VII
Lo siguiente que escuchó, al tiempo que se notaba de nuevo libre de la dañina presión en sus partes, fue un crujido a su izquierda, cerca, algo desplomándose al suelo, y por el rabillo del ojo se dio cuenta que la descomunal y sombría figura del fondo ya no estaba donde debía. Sus ojos tan solo vieron los del hombrecillo, los de Mansell, que se volvían enormes mientras dos manazas inmensas le sujetaban una de la barbilla y otra de la nuca y torcían su cabeza con un movimiento demasiado rápido para apreciarlo. De nuevo un atroz crujido y otro cuerpo cayendo desplomado.
Los ruidos le retumbaban en el cerebro.
Parecía un maldito sueño, una pesadilla y cerró los ojos, apretándolos con fuerza. A su alrededor escuchaba los gemidos de asombro de algunos de los muchachos entremezclados con otros en cierto modo aterradores, suplicando que no lo hiciera, lloriqueando...
Él era el siguiente, seguro.
Escuchó una escaramuza y una especie de extraño ruido, como de sofoco y ahogo, angustioso, pero no pensaba abrir los ojos, no les daría el gusto de que vieran el temor en ellos, no lo haría. Por su padre, por sí mismo, por Doyle, por... Peter.
Esperaba el golpe, en cualquier momento, en cualquier maldito instante. Lo que llegó fue el roce de un gentil dedo recorriendo su magullada mejilla, el aroma que antes había creído captar, adentrarse con más fuerza en sus fosas nasales. ¿Y si era un maldito sueño?
Rob.
¿Y si era un sueño del que despertaría para encontrar más tortura, más golpes, más dolor?
Dos manos rodearon su rostro, unas manos que acariciaban, que rozaban con extrema delicadeza sus moratones, que no dañaban, por lo que abrió sus azulones ojos, intrigado. Ahí estaban esos negros ojos, profundos, en los que apenas se distinguía la pupila del color que rodeaban, misteriosos y próximos, los ojos más preciados del mundo para él. Había ido en su busca.
Intentó extender una de sus manos para tocarle, para asegurarse de que no era una ilusión creada por su alocada imaginación, pero seguían firmemente sujetas a lo alto de la cueva.
Ya está, ya ha pasado.
Las temblorosas manos le soltaron y tiraron de las cadenas que le amarraban al techo.
¡Joder! le miró de nuevo directamente ¿quién tiene las llaves?
Le costaba entender cada vez con mayor dificultad. Solo sabía que él estaba ahí, a su lado, y que todo estaba bien. Notaba que empezaba a adormilarse por lo que se dejó arrastrar por ese acogedor estado. Todo iría bien...
¡Rob!
Abrió los ojos de golpe.
¿Mande? la risilla de borracho llamó la atención de Peter quien sujetó de nuevo su rostro perforándole con la mirada.
¿Te han drogado?
¿Cuándo?
¿Por qué le preguntaba si se había drogado? Él no consumía drogas, las drogas no eran buenas ¿no? Recordó que tenía que decir algo importante. Muy importante.
Eres... imbécil...
Peter le miró con ojos desorbitados.
Algo le decía que lo había dicho al revés, por lo que intentó arreglarlo arrastrando las putas palabras, como si tuviera dormidos los torpes labios y no le respondieran ni queriendo.
Soy becil, digo, imbécil.
Lo único que percibió mientras Peter comenzaba a recorrer desesperado la habitación rebuscando entre los ropajes de los ¿cuatro hombres? tirados en el suelo fue un irónico “y que lo digas”.
Daba igual lo que dijera el bruto, sentía la mente preclara, sus ideas surgían prodigiosas y las piernas estaban muy, pero que muy, flojas. Decidió decir lo que se le pasaba por la mente.
Eres un hombre muy hermoso y gruñón y quiero aprender a comer, digo, a luchar contigo y esas cosas. Y algo más... que no recuerdo ahora.
Escuchó algo semejante a un “gracias a Dios” susurrado a su lado por el hombre que continuaba dedicándose a volver los bolsillos, a soltar botones y ¿rasgar la ropa? de los cuerpos caídos a su alrededor.
Alzó la cara con verdadera dificultad y sonrió al hombre que sostenía algo en su mano. Unas pequeñas llaves. Le miró con la máxima atención. Algo no encajaba ya que le faltaba lo esencial.
¿Y tu cicatriz?
Maldita sea, Rob, estoy a un suspiro de tumbarte de un leñazo como no calles.
Lo dicho. Gruñón. Peter se aproximó de nuevo, veloz, silencioso, y aferró una de sus muñecas, intentando con la otra mano introducir la diminuta llave en la oxidada cerradura. Su nariz rozaba el musculoso cuello del hombre que, pegado a su cuerpo, se estiraba para manipular los grilletes que lo mantenían colgando. ¡Olía tan bien...!
Lo que dijo con esa ronca voz, esa amenaza, traspasó las nubladas paredes de su cerebro. Eso le daba igual. Otra cuestión, que no terminaba de fijar en su mente, era lo primordial. No lo eran las amenazas vacías, ni el dolor, ni la necesidad de escapar, sino aquello que se había jurado hacer y su embotada mente eludía una y otra vez. ¡Era idiota!
¡Dios! Ahí estaba. Al fin recordaba aquello que era tan importante y que necesitaba decir. Lanzó una gutural y placentera carcajada mientras inhalaba por segunda vez, profundamente, antes de soltar esas dos palabras que jamás antes había pronunciado.
Te quiero.
El pecho contra el que se apoyaba tembló y quedó inmóvil. Totalmente petrificado. Las manos que rodeaban las argollas que aprisionaban sus muñecas se aflojaron, se separó el pecho que se apretaba contra su rostro y ese apuesto rostro se inclinó hacia él.
La voz susurró, temblorosa.
No.
Sí.
No juegues conmigo Rob. No lo hagas. No podría soportarlo, no una segunda vez.
Los ojos azules penetraron el miedo que inundó a los negros. Nunca se había sentido tan libre, desinhibido, falto de temor.
Te quiero, so lerdo repitió sonriendo.