V

La realidad, para no variar, llegó demasiado pronto y con ella las angustiosas noticias que habían empeorado al amanecer. El ambiente de la casa era cada vez más enrarecido y nadie quería hablar, pero todos pensaban lo mismo. La infección se había apoderado del cuerpo del anciano, su débil cuerpo peleaba como si la vida le fuera en ello, y así era. Rob se negaba a apartarse del cuerpo tendido y Peter parecía la sombra del anterior.

Rosie tampoco abandonaba la habitación, atendiendo a Norris, colocando sobre su frente y pecho telas frescas humedecidas continuamente para intentar bajar la temperatura del febril cuerpo. Incluso los labios habitualmente sonrientes de Rosie estaban apretados, temblorosos como si intuyera lo que se avecinaba.

En el saloncito estaban congregados ellos, Doyle, y en cualquier momento se les unirían Jared y los padres de Mere. Mere jamás llegó a saber el origen de la fuerte amistad que los unía, simplemente había sido así desde pequeña. Era una de esas cosas que jamás te cuestionas, como respirar aire.

Tenían gracia las ocurrencias que se planteaban en momentos como el presente, extrañas y a destiempo.

Ayer noche mandé aviso a la abuela comentó John. ¡Por Dios, la abuela! Iba a ser un golpe tremendo para una mujer que ya había recibido demasiados en la vida. Mere sospechaba que ella y Norris se amaban, lo había recreado en su mente tantas veces, incluso había fantaseado con una posible boda.

Ahora todo estaba perdido y tenía miedo, mucho miedo, a la reacción de su abuela ya que si ella no estaba preparada y se negaba a admitirlo ¿podría hacerlo la abuela?

Pese a todo, Mere agradeció a John con la mirada el haber pensado en ello, porque si algo tenía claro era que si ocurría lo peor, su abuela debía estar con el hombre al que amaba con todas sus fuerzas.

Continuamente lanzaban furtivas miradas a lo alto de la escalinata. El doctor estaba tardando demasiado, llevaba casi media hora atendiendo a Norris y Mere desconocía si eso era buena o mala señal y tampoco quería preguntarlo por miedo a la respuesta.

Se escucharon los pasos acercándose y sintió un puño atenazarse en su pecho. Alguien agarró su helada mano y la envolvió en calidez, John.

El aspecto del médico era de cansancio y sus ojos también lo reflejaban. Se estaba colocando las mangas arremangadas y nada decía, parecía estar preparando la frase, decidiendo la mejor manera de expresarse.

Mere estaba a punto de gritar que lo soltase, que necesitaban oír lo que fuera, pero no pudo ya que sonó la aldaba del portón de entrada. ¡Dios!, la abuela.

La palidez y el agotamiento del rostro femenino, súbitamente avejentado, eran palpables y el estado de su vestido lo acentuaba. Pero fueron esos ojos habitualmente brillantes, los que quedaron clavados en la memoria de Mere. Opacos. No eran los ojos de su abuela sino los de una extraña que sufría lo indecible.

No supo cómo se acercó a ella ni cómo aferró su mano. De repente estaban de frente ambas, con su diferencia de estatura, pero en esta ocasión y por primera vez, tocaba que Mere asiera las riendas y guiara a su perdida abuela. Alzó esa arrugada y suave mano hasta sus labios y la beso suavemente. ¡La quería tanto!

Se volvió hacia su marido y le dio a entender su intención. No requirieron palabras. Con extrema dulzura despojó a su abuela del grueso abrigo, del ladeado y casi suelto sombrero, mientras la mirada de esta se dirigía insistentemente al piso superior y tiró suavemente, iniciando el camino que a ambas aterraba. El doctor las siguió con decisión.

La habitación se encontraba en penumbra, aunque no falta de corriente al estar el balcón ligeramente abierto permitiendo la entrada de una suave brisa. La abuela soltó la mano de Mere y se acercó al lecho con lentitud, hacia la figura recostada en una butaca ubicada junto a la cama.

Mere observó callada cómo la abuela posaba con ternura la palma de su mano sobre la mejilla del hombre agotado que en estos momentos estaba adormilado. Nada más sentir el roce, esos hermosos ojos azules se elevaron y se notó la comprensión en ellos. Abandonó con suavidad la butaca, con extrema dulzura besó el dorso de la mano de la abuela y salió de la alcoba tras acariciar la cabeza de su padre, con amor.

A Mere ver eso le provocó un nudo en la garganta que no podía ni quitar, ni tragar.

Sus ojos se llenaron de lágrimas no caídas.

El hijo se parecía tanto al padre. Sin una sola palabra Rob Norris abandonó la habitación y Mere dudó, pero al final resultó sencillo, no podía dejar a la abuela sola. No podía.

Amor entre acertijos
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