SEIS AÑOS ANTES

—No cometas el mismo error que cometí yo, hijo.

Kal alzó la cabeza. Su padre estaba sentado al otro lado de la sala de operaciones, con una mano en la cabeza y una copa de vino medio vacía en la otra. Vino violeta, una de las bebidas más fuertes.

Lirin soltó la copa, y el líquido púrpura oscuro (el color de la sangre de cremlino) tembló. Refractaba la luz tormentosa de un par de esferas que había en un rincón.

—¿Padre?

—Cuando llegues a Kharbranth, quédate allí. —Su voz era pastosa—. No vuelvas a este pueblucho atrasado y necio. No obligues a tu bella esposa a vivir lejos de todos los que ha conocido o amado.

El padre de Kal no solía emborracharse: esta era una rara noche de indulgencia. Tal vez porque su madre se había ido a dormir temprano, agotada por su trabajo.

—Siempre dijiste que debería regresar —dijo Kal en voz baja.

—Soy un idiota. —De espaldas a Kal, miró la pared salpicada de la luz blanca de las esferas—. No me quieren aquí. Nunca me han querido.

Kal miró de nuevo su carpeta. Contenía dibujos de cuerpos diseccionados, los músculos abiertos y extendidos. Eran tan detallados. Todos tenían glifopares para designar cada parte, y los había aprendido de memoria. Ahora estudiaba los tratamientos, escarbando en los cuerpos de hombres muertos mucho tiempo atrás.

Una vez, Laral le contó que se suponía que los hombres no deberían ver bajo la piel. Estos papeles, con sus dibujos, eran parte de lo que hacía que todo el mundo recelara tanto de Lirin. Ver bajo la piel era como ver bajo la ropa, solo que peor.

Lirin se sirvió más vino. Cuánto podía cambiar el mundo en tan poco tiempo. Kal se arrebujó en su abrigo para protegerse del frío. La estación del invierno había llegado, pero no podían permitirse carbón para el brasero, pues los pacientes ya no les regalaban nada. Lirin no había dejado de curar ni de operar. La gente del pueblo simplemente había dejado de hacer donativos, a una orden de Roshone.

—No debería poder hacer esto —susurró Kal.

—Pero puede —dijo Lirin. Llevaba una camisa blanca y un chaleco negro y pantalones pardos. El chaleco estaba desabrochado, suelto por los lados.

—Podríamos gastar las esferas —dijo Kal, vacilante.

—Son para tu educación —replicó Lirin—. Si pudiera enviarte ahora mismo, lo haría.

Los padres de Kal habían enviado cartas a los cirujanos de Kharbranth, pidiéndoles que le permitieran hacer antes de tiempo las pruebas de acceso. Habían respondido con negativas.

—Él quiere que las gastemos —dijo Lirin, las palabras confusas—. Por eso dijo lo que dijo. Intenta acosarnos para que necesitemos esas esferas.

Las palabras de Roshone a la gente del pueblo no habían sido exactamente una orden. Tan solo había dado a entender que si el padre de Kal era demasiado necio para cobrar, entonces no deberían pagarle. Al día siguiente, la gente dejó de hacer donaciones.

Los habitantes del pueblo veían a Roshone con una confusa mezcla de adoración y miedo. En opinión de Kal, no se merecía ninguna de las dos cosas. Obviamente, lo habían desterrado a Piedralar porque estaba demasiado amargado y era débil. No se merecía estar entre los verdaderos ojos claros, que luchaban por venganza en las Llanuras Quebradas.

—¿Por qué la gente intenta con tanto empeño satisfacerlo? —preguntó Kal—. Nunca reaccionaron así con el brillante señor Wistiow.

—Lo hacen porque Roshone es implacable.

Kal frunció el ceño. ¿Era el vino el que hablaba?

Su padre se dio la vuelta, reflejando en sus ojos auténtica luz tormentosa. En aquellos ojos Kal vio una sorprendente lucidez. No estaba tan borracho después de todo.

—El brillante señor Wistiow dejaba que la gente hiciera lo que quisiera. Y por eso lo ignoraban. Roshone les hace saber que los encuentra despreciables. Y por eso se esfuerzan por satisfacerlo.

—Eso no tiene sentido.

—Así son las cosas —dijo Lirin, jugando con una de las esferas de la mesa y haciéndola rodar bajo su dedo—. Tendrás que aprender esto, Kal. Cuando los hombres perciben que el mundo está bien, nos sentimos satisfechos. Pero si vemos un agujero, una deficiencia, corremos a llenarlo.

—Hablas como si lo que hacen fuera noble.

—En cierto modo lo es —suspiró Lirin—. No debería ser tan duro con nuestros vecinos. Son mezquinos, sí, pero es la mezquindad del ignorante. No estoy disgustado con ellos. Estoy disgustado con el hombre que los manipula. Un hombre como Roshone puede coger lo que es honesto y fiel en los hombres y retorcerlos y convertirlo en una piltrafa a la que pisotear.

Dio un sorbo y acabó el vino.

—Deberíamos usar las esferas —dijo Kal—. O enviarlas a alguna parte, a un prestamista o algo. Si no las tuviéramos, nos dejarían en paz.

—No —respondió Lirin con tranquilidad—. Roshone no es de los que perdonan a un hombre que ha recibido una paliza. Es de los que siguen dando patadas. No sé qué error político lo hizo acabar aquí, pero está claro que no puede vengarse de sus rivales. Así que somos todo lo que tiene —Lirin hizo una pausa—. Pobre patán.

«¿Pobre patán? —pensó Kal—. ¿Intenta destruir nuestras vidas y eso es todo lo que padre tiene que decir?».

¿Y las historias que contaban los hombres ante el fuego? ¿Historias de pastores astutos que eran más listos y engañaban a los ojos claros necios? Había docenas de variantes, y Kal las había oído todas. ¿No debería Lirin contraatacar de algún modo? ¿Hacer algo más que permanecer allí sentado y esperar?

Pero no dijo nada. Sabía exactamente lo que diría su padre. «No nos preocupemos por eso. Vuelve a tus estudios».

Con un suspiro, Kal se acomodó en su asiento y abrió de nuevo su carpeta. La sala de cirugía estaba iluminada tenuemente por las cuatro esferas de la mesa y la que Kal usaba para leer. Lirin mantenía la mayoría de las otras esferas guardadas en su armario, ocultas. Kal alzó su propia esfera, iluminando la página. Había explicaciones más largas de los métodos en la parte de atrás que podría leerle su madre. Era la única mujer del pueblo que sabía leer, aunque Lirin decía que no era extraño entre las mujeres ojos oscuros bien situadas de las ciudades.

Mientras estudiaba, Kal se sacó algo del bolsillo. Una piedra que le esperaba en su silla cuando entró a estudiar. La reconoció como una de las favoritas que Tien llevaba recientemente. Se la había dejado, como hacía a menudo, esperando que a su hermano mayor no le importara ver también la belleza que había en ella, aunque todas parecían piedras corrientes. Tendría que preguntarle a Tien qué le parecía tan especial en esta piedra en concreto. Siempre había algo.

Tien se pasaba ahora los días aprendiendo carpintería con Ral, uno de los hombres del pueblo. Lirin lo había permitido a regañadientes: esperaba hacer de él otro ayudante de cirujano, pero Tien no podía soportar ver la sangre. Siempre se quedaba petrificado, y no había conseguido acostumbrarse. Eso era preocupante. Kal esperaba que su padre tuviera a Tien como ayudante cuando él se marchara. Y Kal iba a marcharse, de un modo u otro. No había decidido aún entre el ejército y Kharbranth, aunque en los últimos tiempos empezaba a inclinarse por ser lancero.

Si seguía ese camino, tendría que hacerlo de manera subrepticia, cuando fuera lo bastante mayor para que los reclutadores lo aceptaran sin las objeciones de sus padres. Quince años probablemente serían suficientes. Dentro de cinco meses más. Por ahora, imaginaba que conocer los músculos, y las partes vitales del cuerpo, sería muy útil ya fuera cirujano o lancero.

Un sonido en la puerta. Kal dio un respingo. No habían llamado: había sido un golpe. Se repitió. Parecía algo pesado que empujaba o chocaba contra la madera.

Otro golpe. Kal se levantó de la silla y cerró la carpeta. Con catorce años y medio, era ya casi tan alto como su padre. Un roce, como uñas o garras. Kal alzó una mano hacia su padre, aterrado de repente. Era tarde, la habitación estaba oscura y el pueblo en silencio.

Había algo fuera. Parecía una bestia. Inhumana. Se decía que un cubil de espinasblancas estaba creando problemas cerca, atacando a los viajeros en los caminos. Kal imaginó a aquellas criaturas reptilescas, grandes como caballos pero con caparazón en la espalda. ¿Estaba una de ellas olisqueando la puerta? ¿Arañándola, intentando entrar?

—¡Padre! —gritó Kal.

Lirin abrió la puerta. La tenue luz de las esferas reveló no a un monstruo, sino a un hombre vestido de negro. Llevaba en las manos una larga barra de metal y una máscara de lana negra con agujeros para los ojos. Kal sintió que su corazón se desbocaba lleno de pánico cuando el intruso saltó hacia atrás.

—No esperabais encontrar a nadie dentro, ¿verdad? —dijo su padre—. Hace años que no hay un robo en el pueblo. Me avergüenzo de vosotros.

—¡Danos las esferas! —exclamó una voz desde la oscuridad. Otra figura se movió en las sombras, y luego otra más.

«¡Padre Tormenta! —Kal se llevó la carpeta al pecho con manos temblorosas—. ¿Cuántos hay?». ¡Salteadores de caminos que habían venido a robar al pueblo! Esas cosas sucedían. Cada vez con más frecuencia hoy en día, según decía su padre.

¿Cómo podía Lirin estar tan tranquilo?

—Las esferas no son tuyas —dijo otra voz.

—¿Ah, no? —respondió el padre de Kal—. ¿Y eso las convierte en vuestras? ¿Creéis que os dejaré quedároslas?

El padre de Kal hablaba como si no fueran bandidos de fuera del pueblo. Kal avanzó hasta situarse detrás de su padre, atemorizado…, pero al mismo tiempo avergonzado de ese temor. Los hombres de la oscuridad eran seres en sombras, pesadillescos, que se movían de un lado a otro, las caras negras.

—Se las daremos a él —dijo una voz.

—No hace falta recurrir a la violencia, Lirin —añadió otro—. No vas a gastarlas de todas formas.

El padre de Kal bufó. Entró en la habitación. Kal soltó un grito y retrocedió mientras Lirin abría el armario donde guardaba las esferas. Cogió la gran copa de cristal donde las tenía, cubierta por un paño negro.

—¿Las queréis? —gritó Lirin, volviendo a la puerta.

—¿Padre? —dijo Kal, preso del pánico.

—¿Queréis la luz para vosotros? —La voz de Lirin se hizo más fuerte—. ¡Tomad!

Retiró el paño. La copa explotó con feroz brillo, casi cegador. Kal alzó un brazo. Su padre era una silueta recortada que parecía sujetar el mismísimo sol entre sus dedos.

La gran copa brillaba con una luz tranquila. Casi una luz fría. Kal parpadeó para ahuyentar las lágrimas, mientras sus ojos se aclimataban. Ahora pudo ver claramente a los hombres del exterior. Donde antes acechaban sombras peligrosas, ahora unos hombres asustados levantaban las manos. No parecían tan intimidantes; de hecho, las telas que les cubrían la cara parecían ridículas.

Donde Kal tuvo miedo, ahora se sentía extrañamente confiado. Durante un momento, no fue luz lo que su padre sostenía, sino comprensión. «Ese es Luten», pensó Kal, reparando en un hombre que cojeaba. Era fácil distinguirlo, a pesar de la máscara. El padre de Kal le había operado aquella pierna; gracias a él, todavía podía andar. Reconoció también a otros. Horl era el ancho de hombros, Balsas el hombre que llevaba el bonito abrigo nuevo.

Lirin no les dijo nada al principio. Permaneció allí de pie con la luz destellando, iluminando la plaza de piedra. Los hombres parecieron encogerse, como si supieran que los reconocía.

—¿Bien? —dijo Lirin—. Me habéis amenazado. Venid. Golpeadme. Robadme. Hacedlo sabiendo que he vivido entre vosotros toda mi vida. Hacedlo sabiendo que he curado a vuestros hijos. Pasad. ¡Haced sangrar a uno de los vuestros!

Los hombres desaparecieron en la noche sin decir una palabra.

El camino de los reyes
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