III

Llevaba años intentando descubrir el porqué y el cómo del secuestro de Peter, y estaba cansado, tan cansado que a veces sentía ansias de escapar. El sábado pasado en la fiesta de los Evers, por primera vez en mucho, quizá demasiado tiempo, había vislumbrado una luz en el misterio de la desaparición de su hermano menor. Ese idiota de Worthington había balbuceado algo sobre unos huérfanos y que la señorita Evers estaba intentando sonsacarle información. Parloteaba que estaban más cerca de lo que creían, aunque pareciera que daban palos de ciego. ¿A qué demonios se refería? Que él supiera, solo había una Meredith Evers, y por Dios que era más que suficiente para la retraída alta sociedad londinense. Menuda fierecilla. Hacía años que no disfrutaba tanto de un espectáculo. ¡Diablos! Esa pequeña llevaba enaguas de color lila, ¡lila! que recubrían, por el rápido vistazo que había robado, unos hermosos y generosos muslos hechos para morder. Hasta que el condenado ese, Aitor, la había levantado en volandas ocultando ese pequeño tesoro a sus ávidos ojos.

No cabía duda de que había despertado su interés, hasta que una afilada voz surgida de la nada y situada a su espalda le había refunfuñado: “Un caballero retiraría la vista de inmediato. ¿Es usted un caballero, Señor Brandon?”. Habría apostado una fortuna a que el retintín de la frase iba dirigido a él. ¡Maldita mujer! la amazona, robusta y grande, en todos los aspectos, con esa cabellera roja.

Intuía que la dama en cuestión era Julia Brears, alma gemela de la pequeña de los Evers, si los rumores eran ciertos. Aunque, al parecer, se trataba más bien de un trío de almas, pero el tercer miembro, al menos en la fiesta, brillaba por su ausencia. El pajarillo tímido, Jules Sullivan. ¡Dios, qué tres! Daban miedo.

Ya estaba bien de divagar. Llevaba tres años siguiendo la pista de la organización de hijos de puta que se habían llevado a su hermano, lo habían vejado y maltratado hasta casi matarlo y dejado tirado en una cuneta como a un perro malherido. Todavía se le hacía un nudo en la garganta si pensaba en los pasos que le adentraban en ese jodido callejón, tras el aviso de Rob.

La esperanza, esa estúpida esperanza que aun guardaba como un pequeño tesoro, tras dos años de búsqueda se le había escurrido poco a poco, con cada paso que le adentraba en esa angustiosa oscuridad. Por Dios, que aunque le llevara toda la vida, mataría al cabecilla de los malditos bastardos que se habían llevado a su hermano y se lo habían devuelto machacado. Pese al tiempo transcurrido, Peter aun se tensaba si alguien se le acercaba demasiado, y eso jamás lo perdonaría.

La puerta chirrió con suavidad al abrirse. No hacía falta girarse para averiguar quién seguía desvelado a esas altas horas de la noche. Las ojeras se insinuaban bajo los ojos azabache de su hermano y una suave sombra le cubría el fuerte mentón, agudizando la cicatriz que lo recorría y se deslizaba por el cuello hasta quedar cubierta por la ropa. Parecían hijos de padres diferentes. Donde él era robusto y ancho, Peter era esbelto y musculoso. Practicaba un arte extraño para defenderse, de Oriente o algo así.

Lo cierto es que a su hermano había que sacarle la información con tenazas. Tarde o temprano lograría convencerle para que le enseñara, porque, ¡demonios!, era efectiva esa forma de pelear; y si no, que se lo preguntaran a los asaltantes que intentaron robarles hace un mes en una calleja desierta de la ciudad. No iban a poder repetirlo.

¿Qué haces despierto? se quedó en el umbral y Doyle, al escuchar la pregunta, le indicó que entrara con un exiguo gesto. Peter se adentró con cautela, como si intuyera que la conversación no iba a circular por derroteros agradables.

¿Qué sabes de un lerdo llamado Worthington, un tipo enclenque, de pelo castaño y ojos del mismo color, no demasiado alto? Peter tan solo vestía unos pantalones negros y camisa blanca. ¿Aun no se habría echado a descansar?

Como no te explayes, hermano, mal vamos a andar ¿Por qué me lo preguntas?

En el baile, en casa de los Evers, murmuró algo sobre unos huérfanos y un tal Abrahams y creo que tiene algo que ver con los que te retuvieron tan pronto escuchó las últimas palabras Peter se agarrotó. Mierda, odiaba eso.

Joder, Doyle, ¿cuántas veces he de repetírtelo? Aquel hijo de puta me mantenía con los ojos vendados y maniatado. Solo podría reconocer algo por el olor, o como mucho, por el maldito tacto. Aquel olor a mezcla de tabaco dulzón y colonia lo tengo grabado en la pituitaria. ¿Crees que si pudiera no te ayudaría? suspiró ¿Por qué coño crees que estoy despierto a estas horas, hermano, porque ya he dormido lo suficiente? su risa surgió amargada y brusca. La condenada verdad es que cada vez que cierro los ojos y consigo dormir más de dos horas, me despierto sudando y todavía siento encima las manos de aquel enfermo no se daba cuenta, pero con una mano se frotaba el pecho con un gesto de autoprotección, como si masajeándolo el dolor fuera a desparecer. ¡Mierda, Doyle! ¿y si algún día me topo con un olor que me lo recuerde y me congelo? o peor aun, si jamás llegamos a encontrarle, sabiendo lo que esos malnacidos pueden estar haciendo a otros muchachos.

Doyle sabía de primera mano que esto último era el centro de las pesadillas de su hermano. Le resultaba imposible enumerar las ocasiones en las que había tenido que correr a su habitación para despertarle y que así su garganta dejara de lanzar esos gritos, Dios, esos horribles gritos espeluznantes. O cuántas veces se había tendido en la cama junto a él, con una mano en su espalda o en su cintura para apaciguarle, o quién sabe, quizá para que su propio corazón dejara de retumbar. ¿Por qué jodido truco del maldito destino les había tenido que ocurrir a ellos todo aquello? Tanto tiempo y esa ira que sentía en el pecho se iba acrecentando. En ocasiones, incluso sentía miedo de la presión que se le iba acumulando, lenta, constante e imparable.

Ya lo sé, hermano contestó con suavidad, acercándose a Peter y pasando su robusta mano por su ondulado y oscuro pelo, agitándoselo. ¿Y si Worthington supiera algo? Por ahora no podemos contactar con Rob y desconocemos cuándo será posible la inquietud que sentía por su amigo se dejaba sentir en el ambiente. Chasqueó la lengua valdría la pena intentarlo.

Sus ojos indagaron en la mirada de su hermano. Si Peter daba el visto bueno, se pondrían en marcha, sin desviarse ni descarrilar. Ya estaba bien de tirar por caminos que no les habían conducido a ninguna parte.

Tú decides, hermano.

*****

Amor entre acertijos
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