VIII
Llevaba escondido unos días pero no iba a poder aguantar mucho más. Se había enterado de la muerte de Abrahams en la fiesta de los Evers, cuando la pequeña de la familia lo había insinuado de pasada, como si fuera una pequeña cuestión sin importancia. Lo que desconocía era que había derrumbado su mundo, esa vida que tanto le había costado mantener. Tenía gracia, el objeto de sus sueños eróticos, lo había hundido en la miseria ¿sería justicia divina? Si no fuera por la desastrosa situación en que se encontraba se hubiera echado a reír. Pero incluso sonreír le daba miedo por si le descubrían y alguien daba el chivatazo del lugar donde se escondía.
Tanto Abrahams como él llevaban un tiempo dudando acerca del trato dispensado a los muchachos. Al principio pensaron que les asignaban tareas habituales de la fábrica. Era simple. Abrahams los reclutaba en la calle o los compraba en el hospicio de Bath y él les daba el visto bueno físicamente, en su condición de médico de la fábrica. Comenzó a dudar cuando le trajeron a uno de los muchachos marcado con latigazos. Calló al principio ya que era tan sencillo hacer la vista gorda y el dinero resultaba tan... goloso.
Abrahams parecía un animal y su fama era acorde a dicha imagen, pero él sabía que no era así, que también tenía sus dudas. Lo descubrió el día que llevó trozos de pan seco a la zona oscura, donde tenían encerrados a los chicos. Al preguntarle, contestó que era para alimentar a las ratas y evitar que estas royeran las telas, pero en la zona oscura no había telas. El capataz supo que lo había pillado. Después de eso la dinámica entre ambos cambió radicalmente. Comenzaron a conversar y descubrió a un hombre marcado por una vida perra al que las circunstancias habían arrastrado hasta ese maldito lugar. Al principio apenas hablaban de sus dudas, hasta que en primavera, Abrahams musitó algo acerca de cierto librero que solía tratar con la policía. En un primer momento se angustió ya que si la policía descubría lo que estaban haciendo, terminarían en prisión; pero después al enterarse de lo que hacían con los chavales, sobre todo con los de más edad, decidió apoyarle. Calcularon y sopesaron todas las salidas. Abrahams hablaría con el librero y él intentaría reunir pruebas suficientes para que ambos pudieran cubrirse las espaldas. Si iban a las autoridades con esta historia los tacharían de enfermos y además, debían tener en cuenta que el escándalo salpicaría a gente importante.
Sentían miedo, y a la vista del resultado, con razón. Ignoraba si el capataz había llegado a confesar algo al viejo, pero él había ido obteniendo pruebas con infinita paciencia. Tenía nombres y descripciones. Se las sonsacaba de los muchachos cuando los atendía en la zona oscura. Se arrepentía. Se arrepentía tanto de no haber hecho algo, lo que fuera. Ahora era demasiado tarde para su amigo. Había llegado el momento de salir de la ratonera.