XIII
¿Pero qué estaba haciendo? ¡Le iban a matar! ¡Siéntate!
La sensación de alivio que sintió al ver a sus captores cruzar la puerta acompañados del hijo de Norris, jamás la podría explicar, aunque estuviera prisionero como ella, porque sabía lo que significaba: que John estaba cerca, su John venía a por ella.
Fue como ver un recoveco de maravillosa luz en una oscura cueva. Hasta que Rob se levantó de la silla situada junta a la suya provocando que Anderson le apuntara directamente. Por favor, siéntate, siéntate...
No podía gritárselo con la maldita mordaza y le entraron ganas de llorar, de chillar como una posesa de la impotencia que sentía.
Repentinamente todo estalló. ¿Qué demonios estaba pasando? Su corazón bombeaba a mil pulsaciones. La puerta había explotado hacia el interior de la cueva. Rob y Anderson rodaron por el suelo, cerca, pero apenas lo apreciaba con la polvareda y los trozos de madera esparcidos por todas partes. Forcejeó contra las sogas, con toda su alma porque lo sabía, simplemente sabía que este era el instante de pelear. Si no lo hacía, no habría otro.
Estiró de las cuerdas rasgándose las muñecas, haciéndose sangre y comenzó a notar que se aflojaban algo. Otro poco y casi, casi..., hasta que sintió la fría sensación del afilado metal en la garganta, apretando. Se quedó helada.
Pasaron uno, dos segundos, hasta que la espesa polvareda comenzó a disiparse y alzó la vista. Sus ojos se trabaron de inmediato con los verdes de su marido, fríos y helados, que no la miraban directamente sino que estaban clavados en su cuello.
Desvió la vista y lo que vio a tres metros la congeló aun más. Rob se encontraba tendido en el suelo, con las manos atadas tras de sí, boca arriba, y el bestial capataz sentado a horcajadas encima, con las manos rodeando su cuello, pero ya no apretaban. No se movían ni un milímetro porque si lo hicieran el curvo cuchillo posado en el cuello de Anderson, le rajaría la garganta de lado a lado.
Mere no podía explicar cómo lo sabía, pero así era, por la expresión del oscuro hombre ubicado a la espalda del capataz que lo mantenía sujeto por la barbilla, alzada levemente para colocar en mejor posición el acerado puñal. Ese impresionante rostro estaba impasible, con la cicatriz resaltando en el impactante rostro y no apartaba la oscura mirada de la azulona y algo perdida del hombre caído en el suelo. Su pulso no temblaba ni un poco.
No ocurría lo mismo con el cuchillo que tenía colocado en su propia garganta. Por Dios, notaba el filo resbalar acompañado por el leve temblor de la mano que lo sujetaba.
Necesitaba ver esos ojos verdes. Como si su marido lo hubiera presentido, esa necesidad, esos hermosos ojos se desviaron hacia ella. Sintió paz. El inmenso amor que los llenaba, le dio paz. Si le rajaban el cuello al menos le habría visto de nuevo y sentido ese amor que la llenaba.
Quieta como una estatua, percibió que algo iba a ocurrir por la postura de John. Se preparaba para algo.
Escuchó un horrible gorjeo, a nada comparable, y el cuerpo de su marido se lanzó a gran velocidad hacía el lugar donde estaban y sujetó el brazo que mantenía el cuchillo contra su cuello. Escuchó un extraño silbido y notó el brazo que agarraba el cuchillo aflojarse a la vez que lo sujetaba John.
Sintió calor en el cuello, no demasiado, y dolor. ¡Dios santo! ¿Le había cortado? ¡Le había cortado! Al tiempo que escuchaba un horripilante crujir y la caída de un cuerpo a su espalda, algo cálido comenzó a resbalar suavemente por el cuello, su cuello, que notaba como adormilado.
Con algo de brusquedad apartaron la mordaza de su boca e intentó hablar pero no pudo, no podía casi hablar, maldición. Tan solo surgió un ridículo cacareo. Las sogas de sus manos se aflojaron y cayeron inermes a sus costados. ¿También tenía dormidas las manos? Ni que fuera la bella de las extremidades durmientes. Se rió para sus adentros...
Algo le decía que estaba en shock, quizá el pensar en cuentos infantiles le dio una pista...
Intentó girar la cabeza para ver lo ocurrido con Anderson, pero John se lo impidió situándose suavemente entre sus piernas que permanecían atadas a las patas de la odiosa silla.
No, amor, no mires esas enormes, adoradas y bienvenidas manos le alzaron la barbilla. No pasa nada, cariño. Te ha dado un leve pinchazo en el cuello, pero apenas sangra.
Algo suave y claro presionó contra la zona que notaba acalorada y una de esas manos agarró la suya y la posicionó sobre el pañuelo.
Aprieta, cariño.
Le estaba atando los botones de la camisa y luego el cinturón del pantalón. Con suavidad.
La mirada de Mere se desvió a esos labios carnosos, apretados en una rígida línea y sintió la necesidad de tranquilizar al hombre que prácticamente temblaba, mientras recolocaba la ropa con gentiles manos en su lugar. Como si el secuestrado y goleado hubiera sido él y no al revés.
John.
No le atendió. Seguía concentrado en la estúpida ropa como si de distraerse fuera a despedazar algo o a alguien.
¡John! No me han hecho daño. Estoy bien. Algo asustada, pero ya no, ya estás aquí sonrió levemente, empezaba a recobrar la cordura que por un momento había salido volando de su mente. He sido valiente e intenté morderle la nariz, pero se me escurrió.
Los ojos de su gruñón se abrieron como platos y esos labios maravillosos se curvaron, se acercaron a los suyos y le dio un dulce beso, con las manos rodeando con ligereza la dolorida cara.
¡Ay!
Dios, lo siento, amor esas manos comenzaron a palparle el cuerpo, de arriba abajo presionando con suavidad aquí y allá.
No me duele, aunque creo que tengo el cuerpo adormilado de estar tanto tiempo en la misma posición y la cara ¿algo morada? el rostro de su marido se echó hacia atrás y devoró sus rasgos.
Estás hermosa, mi amor. Para mí siempre estarás hermosa.
Dios mío, a su grandullón le resbalaba una lágrima por la mejilla y ella siguió su curso como una lela hasta que llegó a los gruesos labios. Su marido estaba llorando. En esta ocasión fue ella quien sujeto ese hermoso rostro entre sus manos.
John, estamos juntos de nuevo. Por favor..., ya pasó todo le besó en esos húmedos labios notando el salado sabor de la lágrima y apoyó su frente en la de él.
Estaban juntos y deseaba que el mundo hubiera desaparecido. ¡Cómo deseaba...! Pero sabía que no era posible. Se separó levemente de su gruñón y giró de nuevo la cabeza para ver lo que ocurría tras la inmensa figura que permanecía arrodillada entre sus piernas. La manaza de su marido le cortó el paso.
No, cariño.
Mere dudó.
¿Está muerto?
Sí.
¿Seguro?
Sí.
¿Me lo prometes?
Lo prometo.
Pronunció la frase que en parte le aterraba y en parte necesitaba pronunciar.
Necesito asegurarme no pudo apartar la vista de su marido, para que entendiera que era algo que no deseaba hacer, sino que lo necesitaba, aunque le aterraba ver lo que el cuerpo de su marido le ocultaba a la vista.
John se levantó con suavidad, se apartó y Mere miró. ¡Dios mío! El enorme cuerpo del hombre que la había tratado brutalmente y al que tenía pavor, estaba encogido como una muñeca de trapo, con la cabeza casi separada del tronco y rodeado de un charco de sangre que lo salpicaba todo, empezando por la cara espantada de Rob, la cara que en estos momentos trataba de limpiar Peter con un arrugado pañuelo mientras le hablaba suavemente, sin que Mere alcanzara a escuchar lo que decía.
Estaba vivo, Rob estaba vivo. Algo magullado por las marcas que mostraba su garganta, pero entero. El suspiro de alivio que lanzó Mere llegó a oídos del hombre que dejaba que le limpiaran como si fuera una dócil marioneta. Pareció como si ese sonido lo sacara del trance en el que estaba sumido. Desvió la azul mirada hacía ella y llevándose una mano a su cuello, como para ocultarlo de la vista femenina, le sonrió con esa sonrisa tan característica de Rob. Tan dulce.
La mano que limpiaba el rostro que sonreía quedó paralizada de golpe. Temblaba ligeramente.
Mere supo que jamás olvidaría lo que había hecho ese maravilloso hombre. Ahora lo entendió. Había centrado su atención sobre él para desviarla de ella. Las ganas de llorar de emoción le llenaron el pecho.
Cuando estuvieran en casa, en su tranquilo y seguro hogar contaría a todos lo que había descubierto en las pocas horas compartidas con el hombre que ahora yacía muerto a los pies de Rob y de Peter. En la enfermiza y corrupta organización que secuestraba y empleaba inocentes criaturas para hacerse inmensamente ricos llevándose por delante las vidas de hombres, mujeres y niños sin remordimiento o piedad alguna.
Al fin habían descubierto de qué se trataba. El problema era que carecían de pruebas ya que los hombres que pudieran haber hablado o testificado estaban tendidos, muertos a sus pies. Tendrían que idear algo para obtener esas malditas pruebas, pero eso no sería ni hoy ni mañana. Esa misma noche necesitaba que su marido la amara como nunca para recordarles que seguían vivos. Vivos y juntos de nuevo.