—¿Puedes sentirlo? —le preguntó Sagaz a la noche despejada—. Algo acaba de cambiar. Creo que eso es el sonido que hace el mundo cuando se mea encima.
Había tres guardias tras las gruesas puertas de madera de Kholinar. Miraron a Sagaz con preocupación.
Las puertas estaban cerradas, y estos hombres pertenecían a la guardia nocturna, un título algo inadecuado. No pasaban la noche «guardando», sino charlando, bostezando, apostando o (como en el caso de esta noche) mirando y escuchando incómodos a un loco.
Se daba la circunstancia de que ese loco tenía ojos azules, lo que le permitía salirse con la suya en todo tipo de problemas. Tal vez a Sagaz debería hacerle gracia la importancia que le daba esta gente al color de los ojos, pero había estado en muchos sitios y había visto muchos métodos de gobierno. Esta no parecía mucho más ridícula que la mayoría de las demás.
Y, naturalmente, había un motivo por el que la gente hacía lo que hacía. Bueno, normalmente había un motivo. En este caso, daba la casualidad de que era bueno.
—¿Brillante señor? —preguntó uno de los guardias, mirando a Sagaz, que estaba sentado en una pila de cajas dejada por un mercader que había sobornado a los guardias para asegurarse de que no robaran nada. Para Sagaz, eran simplemente un buen asiento. Tenía su mochila al lado, y en las rodillas afinaba un enthir, un instrumento cuadrado de cuerda. Se tocaba desde arriba, tañendo las cuerdas mientras lo tenías sobre el regazo.
—¿Brillante señor? —repitió el guardia—. ¿Qué estás haciendo ahí arriba?
—Esperar —dijo Sagaz. Alzó la cabeza y miró al este—. Esperar a que llegue la tormenta.
Eso hizo que los guardias se sintieran más incómodos. No se había predicho ninguna alta tormenta para esa noche.
Sagaz empezó a tañer el enthir.
—Charlemos para matar el tiempo. Dime. ¿Qué valoran los hombres en los demás?
La música sonó para un público de edificios silenciosos, callejones y empedrados gastados. Los guardias no le respondieron. No parecían saber cómo interpretar a ese ojos claros vestido de negro que entró en la ciudad justo antes de que oscureciera y que se había sentado en las cajas junto a las puertas para tocar música.
—¿Bien? —preguntó Sagaz, deteniendo la música—. ¿Qué pensáis? Si un hombre o una mujer tuviera talento, ¿cuál sería el más apropiado, el más valorado, el más ansiado?
—Er… ¿La música? —dijo por fin uno de los hombres.
—Sí, una respuesta común —dijo Sagaz, tañendo unas cuantas notas graves—. Una vez formulé esta pregunta a algunos eruditos muy sabios. ¿Cuál consideran los hombres que es el talento más valioso? Uno mencionó la habilidad artística, como tan agudamente has supuesto. Otro eligió un gran intelecto. El último eligió el talento para inventar, la capacidad para diseñar y crear grandes aparatos.
No tocaba una tonada concreta en el enthir, solo tañía aquí y allá una escala ocasional o una quinta. Como si charlara en forma de cuerdas.
—Genio estético, invención, inteligencia, creatividad. Nobles ideales, en efecto. La mayoría de los hombres escogerían una de esas cosas, si se les diera la oportunidad, y dirían que es el más grande de los talentos. —Tañó una cuerda—. Qué bellos mentirosos somos.
Los guardias se miraron unos a otros. Las antorchas ardían en los pebeteros de la muralla, pintándola de luz naranja.
—Creéis que soy un cínico —dijo Sagaz—. Creéis que voy a deciros que los hombres reconocen valorar esos ideales, pero en secreto prefieren otros talentos más bajos. La capacidad de ganar dinero o seducir a las mujeres. Bueno, soy un cínico, pero en este caso, creo que esos eruditos fueron sinceros. Sus respuestas hablan por las almas de los hombres. En nuestros corazones, queremos creer, y elegiríamos, grandes logros y virtudes. Por eso nuestras mentiras, sobre todo las que nos decimos a nosotros mismos, son tan hermosas.
Empezó a tocar una canción de verdad. Una melodía sencilla al principio, suave, contenida. Una canción para una noche silenciosa en que el mundo entero cambiaba.
Uno de los soldados se aclaró la garganta.
—¿Entonces cuál es el talento más valioso que puede tener un hombre? —parecía verdaderamente curioso.
—No tengo ni la menor idea —respondió Sagaz—. Por suerte, esa no era la pregunta. No pregunté qué era lo más valioso, pregunté qué valoraban más los hombres. La diferencia entre esas preguntas es a la vez mínima y tan enorme como lo fue el mundo una vez.
Siguió tañendo su canción. No se rasgaba un enthir. Al menos no lo hacía la gente con sentido del decoro.
—En esto —dijo Sagaz—, como en todas las cosas, nuestras acciones nos traicionan. Si una artista crea una obra de poderosa belleza, usando técnicas nuevas e innovadoras, será alabada como maestra, y lanzará un nuevo movimiento estético. ¿Pero y si otra, trabajando independientemente con ese mismo nivel de capacidad consiguiera los mismos logros al mes siguiente? ¿Encontraría el mismo reconocimiento? No. La considerarían una derivación.
»Intelecto. Si un gran pensador desarrolla una nueva teoría de matemáticas, ciencia o filosofía, diremos que es sabio. Nos sentaremos a sus pies y aprenderemos, y registraremos su nombre en la historia para que miles y miles lo reverencien. ¿Pero y si otro hombre formula la misma teoría por su cuenta, y luego se retrasa en publicar sus resultados una sola semana? ¿Será recordado por su grandeza? No. Será olvidado.
»Invención. Una mujer construye un nuevo diseño de gran valor: un fabrial o una obra de ingeniería. Será conocida como innovadora. Pero si alguien con el mismo talento crea el mismo diseño un año más tarde, sin saber que ya ha sido creado ¿será recompensado por su creatividad? No. Lo llamarán plagiador y falsificador.
Tañó las cuerdas, dejando que la melodía continuara, retorcida, inquietante, pero con un punto burlesco.
—Y por eso, al final, ¿qué debemos determinar? ¿Es el intelecto del genio lo que reverenciamos? Si fuera su capacidad artística, la belleza de su mente, ¿no lo alabaríamos con independencia de que antes hubiéramos visto o no su producto?
»Pero no lo hacemos. Dadas dos obras de majestuosidad artística, sopesadas por igual, daremos más valor a quien la hizo primero. No importa lo que crees. Importa que crees antes que nadie.
»De modo que no es la belleza lo que admiramos. No es la fuerza del intelecto. No es la inventiva, ni la estética, ni la capacidad misma. ¿El mayor talento que creemos que puede tener un hombre? —tañó una última cuerda—. Me parece que debe ser ni más ni menos que la novedad.
Los guardias parecían confusos.
Las puertas se estremecieron. Algo las golpeó desde el otro lado.
—La tormenta ha llegado —dijo Sagaz, poniéndose en pie.
Los guardias echaron mano a las lanzas que tenían apoyadas contra el muro. Tenían una casamata, pero estaba vacía: solían preferir el aire de la noche.
La puerta volvió a estremecerse, como si hubiera algo enorme fuera. Los guardias chillaron, llamando a los hombres a lo alto de la muralla. Todo fue caos y confusión mientras la puerta resonaba por tercera vez, poderosa, temblando, vibrando como si hubiera sido golpeada por un peñasco.
Y entonces una hoja brillante y plateada se clavó entre las enormes puertas, ascendió y cortó la barra que las mantenía cerradas. Una hoja esquirlada.
Las puertas se abrieron de par en par. Los guardias retrocedieron. Sagaz esperó en lo alto de sus cajas, el enthir en una mano, la mochila al hombro.
Ante las puertas, de pie en el oscuro camino de piedra, había un hombre solitario de piel oscura. Su pelo era largo y aplastado, sus ropas apenas una especie de saco harapiento a la cintura. Tenía la cabeza gacha, el pelo mojado y sucio le colgaba ante la cara y se mezclaba con una barba que tenía pegados trozos de madera y hojas.
Sus músculos brillaban, mojados como si hubiera nadado una gran distancia. Llevaba una enorme hoja esquirlada, la punta hacia abajo, clavada aproximadamente un dedo en la piedra, la mano en la empuñadura. La hoja reflejaba la luz de las antorchas; era larga, estrecha y recta, con la forma de una enorme lanza.
—Bienvenido, perdido —susurró Sagaz.
—¿Quién eres? —exclamó uno de los guardias, nervioso, mientras uno de los otros dos corría a dar la alarma. Un portador de esquirlada había venido a Kholinar.
La figura ignoró las preguntas. Dio un paso adelante, arrastrando su hoja esquirlada, como si pesara mucho. Cortaba la roca tras él, dejando un fino surco en la piedra. La figura caminaba con paso tambaleante, y casi tropezó. Se apoyó en la puerta, y un mechón de pelo se apartó de su cara, revelando sus ojos marrón oscuro, como los de un hombre de clase inferior. Esos ojos eran salvajes, deslumbrados.
El hombre finalmente advirtió a los dos guardias, que permanecían allí de pie, aterrados, apuntándolo con sus lanzas. Alzó la mano vacía hacia ellos.
—Id —dijo, hablando en perfecto alezi, sin rastro de acento—. ¡Corred! ¡Dad la voz de alarma!
—¿Quién eres? —consiguió preguntar uno de los guardias—. ¿Qué alarma? ¿Quién ataca?
El hombre se detuvo. Se llevó una mano a la cabeza, tambaleándose.
—¿Quién soy? Yo… Yo soy Talenel’Elin, Tendón de Piedra, Heraldo del Todopoderoso. La Desolación ha llegado. Oh, Dios…, ha llegado. Y he fracasado.
Se desplomó hacia delante, golpeando el suelo rocoso. La hoja esquirlada resonó tras él. No desapareció. Los guardias avanzaron con cautela. Uno de ellos lo empujó con la culata de su lanza.
El hombre que había dicho ser un Heraldo no se movió.
—¿Qué valoramos? —susurró Sagaz—. Innovación. Originalidad. Novedad. Pero sobre todo…, oportunidad. Me temo que tal vez llegas demasiado tarde, mi confuso y desafortunado amigo.
Fin del Libro Primero de El archivo de las tormentas