VIII
Esperaba tener buenas noticias y si las acompañaba el regalo que deseaba por encima de todo...
No veía el momento de tenerle para él a solas. Ambos le obsesionaban, su juguete y la pequeña flor que comenzó a llamar su atención cuando la vio seguir a Abrahams entre callejas sucias y destrozadas, ajena a las depravadas miradas que recibía de aquellos con quienes se cruzaba.
Una verdadera pena que ella se hubiera casado, aunque eso no era obstáculo para él. Tampoco es que tuviera intención de casarse con ella. Con una risa cruel pensó que era demasiado..., inquieta para domarla como le gustaría. Además con las mujeres era diferente, no podía emplearse tan a fondo como con ellos, como tenía intención de hacer con su juguete.
Había dado la orden de que los separaran, que lo distanciaran de su sombra y que se lo trajeran como fuera, empleando los medios necesarios, pero que evitaran, en la medida de lo posible, marcarles. Eso solo le correspondía a él.
Seguía cansado. Tras la fiesta todo se había revuelto y habían resurgido necesidades que llevaban apagadas mucho tiempo, necesidades que su mujer no podía cubrir.
Un brusco salto del coche de caballos lo sacó de su ensimismamiento. Iba camino a la fábrica y comenzaba a marearse con el traqueteo del coche.
Algunos de los trabajadores estarían ocupando sus puestos, otros estarían cambiando el turno y esperaba que Anderson estuviera aguardando su llegada. Tenían que concretar los siguientes pasos a adoptar. Se estaban aproximando, si atendía a las cerradas curvas que acababa de tomar el carruaje, y apenas unos segundos más tarde avistó las verjas que daban acceso a la propiedad donde se ubicaba la fábrica. El guarda de día dejó paso libre al reconocer el carruaje del dueño de la empresa y siguieron por el camino adelantando a esporádicos trabajadores que se aproximaban, con andares cansinos, a la entrada del edificio.
Resguardándose del frío matutino descendió del coche y se extrañó de que el capataz no lo recibiera de inmediato. Cruzó la puerta que abrió otro uniformado guarda y caminó sin distracción por el largo pasillo hasta el fondo, hasta su lujoso despacho. Sus hombres de confianza lo siguieron.
Nadie le esperaba y eso le inquietó. Algo fallaba.
Se estaba desprendiendo del abrigo, la bufanda y el sombrero cuando unos suaves toques en la puerta le importunaron. Sería Anderson. Los golpes se repitieron y ello le extrañó aun más.
Adelante.
A pesar del permiso nadie traspasó la puerta por lo que, tras un gesto suyo, uno de sus hombres la abrió.
Los personajes que entraron en la habitación eran la mano derecha del capataz, Gordon y su fornido hermano. Traían unas caras que vaticinaban malas noticias. Sin duda, algo iba rematadamente mal.
¿Dónde está Anderson?
No lo sabemos, jefe. Cuando volvimos de la tienda, ya no estaban en la zona oscura y habían volado tanto Anderson, como el rata y el pajarillo.
Por un momento disfrutó con la idea de colocar una bala entre ceja y ceja al miserable que le estaba mareando con su parloteo de animal, pero algo le dijo que entre toda esa maraña de balbuceantes palabras flotaba algo importante, que el sentido era otro totalmente diferente al que a primera vista parecía indicar.
Despacio.
El asustado hombre tragó saliva.
Eres Gordon, la mano derecha de Anderson surgió en forma de afirmación, no de pregunta y los ojillos del hombre se abrieron a la par que su desdentada boca. Le temía y eso le gustaba.
Ayer por la tarde Anderson nos envío a la tienda del librero para ponerla patas arriba. Estaba convencido de que el traidor había ido para algo más que para hablar con el viejo. Cuando llegamos nos llevamos la sorpresa del siglo... se paró intentando sondear el humor del imprevisible hombre que le miraba con helados ojos azules, sin que le sirviera de nada, absolutamente de nada aparecieron tres mujeres. Las mismas que habíamos estado vigilando.
¡Vaya! Parecía que al señor Saxton le agradaba lo que escuchaba, así que se animó. Quizá saliera intacto de esta.
La pequeñita rolliza, la grandota y la floja. Hubo algo de pelea y nos trajimos a la primera.
¡Pues vaya! El jefazo estaba reaccionando a lo que decía, había aparecido una mueca en el labio ¿cómo si sonriera? Dios, hasta su sonrisa ponía los pelos de punta.
Tráemela.
Tragó saliva, la poca que tenía.
Ese es el problema jefe, que nos mandó de nuevo a la tienda mientras él y el rata se quedaron esperando y al volver..., no estaban. Puf, esfumados.
La rapidez con la que se movió el cuerpo grande y musculoso no fue normal. Estaba a cinco pasos de distancia y de repente, lo tenía encima, agarrándole del cuello, apretando. Su hermano no movió un músculo, el cabrón. Temía demasiado al diablo, como lo conocían a sus espaldas.
Repítelo.
¿Cómo? si le estaba ahogando, por favor, por favor. Recurrió a manotear el fortísimo brazo que agarraba su cuello. Manoteo y manoteo hasta que brillantes lucecitas comenzaron a aparecer ante sus ojos, por dentro, como si las viera desde el interior de su cabeza, hasta que la presión se aflojó y pudo respirar y toser.
Creo que se los llevaron, jefe. La puerta está rota y creo que hay restos de sangre en el suelo.
La furia casi le nublaba la vista. La había tenido al alcance de la mano, pero por la codicia del capataz se le había escapado. Más valía que permaneciera fuera de su vista o no respondería de sí mismo.
¿Qué más?
El inútil que le miraba con terror temblaba tanto que parecía a punto de desmayarse.
Nada, jefe, lo juro. Llevamos esperando desde que llegamos y no ha aparecido Anderson y no sabemos qué hacer, jefe.
Poco le faltaba para matar al gusano, y lo disfrutaría, ¡vaya si lo haría! Al menos le entretendría hasta que llegaran noticias del asunto que ocupaba su mente esa mañana y que esperaba recibir en los próximos minutos.
¡Señor Saxton!
¿Acaso no podían armar más escándalo? Estaba rodeado de incompetentes.
¡Señor Saxton! los gritos traspasaban la puerta tres hombres, uno de ellos algo magullado, dicen que deben hablar con usted con urgencia, señor
Abrió la puerta con brusquedad y se topó con el encargado de la planta de tintados, quien dio un paso atrás al enfrentarse a sus ojos.
Respiró para amarrar sus instintos, los que le hacían matar, los que hacían que le gustara matar. Que le fascinara...
¿Dónde están?
En la zona de la maquinaria.
Hágalos pasar.
De inmediato, señor le faltó tiempo para escapar como alma que lleva el diablo. No había funcionado.
En cuanto accedieron al despacho lo supo, por lo que decidió no gastar energías. Simplemente observó a los hombres que habían vuelto sin lo que quería con desesperación y se acercó al que mostraba señales de golpes en la cara. Sin gestos bruscos, ni aviso de tipo alguno, le hundió la nariz hasta el cerebro, de un golpe.
Cayó muerto sin hacer ni el más mínimo ruido, como a él le agradaba. Le molestaba sobremanera que suplicaran.
Se giró hacia los cuatro hombres que permanecían mudos y encogidos en la habitación e hizo un gesto a sus hombres, quienes se situaron detrás de los anteriores
Me desagrada que no se cumpla lo que ordeno se dirigió a los hombres que habían vuelto sin su juguete y aun permanecían con vida. Hablad.
Fue el hombre que le acompañaba, jefe. El enorme y moreno con la cicatriz, el que da miedo. Ese hombre no es normal. Ni le vimos moverse y para cuando nos dimos cuenta, había tumbado a Víctor su mirada se ladeó hacia el hombre caído con la cara hundida y su rostro se llenó de una palidez enfermiza y al señor Webster. Admito que huimos porque la forma en que acabó con los dos..., pero después volvimos jefe, lo juro, volvimos en seguida se inclinaba hacia adelante como si su cuerpo presionara para que le creyera pero solo quedaba Víctor. El señor Webster ya no estaba.
¡Maldición! No debió mandar a Webster con los demás. Sabía la curiosidad que le generaba el juguete por la forma en que escuchaba atentamente cuando hablaba de él, de las cosas que le gustaría hacer en cuanto lo tuviera a mano.
Ella se enfurecería. Se había quedado sin su actual diversión con la desaparición de Webster y no le agradaría para nada.