositó besos sobre esos pechos enrojecidos y en los que se estaba formando algún pequeño moratón. Sus manos los asieron como si fueran imanes y comenzaron a masajearlos haciendo que ella gimiera.
No pares, por favor.
No lo haré, amor.
Era una situación indescriptible y dudó, con una suave risa, que otro matrimonio actuara como ellos. Le encantaba la libertad de decir, hacer y compartir todo con ella. No paró con las caricias, suaves, hasta darse cuenta de que notaba una inmensa presión en el bajo vientre. Dios, había estado tan centrado en ella, en sus necesidades, que ni siquiera se había dado cuenta que estaba como una condenada piedra. Totalmente excitado. En cuanto la olió, su cabeza y con ella su cuerpo, simplemente, enloquecieron. No sabía qué tenía en esa mente y ese cuerpecillo que hacía que el suyo reaccionara con tanta potencia pero agradeció con toda su alma que el sentimiento fuera compartido. Que se amaran tanto. Que no la hubiera perdido.