VI
La abuela Allison apretujaba entre sus manos los guantes color marfil y no era algo que acostumbrara hacer. Nunca ante extraños y rara vez en familia.
¿Abuela? Mere enlazó su brazo con el de ella y cubrió con su mano las que aferraban los guantes. No estés nerviosa.
Parecía afligida.
¿La conoces mucho?
¿A Marietta? Mere contestó asintiendo desde jovencitas. Es una buena amiga con la que no es necesario hablar a diario ni parlotear de forma superficial. Está y ha estado ahí en los malos momentos, siempre. Es una gran mujer. Si alguna de sus hijas está sufriendo lo que nos figuramos, no puedo asegurar cómo reaccionará. Las adora.
¿Crees que repudiaría a su hija?
¡No!, jamás.
¿Entonces?
No sé, cariño. Lo que vamos a adentrar en esa casa son malas noticias, noticias no deseadas, seguramente inesperadas, y me ha tocado a mí portarlas.
Mere apretó suavemente esas inquietas manos. Si pudiera ahorrar a su abuela el mal trago...
Por el modo en que se enderezó en el asiento junto a ella supo que habían llegado o estaban en las cercanías así que se abrochó el abrigo mientras el carruaje terminaba de parar frente a la mansión Lancaster.
Era curioso, ya que no estaba ubicada lejos del domicilio de los hermanos Brandon, quizá a dos calles de distancia, por lo que las edificaciones se asemejaban en su arquitectura clásica y sencilla. El jardín que bordeaba la casa estaba muy cuidado. Alguien en la mansión era un gran apasionado de las flores y los parterres.
Pasaron por una luminosa entrada, debido en parte a las maravillosas vidrieras en cálidos tonos que enmarcaban la puerta de entrada por la que se filtraba la luz, y accedieron a un saloncito que servía tanto de lugar de entretenimiento como de recibimiento de visitas.
La mujer que les esperaba era, físicamente, el polo opuesto a su abuela. Esperaba a una mujer de aspecto regio al asociarla con ella y lo que encontró fue una mujer menuda y rellenita con las mejillas sonrosadas y arrugas al borde de los agudos ojos y la sonriente boca. La ropa que vestía pintaba cómoda, acorde con la mujer que la llevaba, y a Mere le encantaron los zapatos gastados por el continuo uso.
Una mujer a la que poco importaban las apariencias. De las que le gustaban, no las cacatúas que solían reírse de ella en las aborrecidas fiestas a las que se veía obligada, en ocasiones, a asistir.
Las viejas amigas se saludaron como si llevaran sin verse unos minutos en lugar de un par de meses, con la naturalidad de la confianza y la desvergüenza de la edad. No se andaban con remilgos.
Hola querida, me alegro mucho de verte, y en compañía nada menos esos vivos ojos les recorrieron con la mirada a ella y a John, y al parecer lo que vio le agradó. Es tu nieta ¿verdad?
Sí.
Me recuerda a ti con cincuenta años menos los ojillos se desviaron hacia John, quien se acercó y depositó un caballeroso beso en el dorso de la mano y él, a mi Duncan la risilla que compartió con todos hablaba de un profundo amor por su marido. Me agrada conocer a tu familia. Mis niñas vendrán en un momento. Espero que no os importe.
No, hace mucho que no las veo.
Casi desde que las enredabas con tus cuentos de princesas y ranas. Te quieren mucho, querida.
Se giró con suavidad e hizo sonar una campanilla, apareciendo de inmediato una joven doncella.
Lily, di a la señora Hansen que pueden subir el té junto con el acompañamiento que haya preparado mientras esta se dirigía a la puerta con la mano les indicó que tomaran asiento.
Todos lo hicieron y esperaron en tensión. Resultaba tan complicado comenzar una conversación en la que sabían que harían sufrir a alguien querido.
Allison, ¿qué ocurre?
Su abuela se orientó hacia ella con aire de desconcierto. Su amiga sonrió.
Nos conocemos hace demasiado para andar con rodeos.
Lo que había presentido, una mujer directa y llana, sin tapujos. Le gustaba. De lo que no tenía la menor idea era de la contestación de su abuela, de si la afrontaría también sin trabas o dudaría dado lo intrusivo del problema a tratar. Era decisión de la abuela y ellos la secundarían.
¿Tus hijas son felices?
Bomba al canto. ¡Rábanos! Su abuela no se caracterizaba por la sutileza.
Ahí estaba la respuesta. En la repentina rigidez del cuello de su anfitriona, en el cierre brusco de los puños, el fruncimiento de sus labios y el descontrol al tragar saliva, tras pasar la punta de la lengua por los resecos labios. Por un reducido espacio de tiempo pareció que no iba a contestar, que quizá intentara desviar la respuesta por cauces seguros, pero eso no valía con los buenos amigos, porque estos te conocen demasiado, tus reacciones, tus expresiones, tus impulsos.
¿Cuánto sabes?
Bastante. ¿Cuál de ellas, Marietta?
Tragó espasmódicamente, intentando contener el temblor de la voz.
Mi pequeña Amanda. Para cuando nos lo contó ya era tarde para hacer algo que no fuera callar.
Aparte de ti, ¿quién lo sabe?
Mi Duncan y nuestra hija mayor.
¿Su marido?
No todo. Ese impresentable la humillaría y su padre tendría que matarlo. No dudéis ni por un segundo que mi Duncan no lo haría. Mataría por sus hijas. Y yo también.
No se atrevían a intervenir, y en cierto modo tenía cierto morboso sentido. Las mujeres se miraban fijamente, como si no hubiera presente nadie más, quizá así lo sintieran ambas. Una escuchaba a su amiga y daba a entender que la apoyaría en lo que fuera. La otra hablaba, sin dudar, liberándose de una pesada losa en el pecho. Sacándolo de su interior, confiándolo a alguien de fiar.
Mere no alcanzaba a imaginar lo que esa madre había tenido que pasar, que sufrir. Dios, y cómo había soportado tener que convivir con un hombre que no amaba a su hija lo suficiente.
La puerta se abrió y entró en la habitación una mujer que a Mere le pareció despampanante, hermosa, con una belleza etérea y frágil. Paseó la mirada por todos ellos y se sonrojó. Ni siquiera se adentró demasiado en la habitación, quedó sentada de costadillo en una silla de terciopelo estampada situada junto a la puerta, sin fuerzas. Se tapó el rostro y Mere únicamente alcanzó a escuchar un estoy acabada.
La madre se acercó rauda y tras cerrar la puerta que permanecía entornada, se arrodilló junto a la exhausta figura.
No, mi amor. Son amigos..., amigos, cariño, de confianza enmarcó el rostro de su hija con sus regordetas manos. Sabíamos que tarde o temprano iba a ocurrir, cielo, pero al menos son buenos amigos, casi familia.
Con la cara todavía semioculta por sus manos se dobló hacia el lugar que ocupaban y miró directamente a la abuela. Abrió los ojos casi saliéndose de sus cuencas.
¿Tía Allie?
La abuela no se quedó paralizada. Se levantó y se acercó a las dos formas que se consolaban mutuamente.
Sí, hija, soy yo, y entre todos ya se nos ocurrirá algo.