IV
Estaba calentita pero en una postura incómoda y quizá por ello había despertado. Abrazado a ella como un pulpo estaba John, con el precioso rostro cubierto de un espeso principio de barba y respirando con la tranquilidad de un niño pequeño por encima de la coronilla de Mere. Tendidos de costado con las piernas entrelazadas se encontraba tan a gusto que optó por no moverse ni un milímetro. No deseaba despertar al grandullón y lo cierto es que por nada del mundo quería hacer frente a la realidad del día por llegar. ¿Por qué la vida no era más sencilla?
Prefería no pensar, ni levantarse del lecho, o retrasarlo cuanto le fuera posible. Jamás antes se había contemplado a sí misma como un avestruz, de esas que esconden la cabeza bajo tierra para no sentir dolor ni angustia, pero esta mañana tenía miedo de lo que fueran a escuchar de boca del médico, tanto miedo...
Apartó el pensamiento de su mente. John se removió e introdujo el muslo con mayor precisión entre los de Mere. Sonrió medio en sueños y murmujeó un satisfecho ahí, cariño. Mere respondió de forma inconsciente a esa sonrisa y por un momentito pensó que le encantaría poder adentrarse en los pensamientos del gruñón.
Sabía que tardaría en despertar. Apenas habían compartido mañanas como matrimonio, pero Mere ya tenía claras ciertas cualidades de su marido. Le gustaba dormir desnudo, casi todas las noches terminaba cubriendo a Mere como una calurosa manta de lana y a lo largo del sueño mantenía el contacto con el cuerpo de Mere con cualquier parte del suyo, una mano, un pie, su cuerpo entero. Como si en su subconsciente temiera que le fuera a ser arrebatada.
Se había casado con un oso de peluche enorme, cuya mayor diversión solía centrarse en despertarla en mitad del más profundo sueño, bien entrada la noche, para hacer el amor con lujuria y desenfreno.
A Mere le apasionaban todas esas cualidades, sin duda.
Las otras, que fluctuaban durante el día, la terquedad, la necesidad de controlarlo todo, lo mandón que era, estaba dispuesta a soportarlas por el bien común.
Hola, enana el grueso muslo se adentró aun más, hasta tocar fondo necesito un beso mañanero.
Otra cosa que no dejaba de sorprenderle es que despertaba siempre de buen humor, ni gruñón ni malhumorado. Le chiflaba su señor esposo.
Mere lo besó con un casto beso que sabía de sobra que ni por asomo le sería suficiente. Perdió exactamente un segundo en arrastrarla hacía él y darle ese sensual beso con el que a diario comenzaban el día.
¿Estás preparada? no hacía falta que se explayara ni diera más explicaciones. Se miraron a los ojos.
Tengo miedo, John.
Ya lo sé, cariño, pero ocurra lo que ocurra, estaremos juntos.
Se deslizó de la cama hacia un costado, quedando en pie, desnudo y a la espera, hasta que alargó la mano extendiéndola hacia Mere.
No podían retrasarlo más.