UN AÑO ANTES
Kaladin estaba sentado en silencio en la sala de espera del centro de operaciones de Amaram, un recio edificio de madera con una docena de secciones que podían ser desconectadas y tiradas por chulls. Kaladin se encontraba junto a una ventana, contemplando el campamento. Había un hueco donde se alojaba su pelotón. Podía distinguirlo desde aquí. Sus tiendas habían sido desmontadas y entregadas a otros pelotones.
Quedaban cuatro de sus hombres. Cuatro de veintiséis. Y los hombres lo llamaban afortunado. Lo llamaban Bendito por la Tormenta. Había empezando a creérselo.
«He matado a un portador de esquirlada hoy —pensó, aturdido—. Como Lanacin el del Seguro Pie, o Evod Marcador. Yo maté a uno».
Y no le importaba.
Cruzó los brazos en el alféizar de madera. No había cristal en la ventana y podía sentir la brisa. Un vientospren volaba de una tienda a otra. Tras Kaladin, la habitación tenía una gruesa alfombra roja y escudos en las paredes. Había varias sillas de madera tapizadas, como la que él utilizaba ahora. Esta era la sala de espera «pequeña» del centro de operaciones, pequeña y sin embargo más grande que toda su casa en Piedralar, incluida la consulta.
«Maté a un portador de esquirlada. Y luego renuncié a la espada y la armadura».
Ese hecho tenía que ser la estupidez más monumental que nadie, en ningún reino, en ninguna era, había cometido jamás. Como portador de esquirlada, Kaladin habría sido más importante que Roshone, más importante que Amaram. Habría podido ir a las Llanuras Quebradas y luchar en una guerra de verdad.
No más escaramuzas en las fronteras. No más mezquinos capitanes ojos claros pertenecientes a familias sin importancia, amargados porque se habían quedado atrás. Nunca tendría que preocuparse por las ampollas de las botas que no le estaban bien, por la bazofia que sabía a crem, por los otros soldados que buscaban pelea.
Podría haber sido rico. Y había renunciado a todo, así de fácil.
Y sin embargo, la simple idea de tocar aquella espada le revolvía el estómago. No quería riquezas, títulos, ejércitos, ni siquiera una buena comida. Quería poder regresar y proteger a los hombres que habían confiado en él. ¿Por qué había corrido tras el portador? Tendría que haber huido. Pero no, insistió en atacar a un tormentoso portador de esquirlada.
«Protegiste a tu alto mariscal —se dijo—, eres un héroe».
¿Pero por qué valía más la vida de Amaram que la de sus hombres? Kaladin lo servía por el honor que había mostrado. Dejaba que los lanceros compartieran sus comodidades en el centro de mando durante las altas tormentas, un pelotón diferente cada tormenta. Insistía en que sus hombres estuvieran bien alimentados y bien pagados. No los trataba como a escoria.
Pero sí dejaba que sus subordinados lo hicieran. Y había roto su promesa de proteger a Tien.
«Y yo también. Y yo también…».
Por dentro, Kaladin era un revoltijo de culpabilidad y pena. Una cosa estaba clara, como un brillante punto de luz en la pared de una habitación oscura. No quería tener nada que ver con aquellos Cristales. Ni siquiera quería tocarlos.
La puerta se abrió de golpe y Kaladin se volvió en su silla. Amaram entró. Alto, esbelto, con el rostro cuadrado y la larga guerrera marcial verde oscuro. Caminaba con una muleta. Kaladin observó los vendajes y el entablillado con ojo crítico. «Yo podría haberlo hecho mejor». También habría insistido en que el paciente permaneciera en cama.
Amaram hablaba con uno de sus predicetormentas, un hombre de mediana edad con barba cuadrada y túnica negra.
—¿Por qué se arriesgaría Thaidakar a eso? —estaba diciendo Amaram, hablando en voz baja—. ¿Pero quién más podría ser? Los Sangre Espectral se vuelven más osados. Tendremos que descubrir quién era. ¿Sabemos algo de él?
—Era veden, brillante señor —dijo el predicetormentas—. Nadie a quien yo reconozca. Pero investigaré.
Amaram asintió y guardó silencio. Detrás de los dos entró un grupo de oficiales ojos claros, uno de ellos con la hoja esquirlada, envuelta en una tela blanca pura. Detrás de este grupo llegaron los cuatro miembros supervivientes del pelotón de Kaladin: Hab, Reesh, Alabet y Coreb.
Kaladin se levantó, exhausto. Amaram permaneció junto a la puerta, los brazos cruzados, mientras dos hombres más entraban y la cerraban. Eran también ojos claros, pero inferiores: oficiales de la guardia personal de Amaram. ¿Se encontraban entre los que habían huido?
Amaram se apoyó en su bastón e inspeccionó a Kaladin con sus brillantes ojos pardos. Había consultado con sus consejeros durante varias horas, tratando de descubrir quién era el portador de esquirlada.
—Hiciste algo valiente hoy, soldado —le dijo a Kaladin.
—Yo…
¿Qué se decía a eso? «Ojalá te hubiera dejado morir, señor».
—Gracias.
—Todo el mundo huyó, incluyendo mi guardia de honor. —Los dos hombres más cercanos a la puerta agacharon la cabeza, avergonzados—. Pero tú atacaste. ¿Por qué?
—En realidad no lo pensé, señor.
Amaram pareció insatisfecho con la respuesta.
—Te llamas Kaladin ¿no?
—Sí, brillante señor. De Piedralar. ¿Recuerdas?
Amaram frunció el ceño, parecía confundido.
—Tu primo, Roshone, es consistor allí. Envió a mi hermano al ejército cuando viniste a reclutar. Yo…, yo me enrolé con mi hermano.
—Ah, sí —dijo Amaram—. Creo que te recuerdo. —No preguntó por Tien—. Todavía no has respondido a mi pregunta. ¿Por qué atacaste? No fue por la hoja esquirlada. La rechazaste.
—Sí, señor.
A un lado, el predicetormentas alzó las cejas, como si no se hubiera creído que Kaladin había rechazado la esquirlada. El soldado que sostenía la espada no dejaba de mirarla asombrado.
—¿Por qué? —dijo Amaram—. ¿Por qué la rechazaste? Tengo que saberlo.
—No la quiero, señor.
—Sí, ¿pero por qué?
«Porque me convertiría en uno de vosotros. Porque no puedo mirar esa arma y no ver los rostros de los hombres que su dueño mató tan despiadadamente».
«Porque…, porque…».
—No puedo responder a eso, señor —dijo Kaladin, suspirando.
El predicetormentas se acercó al brasero de la habitación, sacudiendo la cabeza. Empezó a calentarse las manos.
—Mira —dijo Kaladin—. Esas esquirladas son mías. Bueno, dije que se las daba a Coreb. Es mi soldado de mayor rango, y el mejor luchador entre ellos.
Los otros tres comprenderían. Además, Coreb cuidaría de ellos cuando fuera un ojos claros.
Amaram miró a Coreb, y luego asintió a sus ayudantes. Uno cerró los postigos de las ventanas. Los otros desenvainaron las espadas y avanzaron hacia los cuatro miembros restantes del pelotón de Kaladin.
Kaladin gritó y dio un salto hacia delante, pero dos de los oficiales se habían situado junto a él. Uno le descargó un puñetazo en el estómago en cuanto empezó a moverse. Le sorprendió tanto que el golpe lo alcanzó directamente y se quedó sin aire.
«No».
Combatió el dolor y se volvió para enfrentarse al hombre. Los ojos de este se abrieron de par en par cuando el puñetazo lo alcanzó y lo envió de espaldas. Varios hombres se lanzaron contra él. No tenía armas y estaba tan cansado por la batalla que apenas podía mantenerse en pie. Lo derribaron al suelo dándole puñetazos en el costado y la espalda. Se desplomó, dolorido, pero aún pudo ver cómo los soldados se cernían sobre sus hombres.
Reesh fue abatido primero. Kaladin trató de gritar, extendiendo una mano, luchando por incorporarse.
«Esto no puede suceder. ¡Por favor, no!».
Hab y Alabet habían sacado sus cuchillos, pero cayeron rápidamente: un soldado apuñaló a Hab mientras los otros dos abatían a Alabet. El cuchillo de Alabet resonó al caer al suelo, seguido por su brazo, y luego por su cadáver.
Coreb duró más, pues retrocedió, las manos extendidas hacia delante. No gritó. Pareció comprender. Los ojos de Kaladin lagrimeaban, y los soldados lo agarraban por detrás, impidiéndole ayudar.
Coreb cayó de rodillas y empezó a suplicar. Uno de los hombres de Amaram lo cogió por el cuello y le cercenó limpiamente la cabeza. Todo terminó en cuestión de segundos.
—¡Hijo de puta! —gritó Kaladin, debatiéndose contra el dolor—. ¡La tormenta te lleve, hijo de puta!
Kaladin advirtió que estaba llorando, debatiéndose inútilmente contra los cuatro hombres que lo sujetaban. La sangre de los lanceros caídos empapaba las tablas del suelo.
Estaban muertos. Todos estaban muertos. ¡Padre Tormenta! ¡Todos ellos!
Amaram dio un paso adelante, la expresión sombría. Plantó una rodilla delante de Kaladin.
—Lo siento.
—¡Hijo de puta! —gritó Kaladin con todas sus fuerzas.
—No podía arriesgarme a que dijeran lo que han visto. Así es como debe ser, soldado. Es por el bien del ejército. Se les dirá que tu pelotón ayudó al portador de esquirlada. Verás, los hombres deben creer que yo lo maté.
—¡Vas a quedarte las esquirlas para ti!
—Estoy entrenado en la espada y estoy acostumbrado a la armadura. Serviré mejor a Alezkar si llevo las esquirlas.
—¡Podrías haberlas pedido! ¡La tormenta te lleve!
—¿Y cuando la noticia se corra por el campamento? —dijo Amaram, sombrío—. ¿Cuando se sepa que tú mataste al portador pero yo me quedé con las esquirlas? Nadie creería que las cediste por tu propia voluntad. Además, hijo, no me habrías dejado quedármelas. —Amaram sacudió la cabeza—. Habrías cambiado de opinión. Dentro de un día o dos, habrías querido la riqueza y el prestigio: los demás te habrían convencido. Habrías exigido que te las devolviera. Tardamos horas en decidirlo, pero Restares tiene razón: esto es lo que debe hacerse. Por el bien de Alezkar.
—¡No es por Alezkar! ¡Es por ti! ¡Tormenta, se supone que eres mejor que los demás!
Las lágrimas corrían por la barbilla de Kaladin.
Amaram pareció culpable de repente, como si admitiera que lo que Kaladin decía era verdad. Se dio la vuelta y llamó al predicetormentas. El hombre se volvió del brasero, empuñando algo que había estado calentando en las brasas. Un pequeño hierro de marcar.
—¿Todo es fingido? —preguntó Kaladin—. ¿El honorable brillante señor que se preocupa por sus hombres? ¿Mentira? ¿Todo mentira?
—Esto es por mis hombres —dijo Amaram. Sacó la espada del paño, empuñándola. La gema de su pomo lanzó un destello de luz blanca—. No puedes comprender el peso que cargo, lancero.
La voz de Amaram perdió parte de su tono calmado y razonado. Parecía a la defensiva.
—No puedo preocuparme por las vidas de unos pocos lanceros ojos oscuros cuando miles de personas podrían salvarse con mi decisión.
El predicetormentas avanzó hacia Kaladin, colocando en posición el hierro de marcar. Los glifos, a la inversa, decían nahn. Una marca de esclavo.
—Viniste a por mí —dijo Amaram, cojeando hacia la puerta y rodeando el cadáver de Reesh—. Por salvarme la vida, respeto la tuya. Cinco hombres contando la misma historia habrían sido creídos, pero un único esclavo será ignorado. En el campamento se dirá que no intentaste ayudar a tus amigos…, pero que tampoco intentaste detenerlos. Huiste y fuiste capturado por mi guardia.
Amaram vaciló junto a la puerta, el filo romo de la hoja esquirlada robada apoyado en su hombro. La culpa asomaba todavía en sus ojos, pero se controló y la ocultó.
—Serás degradado como desertor y marcado como esclavo. Pero mi misericordia te salva de la muerte.
Abrió la puerta y salió.
El hierro de marcar cayó, sellando el destino en su piel. Kaladin dejó escapar un último grito entrecortado.
Fin de la tercera parte