III
Diantre, estaba resultando bastante peor de lo que esperaba. No le había dado opción ni de hablar. Pues no tenía la más mínima intención de desnudarse. Mere subió las sábanas hasta que le taparon el cuello, y más no, porque no pudo.
Con inquietud no dejaba de observar los movimientos de su marido junto al armario. Si no fuera porque la situación era tensa hubiera disfrutado como una posesa del espectáculo que le estaba dando. Con parsimonia se estaba desnudando ante ella. Bueno, de espaldas a ella. Vaya, menudo trasero tenía su grandullón. Redondo y firme, bastante más que el de ella. Las manos le hormiguearon con la necesidad de extender y sobar. Y esos músculos de la espalda..., y los muslos..., ¿estaba babeando?
Al fin se volvió y a Mere casi le dio un espasmo. Su marido estaba excitado. Más que excitado. Con los ojos entrecerrados, una expresión peligrosa y con su miembro inmenso, como un mástil, apuntando hacia ella, se iba acercando con pasos calculadores, sopesados. El corazón de Mere comenzó a latir a un ritmo frenético.
No te has desnudado, Mere.
No las cejas del gruñón se enarcaron ¿hace frío?
No querida, yo diría que hace calor así que baja las sábanas y desnúdate.
No me parece muy buena idea. Verás, el día ha sido horrible, extenuante, y estoy, no, seguro que estamos agotados.
Las cejas se fruncieron.
Da igual, cielo, porque hoy..., vamos a aprender una lección esencial para que nuestro matrimonio vaya como la seda.
¡Ya va como la seda!
Claro, cuando te sales con la tuya y haces lo que te viene en gana.
John había alargado la mano y estaba intentando bajar las sábanas. Mere las aferró con ambas manos y tiró. John estiró de nuevo. Mere las sujetó con manos y piernas.
Nada la preparó para el brusco tirón que sintió dejándola únicamente cubierta por el camisón. La clara y algo vidriosa mirada de su marido la recorrió de pies a cabeza y se posó en la zona oscura entre sus piernas que se transparentaba a través del fino camisón. Mere instintivamente unió los muslos.
No hagas eso.
¡No hago nada!
Muy bien. Tú lo has querido.
Empujó con insistencia a Mere contra las almohadas y con la otra mano subió de un golpe la ropa dejándola expuesta. Con sus manazas le separó con vigor los muslos y la palma de su mano derecha quedó firmemente presionada contra su sexo. Quieta, como retándola a decir algo.
Intentó de nuevo cerrar las piernas pero esas inmensas manazas no le dejaban.
Abre los muslos, Mere.
¿Para qué? la vocecilla salió fina, con apenas volumen.
Tú, sepáralos.
Mere resolvió complacerle, por esta vez, aunque la situación se escapaba a su imaginación e incluso a su lógica. No era la primera ocasión que la acariciaba o tocaba ahí, incluso John parecía tener cierta querencia por esa entrada a su cuerpo y por sus pechos, claro, pero esta ocasión parecía diferente a las anteriores. Era como si quisiera retarle y hacerle ver que podía hacer con ella lo que quisiera.
Decidió que la mejor maniobra era recapitular ya que no le agradaba nada la dirección por la que se adentraba la situación y su instinto le decía que lo que venía a continuación no le iba a gustar.
Como estatuas, parecían dos gladiadores enfrentados, y uno de ellos no paraba de meter mano en las zonas privadas del otro. Y ese, desde luego, no era ella.
¡Ay Dios!
Dos enormes dedos acababan de introducirse en su cuerpo, con lentitud, y su marido la observaba con fijación. Mere dirigió ambas manos al lugar que sentía cada vez más caliente y las posó sobre la de John, intentado estirar del enorme pulgar pero la única reacción que logró fue que los dedos ubicados profundamente en su interior se curvaran, haciéndole ver las estrellas.
Dios, para..., para ya.
No. Y por todos los demonios que vas a aprender que no tienes nada, absolutamente nada que hacer si intentas enfrentarte a un hombre adulto e incluso a un joven, en tu caso. Esos endiablados dedos entraron aun más en su interior con una fuerza constante hasta que los nudillos apenas se veían entre la mata de vello. Mere comenzó a estremecerse. Hoy te voy a dar un susto de muerte, Mere, pero mejor yo que cualquier desconocido.
Por Dios..., estás muy adentro.
Entonces imagina la sensación de unos dedos que no tengan en cuenta lo delicado de tu interior o que les importe bien poco, Mere.
Sonaba tan... enfurecido. Mere apretó con fuerza los labios al notar que los dedos salían sin miramientos y con otro fuerte impulso retornaban hasta el fondo.
Espera..., espera ¿por qué tendría que imaginar nada de eso?
Diablos, Mere el movimiento de los dedos siguió y con la otra mano John apartó de su camino las manos de Mere ¿es que no se te ha pasado por la cabeza que los cabrones que te propusieron sexo el día que seguiste a Abrahams podrían haberte violado allí mismo?
¿Violado?
Sí, Mere, violado..., metértela hasta hartarse sin importar que te negaras, doliera o desgarrara.
Los ojos de Mere se agrandaron hasta llenar su cara y tragó saliva.
Jamás se me ocurrió.
La siguiente penetración fue muy dura, causando casi dolor. Mere reaccionó.
Maldita sea, Mere. Esto no sería nada en comparación y créeme que si quisiera ya estarías más que violada en este mismo lecho.
¿Por qué me estás haciendo esto?
El vaivén de esos inmensos dedos cesó levemente para continuar en seguida, provocando que Mere encogiese las piernas. En esta ocasión John le dio con la palma de su otra mano un leve azote y ella abrió las piernas de nuevo dejando su centro abierto para él. Mere seguía tendida sobre la cama pero se había incorporado algo, apoyada en sus codos y miraba en todas direcciones salvo a su esposo. John se había sentado junto a su cadera y no paraba con sus movimientos sinuosos. No paraba y a Mere le estaba costando concentrarse pese a los repentinos picos de dolor cuando esos dedos llegaban demasiado lejos o lo hacían con brusquedad.
Paulatinamente John fue ralentizando el movimiento hasta que dejó los dedos quietos, como al principio.
¿Has comprendido lo que intento hacerte ver, Mere?
Mere se encontraba a las puertas del llanto. Un repentino calor le subió desde el estómago hasta el pecho. Furia sin adulterar.
Que eres un cerdo.
Con ambas manos, tras incorporarse bruscamente, empujó el amplio pecho de su marido, separándole de ella.
La expresión sorprendida de John le acongojó algo pero no lo suficiente para amilanarse. Con un ágil salto que pilló por sorpresa al grandullón saltó de la cama hacia el otro lado de la habitación y quedó en pie con las piernas plantadas firmemente sobre el piso.
Y que jamás me rendiré sin pelear, aunque me vaya la vida en ello rábanos, había empeorado la situación con su escapada. El grandullón se estaba incorporando con la sinuosidad de un felino y los músculos se le marcaban por toda la extensión de su impresionante cuerpo. Había despertado a la fiera y le estaban entrando hasta tembleques.
Eso no significa que no intente dialogar, claro. Se estaba acercando sin prisa acechándola y disfrutándolo, rodeando el pie de la cama en silencio.
Mere se lanzó de cabeza hacia el otro lado con lo que John se paró de golpe, ladeó su hermosa cabeza como si lo que veía lo dejara atónito y habló con voz ronca, muy ronca y para colmo su miembro seguía monstruoso... y bamboleante ¿Sería eso normal? ¡Si estaban en plena pelea! Él parecía de lo más cómodo con la incomodidad de Mere. Desde luego, su marido era de lo más desinhibido en la alcoba.
Hoy no me apetece dialogar, Mere. Me apetece tener sexo salvaje.
Era lo último que hubiera esperado escuchar Mere.
¡Pero si nos estamos peleando!
No, tú te estás peleando conmigo.
Pero si acabas de meterme los dedos hasta el ombligo.
Y de seguido va mi pene, amor.
Mere entrecerró los ojos.
De eso nada.
¿Ah, no? ¿Y quién me lo va a impedir? seguía quieto, pero desde luego Mere no iba a dejar de estar atenta al más ligero movimiento ¿una cosita pequeña como tú?
Mere se sintió sumamente ofendida.
¡No soy pequeña, memo! Soy tamaño normal.
Una sonrisa apareció en el rostro del energúmeno. Mere decidió apelar a su sentido común.
Marido. Esto es... algo grotesco. Los matrimonios debieran llevarse bien y...
Tener mucho sexo salvaje.
Mere pateó el suelo.
¿Quieres dejar de decir eso?
No. ¿Acaso no quieres sexo bestial en nuestra relación?
No podía llegar a comprender cómo la situación se le había podido escapar tanto de las manos.
¡Quieto ahí!
De eso nada. Ya hemos hablado más que suficiente. Hoy me vas a cabalgar, amor.
Vaaale, su marido había perdido la chaveta ¡Quería salir a montar a caballo!, ¡En plena discusión! Su madre le había dicho que podía desesperar a alguien pero no hasta tal punto.
Es de noche.
Evidente, enana.
No se debe cabalgar de noche.
La sonrisa en la cara de su marido la puso de puntillas, presta a saltar. No le gustaba nada la forma en que la miraba, bueno en la que miraba la zona donde el camisón cubría sus pechos, caderas y triángulo de vello entre sus piernas. Le faltaba enseñar los dientes.
Te aseguro que en nuestro caso, sí que se puede.
Mere empezaba a sospechar que estaba hablando de algún tipo de cabalgada que nada tenía que ver con caballos.
Las arrugas en las comisuras de los espléndidos ojos de su gruñón, se acentuaron.
¿Qué te hace gracia?
Hum..., nada.
Entonces deja de mirarme así.
¿Cómo?
Como si estuviera envuelta en tu guarnición favorita.
Enana, contigo no necesito guarnición.
Sonaba raro pero a Mere le encantó. Dio un corto paso, cauteloso, hacia su marido.
¿Vas a ser suave de ahora en adelante?
Depende.
¿De qué?
De que hayas captado mi intención el rostro de John perdió su candor y se tornó serio. No es una broma, Mere. No te das cuenta de lo apetecible que resultas y si alguien intentara propasarse sin tenerme a mí, a tu familia o amigos cerca, te sería imposible impedirlo.
Lo sé, John, no soy tonta.
Entonces, ¡actúa en consonancia, demonios! John se pasó la mano por su negro y rebelde cabello como si hubiera agotado la paciencia acumulada para el día.
Mere extendió los brazos intentando reflejar su desesperación.
John, no puedo vivir mi vida con miedo. Me lo han inculcado durante toda mi existencia, mis padres, mis hermanos, la abuela, tú... John la miraba sorprendido, como si fuera la primera vez que pensara en tal posibilidad. Si así fuera no valdría la pena vivir ¿no lo entiendes? Vivo y amo con pasión. Te amo con pasión... siguió acercándose hasta rozar el vientre plano de su marido. Alzó la vista hasta alcanzar esos transparentes iris verdes y ello conlleva que disfruto de todo como si no fuera a vivirlo de nuevo. Si me pides que no lo haga así, no me conoces, nunca lo has hecho y hemos cometido el mayor error de nuestras vidas.
Su marido la contemplaba boquiabierto. Repentinamente la alzó en sus brazos y Mere, con toda naturalidad, rodeo su cintura con las piernas. Las manazas de John agarraron sus nalgas y la apretaron fuerte, restregándola contra su torso como si deseara impregnarse para siempre de su olor. Su boca la devoró, con hambre, con un hambre nunca sentida hasta entonces. Con su lengua llenaba su boca y Mere no le iba a la zaga. Le encantaba lidiar con su juguetona lengua y morderle porque por experiencia sabía que lo excitaba a rabiar.
Esta ocasión no fue diferente. El bulto que sentía bajo su trasero se notaba enorme y eso le encantaba. Si había algo que denotaba la intensidad del deseo de su marido era eso y nada podía ocultarlo.
Cargándola se dirigió a la cama y se tendió con ella encima. Sentada sobre su pelvis, con el camisón apiñado a su alrededor, se quedaron paralizados.
Tienes razón, susurró John no podría soportar que no me amaras si no fuera con todo tu corazón o pasión. Y sí te conozco, Mere, te conozco mejor que tú misma. Igual que tu a mí y por ello estamos destinados a estar juntos, amor.
Mere sonrió, mostrando esos hoyuelos que pocas veces asomaban en sus mejillas, únicamente cuando su sonrisa era profunda.
Para siempre.
Se tendió sobre el firme cuerpo de su marido y se dejó llevar. Con una sutileza que parecía ajena a unas manos tan poderosas, John abrió los pequeños botones del camisón, lo izó sobre su cabeza, retirándolo a un lado y se quedó observándola.
Eres hermosa con su largo dedo trazó un camino imaginario desde su cuello hasta su ingle izquierda, haciéndola estremecer.
Creía entender a qué se había referido antes con que le iba a cabalgar. La idea le pareció tan sensual y provocativa..., el poder de dirigir y guiar comenzaba a sonarle a las mil maravillas.
Se alzó sobre sus rodillas, desplazando su peso y con ese simple acto separó ambos cuerpos logrando que el grandullón gruñera por la sensación de pérdida. Le ojeó el rostro y brillaba por el sudor, mientras se mordisqueaba el grueso labio inferior. Mere rió para sus adentros. Diantres, le encantaba la noción de control y sabía que John le seguiría la corriente en lo que hiciera.
Inclinó los hombros hasta que sus pechos rozaron el fornido torso y besó el mismo labio que John se estaba mordisqueando logrando que lo soltara. Tan pronto lo liberó Mere lo lamió una y otra vez, hasta que de la boca de su marido surgieron gemidos descontrolados. Mere sintió unas manazas posarse en sus caderas pero con sus manos se libró del calor que desprendían, colocándolas de nuevo en su lugar de reposo inicial aunque para ello requiriera algo de fuerza, como si la voluntad de su marido estuviera en guerra con su deseo.
Promete que te estarás quieto y me dejarás hacer pidió con travesura, en un suave susurro. Su marido no reaccionó ¿John? esas manos de nuevo iniciaban sus andanzas y otra vez fueron retiradas por las de menor tamaño ¿John?
¿Qué?, por todos los santos... resopló ¿es que quieres enviudar joven? Mere no pudo evitar lanzar una risilla pecaminosa.
No, quiero gozar contigo.
¡Al fin!, por todos los demonios. Se buena y no pares.
¿Te estarás quieto?
No creo que pueda, cariño.
¡Por favor!
Lo intentaré.
¿Me lo prometes?
De eso nada, enana. Como mucho, lo intentaré...
Mere valoró la extraña promesa. Era suficiente. Optó por lamer el grueso cuello y la reacción inmediata fue el movimiento incontrolable de su nuez de Adán. Desprendía un olor tan masculino, propio de él e indefinible. Lamió de nuevo, mordisqueó y lo que se agitó sin control fue su miembro varonil. Siguió hacia abajo hasta lograr definir con sus labios la larga extensión de ambas clavículas. Algo llamó la atención de Mere ¡Vaya! Su marido tenías los pezones erectos, totalmente erectos. Con el índice acarició el derecho pasando por encima con suavidad y rozándolo con la uña. El enorme cuerpo se estremeció. Pues sí que era sensible a los estímulos su señor esposo. Y a ella, verle así, le hacía perder la vergüenza.
Se le ocurrió probar otra cosa. De sopetón dejó caer su peso sobre la pelvis de John, aprisionando su miembro contra su vientre.
Diablos, Mere, no voy a poder estarme quieto le temblaba el cuerpo y como no me tomes pronto, me voy a correr como un maldito adolescente lo decía como si sufriera.
Pues hazlo.
No, maldita sea, quiero estar dentro de ti cuando estalle, envuelto en tu calor.
Hasta ese momento no pensó que pudiera estar sufriendo, no pensó que el placer le causara cierto tipo de dolor, un dolor exquisito pero dolor al cabo, y no estaba dispuesta a que su gruñón sintiera que le estaban torturando por una estúpida promesa lanzada al aire por un tonto capricho.
Ya había aguantado más que suficiente. Con la mano aferró el pulsante y mojado miembro y lo guió hasta la entrada de su cuerpo. Se alzó sobre sus rodillas y con un placentero vaivén onduló la cadera frotando la gruesa cabeza del pene. Su John gimoteó de nuevo como si hubiera perdido la capacidad de hablar.
Adentró con suavidad la formidable punta en su interior, con lentitud, tanta que podía sentir como forzaba el espacio necesario para hacerse el hueco suficiente y seguir deslizándose hacia dentro. Mere no quería apresurarse. Ya que se le daba la oportunidad, deseaba saborearla. Contrajo los músculos internos de su sexo y los aflojó. Su John tembló.
Dios, Mere, no hagas eso, por Di...
No lo pudo evitar. Basta que dijera que no lo repitiera para que su cerebro diera la orden de hacerlo.
Diablos, Mere, que no aguanto más... todo su cuerpo transpiraba y a la luz de las velas, se le veía tan hermoso desde arriba, desde el punto de vista de Mere.
Se deslizó con lentitud empalándose poco a poco y llenándose de él hasta acoger en su interior la casi totalidad del miembro. Todavía le costaba cobijar toda su extensión desde un principio ya que necesitaba acomodarlo con calma para evitar sentir dolor. Por ello le gustaba tanto esta postura, porque ella controlaba el paso y la velocidad.
Ay, madre mía.
Había lanzado las campanas al vuelo con antelación porque no había terminado de regocijarse en la sensación de poderío que sentía, cuando el enorme miembro de John la llenó por completo empujándola hacia arriba con el súbito impulso provocado por la pelvis de este.
Los minutos que siguieron fueron pura percepción sensorial. Meré se limitó a apoyarse en sus rodillas mientras el gruñón, con los talones plantados en la cama, mantenía un ritmo apremiante, más y más veloz con cada empuje. La llenaba con toda la intención de poseer hasta el último recoveco. Ya no sabía si con las penetraciones contraía o no sus paredes internas, tan solo le parecía que el espacio disminuía por momentos aprisionando el pulsante miembro o que este se iba ensanchando hasta dilatar tanto su interior que Mere no distinguía el dolor del placer. Le parecía imposible saber si era uno u otro.
Sus muslos temblaban incontrolablemente hasta que sintió que esas suaves y al tiempo ásperas manos le palpaban y magreaban los llenos pechos y bajaban hasta posarse en su cadera, aferrándola con fuerza. Esa fue su perdición. La contracción inicial fue brutal. Ambos gimieron con una mezcla de intenso dolor y deleite hasta que los movimientos pararon segundos o minutos después. Meré había perdido la noción del tiempo.
Cayó agotada sobre el sudoroso pecho. Cuando sus respiraciones se hubieron relajado y acompasado, se rió.
Me estás dejando sorda con el retumbar de tu corazón intentó incorporarse pero las pesadas manos se ubicaron en su trasero presionando hacia abajo.
No, quédate quieta.
Pero...
¿Qué? murmuró adormilado bajo su extenuado cuerpo.
Estás aun en mi interior Mere alzó con dificultad la cabeza. Hasta esta le pesaba de la languidez que cubría su cuerpo.
Ajá.
¿No sales?
No. Estoy demasiado a gusto como para moverme analizó lo dicho por Mere, medio adormilado ¿te duele?
No..., pero sigues estando grande.
Enana, soy grande.
Vaaale. ¿Podremos dormir así?
Hum...
No lo podía creer, el grandullón ya estaba medio roncando. Mere le besó en medio del pecho pensando en la opresión que sentía dentro del suyo. Tanta, que a veces le daba miedo sentir todo ese amor y ternura hacia alguien. Le beso de nuevo donde acertaron a alcanzar sus labios.
John sonrió medio dormido y murmuró.
No creas que te vas a librar de la tunda que mereces, enana. Hoy me has agotado pero mañana...
Mere iba a contestar pero un largo dedo se posó sobre su boca y la acarició.
Mañana, amor..., mañana será otro día y será duro. Ahora duerme, lo necesitamos.
Mere suspiró, reposó la cabeza con suavidad y casi sin notarlo cayó en un profundo sueño con su marido aun en su interior.