«Caminé desde Abamabar hasta Uriziru».

Esta cita de la Octava Parábola de El camino de los reyes parece contradecir a Varala y Sinbian, que sostienen que la ciudad es inaccesible a pie. Tal vez construyeron un camino, o tal vez Nohadon estaba siendo metafórico.

«Los hombres de los puentes no están hechos para sobrevivir…».

Kaladin se sentía aturdido. Sabía que estaba dolorido, pero aparte de eso, flotaba. Como si la cabeza se le hubiera separado del cuerpo y rebotara en paredes y techos.

—¡Kaladin! —susurró una voz preocupada—. Kaladin, por favor. Por favor, no sufras más.

«Los hombres de los puentes no están hechos para sobrevivir». ¿Por qué le molestaban tanto esas palabras? Recordaba lo que había sucedido, usar el puente como escudo, desequilibrar al ejército, condenar el ataque. «¡Padre Tormenta, soy un idiota!»., pensó.

—¿Kaladin?

Era la voz de Syl. Se arriesgó a abrir los ojos y vio el mundo boca abajo, el cielo extendido bajo él, el familiar aserradero en el aire sobre él.

No. Quien estaba boca abajo era él. Colgando contra el lado del barracón del Puente Cuatro. El edificio moldeado a partir de la animación tenía nueve metros de altura, con un tejado inclinado. Kaladin estaba atado por los tobillos a una cuerda que, a su vez, estaba sujeta a una anilla colocada en el tejado. Había visto esto antes con otros hombres de los puentes. Uno que había cometido un asesinato en el campamento, otro a quien habían sorprendido robando por quinta vez.

Su espalda daba contra la pared, de modo que estaba encarado hacia el este. Tenía los brazos libres, colgando, y casi tocaban el suelo. Gimió de nuevo, dolorido por todas partes.

Como le había enseñado su padre, empezó a tocarse el costado en busca de costillas rotas. Dio un respingo cuando descubrió que varias estaban reblandecidas, o al menos astilladas. Probablemente rotas. Se palpó también el hombro, donde temía tener rota la clavícula. Uno de sus ojos estaba hinchado. El tiempo demostraría si tenía alguna herida interna grave.

Se frotó la cara, y copos de sangre seca se soltaron y revolotearon hacia el suelo. Un arañazo en la frente, la nariz ensangrentada, el labio roto. Syl se posó en su pecho, los pies plantados sobre su esternón, las manos a la espalda.

—¿Kaladin?

—Estoy vivo —murmuró él, las palabras confusas por el labio roto—. ¿Qué ocurrió?

—Esos soldados te golpearon —dijo ella, y pareció hacerse más pequeña—. Se la he devuelto. Hice que uno de ellos resbalara tres veces hoy. —Parecía preocupada.

Kaladin sonrió. ¿Cuánto tiempo podía colgar así un hombre, la sangre afluyendo a su cabeza?

—Hubo muchos gritos —dijo Syl en voz baja—. Creo que varios hombres fueron degradados. Ese soldado, Lamaril…

—¿Qué?

—Fue ejecutado —dijo Syl, en voz aún más baja—. El alto príncipe Sadeas lo hizo él mismo, en el momento en que el ejército regresó de la meseta. Dijo algo así como que la responsabilidad última recaía en los ojos claros. Lamaril no paraba de gritar que tú habías prometido exonerarlo y que había que castigar en cambio a Gaz.

Kaladin sonrió con tristeza.

—No tendría que haberme dejado sin sentido. ¿Y Gaz?

—Lo dejaron en su puesto. No sé por qué.

—Derecho de responsabilidad. En un desastre como este, los ojos claros se llevan la mayor parte de la culpa. Les gusta alardear de obedecer antiguos preceptos como ese, cuando les conviene. ¿Por qué sigo vivo?

—Para dar un escarmiento —dijo Syl, envolviéndose en sus brazos transparentes—. Kaladin, tengo frío.

—¿Puedes sentir la temperatura? —preguntó Kaladin, tosiendo.

—Normalmente no. Ahora sí. No lo entiendo. Y…, no me gusta.

—No pasará nada.

—No deberías mentir.

—En ocasiones es bueno mentir, Syl.

—¿Y esta es una de esas ocasiones?

Él parpadeó, tratando de ignorar sus heridas, la presión en su cabeza, tratando de despejar su mente. Fracasó en todo.

—Sí —susurró.

—Creo que entiendo.

—Bien —dijo Kaladin, echando la cabeza atrás y apoyando el bulto parietal de su cráneo contra la pared—. Me va a juzgar la alta tormenta. Dejarán que la tormenta me mate.

Allí colgado, Kaladin quedaría expuesto directamente a los vientos y todo lo que estos le arrojaran. Si eras prudente y emprendías las acciones adecuadas, era posible sobrevivir a una alta tormenta, aunque era una experiencia horrible. Kaladin lo había hecho en varias ocasiones, agazapado, al abrigo de una formación rocosa. ¿Pero colgar de una pared encarada directamente hacia la tormenta? Acabaría hecho pedazos, aplastado por las piedras.

—Ahora mismo vuelvo —dijo Syl, saltando de su pecho y tomando la forma de una piedra que caía, y luego convirtiéndose en hojas sopladas por el viento cuando ya estaba cerca del suelo, hasta alejarse hacia la derecha. El aserradero estaba vacío. Kaladin podía oler el aire helado y nítido, la tierra preparándose para una alta tormenta. La pausa, se llamaba, cuando el viento se calmaba, el aire se enfriaba, la presión caía y la humedad se elevaba antes de una tormenta.

Unos segundos más tarde, Roca asomó la cabeza, con Syl sobre el hombro. Se arrastró hasta Kaladin, seguido por un nervioso Teft. Moash llegó a continuación: a pesar de sus protestas de que no confiaba en Kaladin, parecía casi tan preocupado como los otros dos.

—¿Alteza? —dijo Moash—. ¿Estás despierto?

—Estoy consciente —croó Kaladin—. ¿Todo el mundo volvió bien de la batalla?

—Todos nuestros hombres, claro —dijo Teft, rascándose la cabeza—. Pero perdimos la batalla. Fue un desastre. Más de doscientos hombres de los puentes muertos. Los que sobrevivieron solo pudieron cargar once puentes.

«Doscientos hombres —pensó Kaladin—. Es culpa mía. Protegí a los míos a costa de los demás. Fui demasiado apresurado».

«Los hombres de los puentes no están hechos para sobrevivir. Hay algo en eso». Ya no podría preguntárselo a Lamaril. Pero ese hombre había recibido lo que merecía. Si Kaladin tuviera la capacidad para escoger, así sería el final de todos los ojos claros, el rey incluido.

—Queríamos decir algo —dijo Roca—. De parte de todos los hombres. La mayoría no quisieron salir. La alta tormenta se avecina y…

—No importa —susurró Kaladin.

Teft le dio un codazo a Roca para que continuara.

—Bueno, es esto. Te recordaremos. El Puente Cuatro no volverá a ser como era. Tal vez todos muramos, pero le enseñaremos a los nuevos. Hogueras de noche. Reír. Vivir. Crearemos una tradición. Por ti.

Roca y Teft sabían lo de los matopomos. Podrían seguir ganando dinero extra para pagar las cosas.

—Hiciste esto por nosotros —intervino Moash—. Habríamos muerto en el campo de batalla. Tal vez tantos como murieron en las otras cuadrillas. De esta forma, solo vamos a perder a uno.

—Dije que no estaba bien esto que hacen —dijo Teft con el ceño fruncido—. Hablamos de soltarte…

—No —dijo Kaladin—. Eso solo os acarrearía un castigo similar.

Los tres hombres intercambiaron miradas. Parecía que habían llegado a la misma conclusión.

—¿Qué dijo Sadeas de mí? —preguntó Kaladin.

—Dijo que comprendía que un hombre de los puentes quisiera salvar la vida, incluso a expensas de los demás —dijo Teft—. Te llamó cobarde egoísta, pero actuó como si lo que hiciste fuera lo que cabía esperar.

—Dice que va a dejar que te juzgue el Padre Tormenta —añadió Moash—. Jezerezeh, rey de los Heraldos. Dice que si mereces vivir, lo harás… —guardó silencio. Sabía tan bien como los demás que sin protección no se sobrevivía a las altas tormentas, no así.

—Quiero que los tres hagáis algo por mí —dijo Kaladin, cerrando los ojos contra la sangre que le corría por la cara desde el labio, que se había vuelto a abrir al hablar.

—Lo que quieras, Kaladin —respondió Roca.

—Quiero que volváis al barracón y le digáis a los hombres que salgan después de la tormenta. Decidles que vengan a verme atado aquí. Decidles que abriré los ojos y los miraré, y así sabrán que sobreviví.

Los tres hombres guardaron silencio.

—Sí, por supuesto, Kaladin —dijo Teft—. Lo haremos.

—Decidles —continuó Kaladin, la voz más firme— que no acabará aquí. Decidles que decidí no quitarme la vida, así que de ninguna de las maneras voy a entregársela a Sadeas, por Condenación.

Roca mostró una de sus amplias sonrisas.

—Por los uli’tekanaki, Kaladin. Casi creo que lo vas a hacer.

—Toma —dijo Teft, entregándole algo—. Para que te dé suerte.

Kaladin cogió el objeto con mano débil y ensangrentada. Era una esfera, un cielomarco. Estaba opaco, sin luz tormentosa. «Lleva una esfera contigo en una tormenta, decía el viejo refrán, y al menos tendrás luz para ver».

—Es todo lo que pudimos rescatar de tu bolsa —dijo Teft—. Gaz y Lamaril se llevaron el resto. Nos quejamos ¿pero qué podíamos hacer?

—Gracias.

Moash y Roca se retiraron a la seguridad del barracón. Syl dejó el hombro de Roca para quedarse con Kaladin. Teft se quedó también, como si pensara pasar allí la tormenta. Al cabo de un rato sacudió la cabeza, murmurando, y se reunió con los demás. A Kaladin le pareció oírlo llamarse a sí mismo cobarde.

La puerta del barracón se cerró. Kaladin acarició la lisa esfera de cristal. El cielo se ensombrecía, y no solo porque se estuviera poniendo el sol. La oscuridad aumentó. La alta tormenta.

Syl se acercó a la pared y se sentó de lado en ella, mirándolo, el diminuto rostro sombrío.

—Les has dicho que sobrevivirías. ¿Y si no lo haces?

Kaladin notaba la cabeza latirle.

—Mi madre se sorprendería si se enterara de lo rápido que me enseñaron los soldados a jugar. La primera noche en el ejército de Amaram, y ya me hicieron jugar por esferas.

—¿Kaladin?

—Lo siento —dijo él, moviendo la cabeza a un lado y a otro—. Lo que has dicho me recordó aquella noche. Hay un término en el juego, ¿sabes?: «Voy con el resto», dicen. Es cuando pones todo tu dinero a una apuesta.

—No comprendo.

—Estoy apostándolo todo a la larga —susurró Kaladin—. Si muero, saldrán, sacudirán la cabeza y se dirán que sabían que iba a pasar. Pero, si vivo, lo recordarán. Y eso les dará esperanza. Puede que lo consideren un milagro.

Syl guardó silencio un momento.

—¿Quieres ser un milagro?

—No. Pero para ellos, lo seré.

Era una esperanza necia e inútil. El horizonte por el este, invertido en su visión, se hacía cada vez más oscuro. Desde esta perspectiva, la tormenta era como la sombra de una enorme bestia que acechara sobre el terreno. Sintió el preocupante mareo de quien ha sido golpeado en la cabeza con demasiada fuerza. Contusión. Así se llamaba. Tenía problemas para pensar, pero no quería quedarse inconsciente. Quería mirar a la tormenta de frente, aunque lo aterrorizara. Sintió el mismo pánico que había sentido al mirar aquel abismo negro, cuando había estado a punto de matarse. Era el temor de lo que no podía ver, de lo que no podía conocer.

La muralla se acercaba, la cortina visible de lluvia y el viento anunciaban la llegada de una alta tormenta. Era una enorme ola de agua, tierra y rocas, de docenas de metros de altura, con miles y miles de vientospren revoloteando ante ella.

En la batalla, Kaladin había podido abrirse paso hacia lugar seguro con la habilidad de su lanza. Cuando avanzó hacia el borde del abismo, había una línea de retirada. Esta vez no había nada. No había ningún modo de combatir o de evitar a aquella bestia negra, aquella sombra que abarcaba todo el horizonte, hundiendo el mundo en una noche a destiempo. El borde oriental del cráter que cobijaba el campamento había sido arrasado, y el barracón del Puente Cuatro era el primero. No había nada entre las Llanuras y él. Nada entre la tormenta y él.

Al mirar aquella furiosa y retorcida ola de agua y escombros empujados por el viento, Kaladin sintió como si el fin del mundo estuviera por caerle encima.

Inspiró profundamente, el dolor de sus costillas olvidado, mientras la muralla de la tormenta cruzaba el patio en un instante y lo golpeaba.

El camino de los reyes
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