XVIII
Uno de los mayores placeres de su vida lo estaba sintiendo en estos momentos, haciendo que sus piernas comenzaran a aflojarse, debilitadas tanto por el cansancio como por las caricias de esas inmensas manos, masajeando sus pechos. Se sentía tan tranquila, llena, con él a su lado.
Rodeó ese rostro que permanecía con los ojos fijos en los pechos que acariciaba y lo alzó. Necesitaba hundirse en esa verde mirada. Estas se trabaron, reflejando todo lo que sentían y los corazones pararon. Daba igual quien se movió primero, los labios se unieron con brutalidad, mordiéndose, causando casi dolor, las lenguas enroscándose apasionadas en lo que parecía casi una lucha. Mere empujó contra el lecho a John, de un fuerte empujón, separando brevemente sus bocas para sentarse a horcajadas sobre él.
Quítate los pantalones, cariño, quítatelos gruñó John.
Se arrancaron la ropa como si fueran fieras. Quedó desnudo, excitado, tremendamente excitado, frente a ella, de rodillas en la cama, y solo pudo observarle con la boca abierta mientras tiraba con sus fuertes manos del cinturón de ella y casi le arrancaba el pantalón, hasta lograr separarle los muslos y ahuecar una de esas enormes manos sobre su entrepierna.
Dios, estás húmeda para mí.
No le dejó reaccionar. Para cuando pudo hacerlo la había vuelto de espaldas contra los almohadones, aplastada por ese musculoso cuerpo, que seguía besándola, mordiéndole desesperado.
Lanzó un bronco grito. Por todos los..., la había penetrado con una ferocidad que le había dejado sin aliento, mientras sus manos la recorrían entera. No le dio tregua, ni la más mínima. La invadía como un pistón, causando dolor y placer, placer con dolor, un dolor exquisito. Una y otra vez mientras ella recorría y arañaba esa extensa espalda, los músculos moviéndose al ritmo de los furiosos embates. No iba a aguantar, no si seguía así, a ese ritmo pavoroso. Más rápido, cada vez más.
No podía pensar, únicamente sentir los golpetazos de esas caderas contra las suyas y el continuo roce que la volvía loca.
Se contrajo, en su interior, con una furia equiparable a la de las penetraciones y su marido gimió como si estuviera dolorido, roncos gemidos al ritmo de sus propias contracciones hasta que sintió ese calor en su interior mientras las embestidas seguían, más suaves.
Dios, estaban totalmente resbaladizos. Pasó una mano por esa húmeda espalda y la otra la posó en la cadera, que ahora se balanceaba con suavidad contra ella mientras él aun permanecía en su interior. También ella estaba resbaladiza de sudor.
Rió y su John alzó la cabeza para mirarla directamente, presionando con su pelvis contra la suya. Madre mía, lo notaba aun inmenso, tan adentro que gimió.
Sintió que, en respuesta, el todavía erecto miembro se contraía, de nuevo totalmente rígido, ensanchando sus paredes internas completamente hasta creer que no podría más.
Dios, enana, ¿qué me haces?
Amarte, solo eso.
¡No podía estar excitándose de nuevo! Por la presión que comenzaba a sentir de nuevo en su interior, la forma en que de nuevo la comenzaba a llenar, no le dejó dudas. Su interior se contrajo de nuevo y él lanzó un gemido susurrante, tierno.
No se saciaban y quizá no lo hicieran en un buen rato. El miedo había sido demasiado intenso y necesitaban sentirse unidos.
Se dejó arrastrar de nuevo por la poderosa corriente que era su marido, con todas sus fuerzas y deseo. Quizá fuera ella quien arrastrara a ambos. No importaba. Lo único que valía era lo que estaban compartiendo, lo que sentían y tenían. Más tarde retornarían a la realidad. No ahora. El ahora era de ellos y de nadie más.