VIII

La situación era sencilla e irremediablemente caótica. El alelado insensato e irresponsable que se balanceaba colgado del techo no hacía más que soltar risillas aniñadas como si estuviera disfrutando de uno de los mejores momentos de su vida.

Cuando recuperara el equilibrio se iba a enterar. Parecía completamente bebido y lo que estaba era drogado hasta las trancas. Los cabrones a los que había liquidado le habían dado algo para manejarlo a su antojo y ello incrementaba todavía más la ira que todavía sentía almacenada en su interior.

Y para colmo le decía que ¡era guapo! ¡y gruñón! ¿Y dónde coño guardaban las llaves de los grilletes?

Sentía sobre su cuerpo las miradas de los muchachos que permanecían atados a las paredes, expectantes, desviándolas cuando izaba la cabeza por miedo a llamar su atención.

Siguió rebuscando mientras el bobalicón seguía con sus parrafadas sin sentido, farfullando entre dientes sobre decir algo que no recordaba, gracias a Dios, a ver si callaba de una vez por todas. Le importaba una mierda que le hubiera oído ese último comentario ya que bastante tenía con idear la mejor manera de sacarle del embrollo en el que se había metido, por enésima vez, y con él a esos desgraciados muchachos.

Al menos traía de apoyo a su hermano y a Guang que no tardarían en entrar cual regimiento de caballería, sin piedad, mientras el resto quedaba fuera de la fábrica como muro de contención.

Entre rebuscar y atender a la entrada por si aparecía alguno de los hombres a los que Mansell había echado a patadas de la cueva, bastante tenía como para, además, tener que lidiar con un dopado y balbuceante Rob. Dios, la historia de su jodida vida...

Debió imaginar que las llaves las llevaba el hombrecillo al que había quebrado el cuello, el que firmó su sentencia de muerte al autorizar que lo golpearan. Las sujetó con firmeza y presto se dirigió hacia Rob. Intentó estabilizarlo colocando una mano en el desnudo pecho, hormigueándole las yemas que entraron en contacto con la caliente superficie y se alargó para alcanzar las argollas que rodeaban sus muñecas. No resultaba fácil con el caliente e inquietante aliento de este contra su cuello y menos si le distraía con esas puñeteras sensuales carcajadas.

¿Qué diablos? Lo que escuchó mientras forcejeaba con la maldita llave le paralizó, completamente. Su corazón a punto de estallar, su pecho de explotar. No podía ser, su maldito oído le había engañado. Rob jamás diría esas palabras, no delante de él, no después de lo que le escupió con rabia hacía dos días. No, no podía jugar con él, no una segunda vez.

Sintió que sus labios pronunciaban palabras, pero estaba tan desesperado que ni aunque quisiera podría repetirlas o recordarlas.

De nuevo esa tonta sonrisa que transformaba esa apuesta cara en hermosa, y de nuevo esas dos palabras que en parte le aterraban y en parte esperaba poder escuchar algún día. Repentinamente y sin previo aviso, fue como si el mundo se centrara en ellos, como si nada les rodeara, esos asombrosos ojos mirándole, recorriéndole el marcado rostro y una pequeña esperanza comenzó a asentarse en su pecho. ¿Sería posible?

Se dio cuenta que temblaba entero. Su cabeza se inclinó por sí sola y presionó esos agrietados y heridos labios con los suyos, suavemente. Estaba perdido. Tan pronto besó esos labios supo que estaba irremediablemente perdido, por mucho que luchara contra ello. Con las manos ahuecó el también herido rostro, familiarizándose con el áspero principio de una suave barba y besó de nuevo, otra vez...

Su maldito cuerpo estaba entrando en combustión, su miembro como una roca, de repente, al igual que en la sala de entrenamiento, dolía de necesidad, ¡joder! Tenía que hacerlo, tenía que lamer de nuevo esos jugosos labios. Suavemente aproximó los suyos, hambrientos y un maldito e inoportuno carraspeo se escuchó a su espalda...

Se enderezó, maldiciendo por semejante pérdida de control, de percepción de sus alrededores. Su cuerpo de nuevo recobró su tensión, mientras una de sus manos se deslizaba entre sus cuerpos para aferrar una de sus dagas.

¿Peter?

Era Doyle, su cuerpo se relajó. El de Rob ya lo estaba. Observó a este antes de girarse hacia su hermano mayor.

Diablos, ojalá dejara de pasarse la punta de la lengua por esos labios que acababa de saborear, el muy idiota, y lo peor era que en su estado era incapaz de darse cuenta del efecto que causaba haciendo ese simple gesto.

Completamente drogado, intentaba fijar la extraviada vista en Doyle.

¿Moyle? balbuceó Rob Migo míiiio. Bienvenido... a casa. Eso, a casa. El ogro anda por aquí lanzó una risilla insustancial me lamió..., entero.

Doyle se aproximó a ellos al tiempo que Rob lanzaba el exceso de información en forma de repentina bomba, provocando que Peter le cubriera esa cotorra e incontrolable boca con la palma de su mano, mientras con la otra se cubría su propios ojos.

Gimió como si de repente sintiera un incongruente pudor en un hombre adulto.

Tan pronto se aseguró que de esa endemoniada boca no surgirían más escandalosos detalles que solo ellos necesitaban conocer, Peter se izó con rapidez para afianzar esos malditos grilletes, y se juró a sí mismo que antes de que amaneciera haría algo y nadie, absolutamente nadie, se lo impediría. Ya estaba bien de huir, de esconderse, de temer, de engañarse...

En cuanto llegaran a casa y se le hubiera pasado al alelado el desinhibidor efecto de las drogas en su cuerpo, tendrían los dos una más que larga y seria conversación, en la que tenía toda la condenada intención de llegar más allá de una simple charla, aunque al desastre que tenía junto a sí le diera un virginal ataque de nervios.

Se volvió hacia su hermano mayor. Dios, esperaba que no hubiera visto lo que hacían. Los colores rellenaron de golpe sus mejillas y ello le molestó sobremanera. Él nunca jamás se ponía colorado, en su puñetera vida le había ocurrido esa desgracia.

El que siempre se ponía rojo como una grulla era quien en estos momentos pasaba absolutamente de todo, mientras intentaba... ¡silbar! La situación se le estaba escapando de las manos, yéndose al mismísimo garete y los malditos grilletes no cedían ¡joder!

Dios, está como una cuba lanzó Doyle y ligeramente amoratado y desnudo. Pero ¿qué coño le han hecho?

Le han drogado los plateados ojos se enfriaron de golpe lo querían dócil para llevarlo a Saxton.

Rob, en respuesta a la anterior afirmación, dejó de intentar fabricar silbidos y torpedeó con los labios dejando a los recién llegados ojipláticos, como si fuera lo más alucinante que hubieran presenciado en su vida.

Doyle fue a comentar algo, pero una abrasadora mirada de advertencia de su totalmente descolocado hermano, le detuvo. Intentó indagar sutilmente, tras unos segundos de tregua, cuando sonó un repentino ruido metálico, liberándose Rob de la sujeción y cayendo como un pesado saco al suelo, lanzando un “joder, que duro está”, sin que a Peter le diera tiempo a agarrarle.

Permaneció este en pie, ubicado entre los muslos despatarrados y extendidos en el suelo de Rob, quien con la mirada algo extraviada y para no terminar de resbalar de costadillo, se abrazó ofuscado a lo que tenía más próximo, los fuertes muslos de Peter, causando con ello que su mejilla quedara apoyada cerca, demasiado cerca de ciertas partes delicadas del inmenso cuerpo.

Doyle apretó los labios para no reír. ¡Dios!, la escena no tenía desperdicio. Si dejaba brotar la carcajada, su hermano no se lo perdonaría en la vida, pero es que la imagen era impagable, y para redondear la faena y abochornar aun más a su gigantesco hermano menor, Rob suspiró de placer, cercando los paralizados muslos entre sus brazos, obsesivamente...

No podía apartar la mirada del rostro de Peter ni aunque le pagaran una fortuna. La expresión que mostraba era una mezcla indescriptible de sufrimiento, angustia, horror, vergüenza, temor y... deseo, inmenso deseo. Los puños contraídos, las aletas de la nariz dilatadas, las cejas fruncidas y la mirada, esa impresionante mirada, totalmente desorbitada.

Desde donde se encontraba paralizado, a la expectativa, como un espectador entusiasmado, Doyle sintió una mezcla de alegría, satisfacción, pero también angustia e inmenso temor por los dos hombres abrazados frente a él, por la época en que les había tocado vivir, que no comprendía, no admitía otro tipo de amor que no fuera entre hombre y mujer, por los sufrimientos y padecimientos que el cariño que los unía, inevitablemente les causaría, y porque les quería demasiado como para no anticipar ese dolor en sus propias carnes, aunque les apoyara hasta su último aliento.

La expresión en el rostro de su hermano lo delataba. El pobre estaba chiflado por el hombre más menudo que se negaba a soltarle y por ello, ni siquiera se atrevía a dar un paso a fin de separarse, hasta que la petición de auxilio llegó en forma de gruñido combinado con gemido.

De inmediato se lanzó en su ayuda logrando, con algo de esfuerzo, que el hombre que permanecía con el trasero pegado al suelo, soltara su posesivo amarre. Diablos, pesaba una tonelada.

Amor entre acertijos
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