Baxil recorría presuroso el deslumbrante pasillo del palacio, aferrado al abultado saco de herramientas. Oyó tras él un sonido parecido a una pisada y dio media vuelta con un respingo. No vio nada. El pasillo estaba vacío, una alfombra dorada en el suelo, espejos en las paredes, el techo abovedado cubierto de elaborados mosaicos.

—¿Quieres dejar de hacer eso? —dijo Av, que caminaba junto a él—. Cada vez que das un salto estoy a punto de atravesarte por sorpresa.

—No puedo evitarlo —dijo Baxil—. ¿No deberíamos hacer esto de noche?

—La señora sabe lo que hace —replicó Av. Como Baxil, era emuli y tenía la piel y el cabello oscuros. Pero estaba más seguro de sí mismo. Recorría los pasillos actuando como si lo hubieran invitado, la espada de ancha hoja envainada y al hombro.

«Si el Primer Kadasix lo quiere —pensó Baxil—, preferiría que Av no tuviera nunca que desenvainar esa arma. Gracias».

Su señora caminaba ante ellos, la otra única persona en el pasillo. No era emuli: ni siquiera parecía makabaki, aunque tenía la piel oscura y el cabello negro, largo y hermoso. Tenía ojos como los shin, pero era alta y esbelta, como los alezi. Av pensaba que era mestiza. O eso decía cuando se atrevía a hablar de esas cosas. La señora tenía buen oído. Un extraño buen oído.

Se detuvo en el siguiente cruce de pasillos. Baxil no evitó mirar de nuevo por encima del hombro. Av le dio un codazo, pero tampoco logró evitar aquella mirada. Sí, la señora decía que los servidores de palacio estarían ocupados preparando la nueva ala para los invitados, pero este era el hogar del mismísimo Ashno de Sages. Uno de los hombres más ricos y santos de todo Emul. Tenía cientos de servidores. ¿Y si uno de ellos aparecía en ese pasillo?

Los dos hombres se reunieron con su señora en el cruce. Baxil se obligó a bajar los ojos para no seguir mirando por encima del hombro, pero entonces se encontró mirando a la señora. Era peligroso estar al servicio de una mujer tan hermosa como ella, con aquel largo pelo negro y suelto que le llegaba hasta la cintura. Nunca vestía ropas de mujer, ni una túnica, ni un vestido ni una falda. Siempre pantalones, habitualmente elegantes y estrechos, con una espada de hoja fina al cinto. Sus ojos eran de un violeta tan claro que eran casi blancos.

Era sorprendente. Maravillosa, embriagadora, abrumadora.

Av le dio de nuevo un codazo en las costillas. Baxil dio un respingo y luego miró con dureza a su primo, frotándose el vientre.

—Baxil —dijo la señora—. Mis herramientas.

Él abrió la bolsa y le entregó un cinturón de herramientas plegado. Tintineó cuando ella lo recogió, sin mirarlo, y se internó en el pasillo a la izquierda.

Baxil observó, incómodo. Esto era el Salón Sagrado, el lugar donde los ricos colocaban imágenes de su Kadasix para rezar. La señora se acercó a la primera obra de arte. El cuadro mostraba a Epan, Dama de los Sueños. Era maravilloso, una obra maestra de pan de oro sobre lienzo negro.

La señora sacó un cuchillo y rasgó el cuadro. Baxil se estremeció, pero no dijo nada. Casi se había acostumbrado a la manera tan indiferente con que ella destruía obras de arte, aunque le sorprendiera. Sin embargo, ella les pagaba muy bien a los dos.

Av se apoyó contra la pared, hurgándose los dientes con una uña. Baxil trató de imitar su pose relajada. El gran pasillo estaba iluminado con chips de topacio colocados en hermosas lámparas, pero no hicieron ningún amago por apoderarse de ellos. A la señora no le gustaba robar.

—He estado pensando en seguir la Antigua Magia —dijo Baxil, en parte para no estremecerse mientras la señora se disponía a sacarle los ojos a un hermoso busto.

Av bufó.

—¿Por qué?

—No lo sé —dijo Baxil—. Parece que tiene algo que ver conmigo. Nunca lo he pretendido, ya sabes, y dicen que cada hombre tiene una oportunidad para pedir un favor a la Vigilante Nocturna. ¿Has usado la tuya?

—No —respondió Av—. No me apetece hacer el viaje hasta el Valle. Además, mi hermano fue. Volvió con las manos entumecidas. Nunca volvió a sentir con ellas.

—¿Qué favor pidió? —preguntó Baxil mientras la señora envolvía un jarrón con una tela y luego lo dejaba caer al suelo y aplastaba los pedazos.

—No lo sé. Nunca lo dijo. Parecía avergonzado. Probablemente pidió alguna tontería, como un buen corte de pelo. —Av hizo una mueca.

—Yo estaba pensando en algo más útil —dijo Baxil—. Como pedir valor ¿sabes?

—Si eso quieres, pienso que hay modos mejores que la Antigua Magia. Nunca se sabe con qué tipo de maldición acabarás.

—Podría expresar mi petición perfectamente.

—No funciona así —dijo Av—. No es un juego, no importa lo que cuenten las historias. La Vigilante Nocturna no te engaña ni retuerce tus palabras. Tú pides un favor. Ella te da lo que considera que mereces, y luego te da también una maldición. A veces está relacionada, a veces no.

—¿Desde cuándo eres un experto en eso? —preguntó Baxil. La señora estaba rasgando otro cuadro—. Creía que habías dicho que no has ido nunca.

—No he ido. Pero mi padre fue, mi madre también, y todos mis hermanos. Unos pocos consiguieron lo que querían. La mayoría lamentaron la maldición, excepto mi padre. Consiguió un montón de tela buena, y la vendió para impedir que muriéramos de hambre durante la hambruna del lurnip de hace unas cuantas décadas.

—¿Cuál fue su maldición?

—A partir de entonces vio el mundo del revés.

—¿De verdad?

—Sí —dijo Av—. Todo cambiado. Como si la gente caminara por el techo y tuviera el cielo debajo. Pero decía que se acostumbró bastante rápido y cuando murió ya no consideraba que fuera una maldición.

Solo pensar en esa maldición hacía que Baxil se sintiera enfermo. Miró el saco de herramientas. Si no fuera tan cobarde ¿no sería tal vez capaz de convencer a la señora para que lo considerara algo más que músculo contratado?

«Si el Primer Kadasix lo quiere —pensó—, sería muy agradable saber qué hacer. Gracias».

La señora regresó, el pelo un poco despeinado. Extendió la mano.

—La maza acolchada, Baxil. Hay una estatua entera ahí.

Él sacó la maza del saco y se la entregó.

—Tal vez debería conseguirme una hoja esquirlada —dijo ella con aire ausente, cargándose la herramienta al hombro—. Pero entonces esto sería demasiado fácil.

—No me importaría que fuera demasiado fácil, señora —comentó Baxil.

Ella hizo una mueca y volvió a la sala. Pronto empezó a golpear una estatua al fondo. Le rompió los brazos. Baxil dio un respingo.

—Alguien va a escuchar eso.

—Sí —contestó Av—. Probablemente por eso esperó a dejarlo para el final.

Por fin los golpes quedaron apagados por el acolchado de la maza. Tenían que ser los únicos ladrones que se colaban en las casas de los ricos y no se llevaban nada.

—¿Por qué hace esto, Av? —preguntó Baxil.

—No lo sé. Tal vez deberías preguntárselo a ella.

—¡Creí que habías dicho que no debería hacer eso nunca!

—Depende. ¿Hasta qué punto aprecias tus miembros?

—Bastante.

—Bueno, pues si alguna vez quieres cambiar ese aprecio, empieza haciéndole a la señora preguntas molestas. Hasta entonces, cállate.

Baxil no dijo nada más. «La Antigua Magia —pensó—. Podría cambiarme. Iré a buscarla».

Sin embargo, conociendo su suerte, no podría encontrarla. Suspiró y se apoyó de nuevo contra la pared mientras los golpes apagados seguían resonando.

El camino de los reyes
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