«Muerte en los labios. Sonido en el aire. Brea en la piel».
De La última desolación, de Ambrian, versículo 335.
Kaladin salió dando tumbos a la luz, protegiéndose los ojos contra el ardiente sol, los pies descalzos sintiendo la transición de la fría piedra del interior a las calentadas por el sol del exterior. El aire estaba ligeramente húmedo, no bochornoso como en las semanas anteriores.
Apoyó las manos en el marco de madera, las piernas temblando rebeldes, notando los brazos como si hubiera cargado puentes tres días seguidos. Inspiró profundamente. Su costado debería arder de dolor, pero sentía solo una molestia residual. Algunos de sus cortes más profundos estaban cicatrizando todavía, pero los más pequeños habían desaparecido por completo. Notaba la cabeza sorprendentemente clara. Ni siquiera le dolía.
Rodeó el lateral del barrancón, sintiéndose más fuerte con cada paso, aunque no quitó la mano de la pared. Lopen lo seguía; el herdaziano lo estaba cuidando cuando despertó.
«Debería de estar muerto —pensó Kaladin—. ¿Qué está pasando?».
Se sorprendió al encontrar a un lado del barracón que sus hombres seguían su entrenamiento diario con el puente. Roca corría en la posición delantera central, marcando el ritmo de la marcha como Kaladin hacía antes. Llegaron al extremo del patio y dieron media vuelta. Estaban casi a punto de sobrepasar el barracón cuando uno de los hombres de delante, Moash, reparó en Kaladin. Se detuvo y a punto estuvo de provocar que toda la cuadrilla tropezara.
—¿Qué te pasa? —chilló Torfin desde atrás, la cabeza cubierta por la madera del puente.
Moash no escuchaba. Salió de debajo el puente, mirando a Kaladin con ojos como platos. Roca dio un grito apresurado para que los hombres soltaran el puente. Más miembros de la cuadrilla lo vieron, y adoptaron las mismas expresiones reverentes que Moash. Hobbet y Peet, cuyas heridas estaban suficientemente sanadas, habían empezado a practicar con los demás. Eso era bueno. Pronto estarían cobrando de nuevo.
Los hombres se acercaron a Kaladin, silenciosos. Mantuvieron la distancia, vacilantes, como si fuera frágil. O sagrado. Kaladin tenía el torso desnudo, al descubierto sus heridas casi curadas, y solo llevaba sus pantalones hasta las rodillas.
—Tenéis que practicar qué hacer si uno de vosotros resbala o tropieza —dijo Kaladin—. Cuando Moash se detuvo bruscamente, estuvisteis a punto de caer. En el campo de batalla eso podría ser un desastre.
Ellos se lo quedaron mirando, incrédulos, y Kaladin no pudo evitar sonreír. En un momento se congregaron a su alrededor, riendo y dándole manotazos en la espalda. No era una bienvenida del todo adecuada para un hombre enfermo, sobre todo cuando lo hizo Roca, pero Kaladin agradeció su entusiasmo.
Solo Teft no se unió. El viejo se quedó a un lado, cruzado de brazos. Parecía preocupado.
—¿Teft? —preguntó Kaladin—. ¿Estás bien?
Teft bufó, pero mostró un atisbo de sonrisa.
—Es que pienso que estos jóvenes de hoy no se bañan lo suficiente para que yo quiera acercarme a dar un abrazo. No te ofendas.
Kaladin se echó a reír.
—Comprendo.
Su último «baño» había sido la alta tormenta.
La alta tormenta.
Los otros hombres del puente continuaron riendo, preguntando cómo se sentía, proclamando que Roca tendría que hacer algo verdaderamente especial para la cena de la noche en torno a la hoguera. Kaladin sonreía y asentía, asegurándoles que se encontraba bien, pero estaba recordando la tormenta.
La recordaba claramente. Agarrado a la anilla en lo alto del edificio, la cabeza gacha y los ojos cerrados contra el torrente picoteante. Recordó a Syl, plantada ante él, protegiéndolo como si pudiera hacer retroceder la tormenta. No podía verla ahora. ¿Dónde estaba?
También recordó el rostro. ¿El propio Padre Tormenta? Seguro que no. Un delirio. Sí…, sí, sin duda había estado delirando. Recuerdos de muertespren se fundían con partes redivivas de su vida, y ambos se mezclaban con extraños y súbitos arrebatos de fuerza, helados, pero refrescantes. Fueron como el aire frío de una mañana tras una larga noche en una habitación sofocante, o como frotar la savia de las hojas de gulket en los músculos doloridos, haciéndoles sentir calor y frío al mismo tiempo.
Podía recordar esos momentos claramente. ¿Qué los había causado? ¿La fiebre?
—¿Cuánto tiempo? —dijo, comprobando a los otros hombres, contándolos. Treinta y tres, incluidos Lopen y el silencioso Dabbid. Casi todos. Imposible. Si sus costillas habían sanado, debía de haber estado inconsciente al menos tres semanas. ¿Cuántas cargas con el puente?
—Diez días —dijo Moash.
—Imposible. Mis heridas…
—¡Por eso nos sorprende tanto verte de pie y caminando! —dijo Roca, riendo—. Debes de tener huesos como el granito. ¡Eres tú quien tendría que llevar mi nombre!
Kaladin se apoyó contra la pared. Nadie corrigió a Moash. Una cuadrilla entera no podía perder la pista del paso de las semanas.
—¿Idolir y Treff? —preguntó.
—Los perdimos —respondió Moash, solemne—. Hicimos dos cargas mientras estabas inconsciente. Nadie malherido, pero dos muertos. Nosotros…, no sabíamos cómo ayudarlos.
Eso hizo que los hombres se entristecieran un momento. Pero la muerte era parte de su oficio y no podían permitirse insistir demasiado en las pérdidas. Kaladin decidió, sin embargo, que tenía que enseñar a curar a algunos de los otros.
¿Pero cómo estaba de pie y caminando? ¿Sus heridas eran menos graves de lo que había supuesto? Vacilante, se palpó el costado, buscando las costillas rotas. Solo un pequeño malestar. Aparte de la debilidad, se sentía tan sano como siempre. Tal vez tendría que haber prestado un poco más de atención a las enseñanzas religiosas de su madre.
Mientras los hombres volvían a charlar y celebrarlo, advirtió las miradas que le dirigían. Respetuosas, reverentes. Recordaban lo que les había dicho antes de la alta tormenta. Ahora Kaladin se daba cuenta de que había delirado un poco. Parecía una proclamación increíblemente arrogante, por no mencionar que olía a profecía. Si los fervorosos lo descubrían…
Bueno, no podía deshacer lo que había hecho. Tendría que seguir adelante. «Ya hacías equilibrios sobre el abismo. ¿Tenías que subirte a un precipicio aún más alto?».
Una súbita y lastimera llamada sonó por todo el campamento. Los hombres del puente se callaron. El cuerno sonó dos veces más.
—Adivina —dijo Natam.
—¿Estamos de servicio? —preguntó Kaladin.
—Sí —respondió Moash.
—¡Alineaos! —exclamó Roca—. ¡Ya sabéis lo que hay que hacer! Enseñémosle al capitán Kaladin que no hemos olvidado cómo hacer esto.
—¿«Capitán» Kaladin?
—Claro, gancho —dijo Lopen a su lado, hablando con aquel rápido acento que parecía tan contrario a su actitud despreocupada—. Intentaron nombrar a Roca jefe del puente, pero nosotros empezamos a llamarte «capitán» y a él «jefe de pelotón». Gaz se enfadó —Lopen sonrió.
Kaladin asintió. Los otros hombres se mostraban alegres, pero él no era capaz de compartir su estado de ánimo.
Mientras formaban alrededor del puente, empezó a advertir cuál era la fuente de su melancolía. Sus hombres habían vuelto al punto de partida. O peor. Él estaba débil y herido, y había ofendido al mismísimo alto príncipe. A Sadeas no le haría gracia enterarse de que Kaladin había sobrevivido a su fiebre.
Los hombres de los puentes seguían destinados a ser abatidos uno a uno. La carga lateral había sido un fracaso. No había salvado a sus hombres, solo había retrasado un poco su ejecución.
«Los hombres de los puentes no están hechos para sobrevivir…».
Sospechaba por qué era. Apretando los dientes, se soltó de la pared del barracón y se acercó a los hombres en fila, mientras los líderes de los subpelotones hacían una rápida comprobación de sus chalecos y sandalias.
Roca miró a Kaladin.
—¿Qué crees que estás haciendo?
—Voy con vosotros —dijo Kaladin.
—¿Y qué le dirías a uno de los otros si acabaran de levantarse tras una semana de fiebres?
Kaladin vaciló. «No soy como los otros hombres», pensó, pero luego lo lamentó. No podía empezar a creerse invencible. Correr con la cuadrilla, débil como estaba, sería una absoluta idiotez.
—Tienes razón.
—Puedes ayudarnos al muli y a mí a cargar agua, gancho —dijo Lopen—. Ahora somos un equipo. Vamos en todas las carreras.
Kaladin asintió.
—Muy bien. —Roca lo miró—. Si me siento demasiado débil al final de los puentes permanentes, volveré. Lo prometo.
Roca asintió, reacio. Los hombres marcharon bajo el puente hasta la zona de concentración, y Kaladin se unió a Lopen y Dabbid y empezaron a llenar odres de agua.
Kaladin se encontraba al borde del precipicio, las manos a la espalda. El abismo lo miraba, pero él no le devolvía la mirada. Estaba concentrado en la batalla que se libraba en la siguiente meseta.
Esta carga había sido fácil: habían llegado al mismo tiempo que los parshendi. En vez de molestarse en matar a los hombres de los puentes, los parshendi habían asumido una posición defensiva en el centro de la meseta, en torno a la crisálida. Ahora los hombres de Sadeas los combatían.
La frente de Kaladin estaba perlada de sudor por el calor que hacía, y todavía sentía el cansancio de su enfermedad. Sin embargo, no era tan malo como tendría que haber sido. El hijo del cirujano no daba crédito.
Por el momento, el soldado podía más que el cirujano. Estaba absorto en la batalla. Los lanceros alezi, con sus petos y armaduras de cuero, presionaban en una línea curva a los guerreros parshendi, que usaban en su mayoría hachas de batalla o martillos, aunque unos cuantos empuñaban espadas o mazas. Todos tenían aquella extraña armadura rojo-anaranjada que les salía de la piel, y luchaban por parejas, cantando.
Era el peor tipo de batalla, la batalla igualada. A menudo, perdías muchos menos hombres en una escaramuza cuando tus enemigos ganaban rápidamente ventaja. Cuando eso sucedía, tu comandante ordenaba la retirada para minimizar las pérdidas. Pero las batallas igualadas…, eran brutales y sangrientas. Ver la lucha, los cuerpos caídos sobre las rocas, las armas destellando, los hombres arrojados de la meseta, le recordó sus primeros combates como lancero. Su comandante se sorprendió por la facilidad con que soportaba ver correr la sangre. Su padre, por la facilidad con que la derramaba.
Había una gran diferencia entre sus batallas en Alezkar y los combates en las Llanuras Quebradas. Allí lo rodeaban los peores soldados de Alezkar, o al menos los peor entrenados. Hombres que no aguantaban la posición. Y sin embargo, a pesar de todo el desorden, aquellas batallas tenían sentido para él. Las que se libraran aquí en las Llanuras Quebradas, no.
Fue un error de cálculo por su parte. Había cambiado las tácticas de batalla antes de comprenderlas. No volvería a cometer ese error.
Roca y Sigzil se le acercaron. El fornido comecuernos contrastaba con el pequeño y silencioso azishiano. La piel de Sigzil era marrón oscura, no negra del todo, como la de algunos parshmenios. Solía mostrarse reservado.
—Mala batalla —dijo Roca, cruzándose de brazos—. Los soldados no estarán contentos, ganen o pierdan.
Kaladin asintió ausente, escuchando los gritos, chillidos e imprecaciones.
—¿Por qué luchan, Roca?
—Por dinero —dijo Roca—. Y por venganza. Tendrías que saberlo. ¿No mataron los parshendi a tu rey?
—Oh, comprendo por qué luchamos nosotros —respondió Kaladin—. Pero los parshendi. ¿Por qué luchan ellos?
Roca hizo una mueca.
—¡Yo diría que porque no les hace mucha gracia la idea de que los decapiten por haber matado a vuestro rey! Debe de resultarles muy incómodo.
Kaladin sonrió, aunque la risa no le parecía natural mientras veía morir a tantos hombres. Su padre lo había formado durante mucho tiempo para que no lo conmoviera cualquier muerte.
—Tal vez. ¿Pero por qué luchar entonces por las gemas corazón? Su número se reduce por escaramuzas como estas.
—¿Lo sabes con seguridad? —preguntó Roca.
—Sus incursiones son menos frecuentes. La gente habla de eso en el campamento. Y no se acercan tanto al lado alezi como antes.
Roca asintió, pensativo.
—Parece lógico. ¡Ja! Tal vez ganemos pronto esta lucha y nos vayamos a casa.
—No —dijo Sigzil en voz baja. Tenía una forma de hablar muy formal, sin apenas inflexiones. «¿Qué idioma hablan los azishianos, por cierto?». Su reino estaba tan lejos que Kaladin solo había conocido a otro compatriota suyo—. Lo dudo. Y puedo decirte por qué luchan, Kaladin.
—¿De verdad?
—Deben de tener moldeadores de almas. Necesitan las gemas por el mismo motivo que nosotros. Para hacer comida.
—Parece razonable —dijo Kaladin, todavía con las manos a la espalda, las piernas separadas. El descanso militar todavía le parecía natural—. Solo es una conjetura, pero razonable. Dejadme preguntaros otra cosa, entonces. ¿Por qué no pueden tener escudos los hombres de los puentes?
—Porque nos haría ir demasiado lentos —dijo Roca.
—No —repuso Sigzil—. Podrían enviar hombres con escudos delante de los puentes, corriendo delante de nosotros. No retrasaría a nadie. Sí, harían falta más hombres en los puentes…, pero con esos escudos se salvarían suficientes vidas y compensaría el número superior.
Kaladin asintió.
—Sadeas ya tiene más hombres de los que necesita. En la mayoría de los casos, más puentes de los que necesita.
—¿Pero por qué? —preguntó Sigzil.
—Porque somos buenos blancos —dijo Kaladin en voz baja, comprendiendo—. Nos ponen delante para atraer la atención de los parshendi.
—Pues claro —dijo Roca, encogiéndose de hombros—. Los ejércitos siempre hacen estas cosas. Los más pobres y peor entrenados van primero.
—Lo sé, pero normalmente se les da al menos cierta medida de protección. ¿No lo ves? No somos una oleada inicial sacrificable. Somos cebo. Nos exponen de tal modo que los parshendi no pueden dejar de dispararnos. Eso permite que los soldados regulares se acerquen sin ser heridos. Los arqueros parshendi apuntan a los hombres de los puentes.
Roca frunció el ceño.
—Los escudos nos harían menos tentadores —dijo Kaladin—. Por eso los prohíbe.
—Tal vez —comentó Sigzil, pensativo—. Pero parece una tontería el derroche de tropas.
—En realidad no es ninguna tontería. Si tienes que atacar continuamente posiciones fortificadas, no puedes permitirte perder a tus tropas entrenadas. ¿No lo ves? Sadeas solo tiene un número limitado de hombres entrenados. Pero es fácil encontrarlos sin entrenar. Cada flecha que abate a un hombre de los puentes no abate a un soldado en quien has invertido mucho dinero para equiparlo e instruirlo. Por eso es mejor para Sadeas tener un número grande de hombres de los puentes que uno más pequeño, pero protegido.
Tendría que haberlo visto antes. Lo había distraído lo poco importantes que eran los hombres de los puentes en las batallas. Si los puentes no llegaban, el ejército no podía cruzar los abismos. Pero cada cuadrilla estaba repleta de gente, y en cada ataque se enviaba el doble de los puentes de los necesarios.
Ver caer un puente debía de proporcionar a los parshendi una gran satisfacción, y habitualmente lograban derribar dos o tres puentes en cada mala carga por los abismos. A veces más. Mientras murieran los hombres de los puentes y los parshendi no dedicaran su tiempo a dispararle a los soldados, Sadeas tenía motivos para permitir que siguieran siendo vulnerables. Los parshendi deberían de haberlo visto, pero era muy difícil desviar tu flecha del hombre desarmado que cargaba equipo de asedio. Se decía que los parshendi eran luchadores poco sofisticados. De hecho, al contemplar la batalla en la otra meseta, estudiándola, concentrándose, vio que era cierto.
Donde los alezi mantenían una formación recta y disciplinada, cada hombre protegiendo a sus compañeros, los parshendi atacaban en parejas independientes. Los alezi tenían técnicas y tácticas superiores. Cierto, cada uno de los parshendi era superior en fuerza, y su habilidad con aquellas hachas era notable. Pero los soldados alezi de Sadeas estaban bien entrenados en formaciones modernas. Cuando lograban establecerse, y si podían prolongar la batalla, su disciplina a menudo los conducía a la victoria.
«Los parshendi no habían luchado en batallas a gran escala antes de esta guerra, decidió Kaladin. Están acostumbrados a escaramuzas más pequeñas, acaso contra otras aldeas o clanes».
Varios hombres más se unieron a Kaladin, Roca y Sigzil. Poco después, la mayoría estaba allí de pie, algunos imitando la pose de Kaladin. La batalla duró todavía otra hora. Sadeas resultó victorioso, pero Roca tenía razón. Los soldados no estaban felices: habían perdido muchos amigos hoy.
Kaladin y los demás condujeron de vuelta al campamento a un grupo de lanceros cansado y maltrecho.
Unas cuantas horas después, Kaladin estaba sentado en un trozo de madera junto al fuego de campamento del Puente Cuatro. Syl estaba sentada en su rodilla, tras haber adoptado la forma de una pequeña llamita blanca y azul translúcida. Había vuelto a él durante la marcha de regreso, revoloteando alegremente al verlo de pie y caminando, pero no había dado ninguna explicación a su ausencia.
El fuego auténtico crujía y chisporroteaba, con la gran olla de Roca borboteando encima y algunos llamaspren bailando sobre los troncos. Cada par de segundos, alguien le preguntaba a Roca si el guiso estaba terminado ya, a menudo golpeando bienintencionadamente su cuenco con una cuchara. Roca no decía nada y seguía removiendo el guiso. Todos sabían que nadie comía hasta que dijera que estaba a punto: era muy escrupuloso respecto a no servir comida «inferior».
El aire olía a comida. Los hombres reían. Su jefe de puente había sobrevivido a la ejecución y la carga de hoy no había costado ninguna baja. Estaban de buen humor.
Excepto Kaladin.
Ahora comprendía. Comprendía lo inútil que era su esfuerzo. Comprendía por qué Sadeas no se había molestado en reconocer que había sobrevivido. Era ya un hombre de los puentes, y serlo equivalía a una sentencia de muerte.
Kaladin esperaba mostrarle a Sadeas que su cuadrilla podía ser eficiente y útil. Esperaba demostrar que se merecían protección: escudos, armaduras, instrucción. Kaladin pensaba que si actuaban como soldados, tal vez podían ser vistos como tales.
Nada de eso funcionaría. Un hombre de los puentes que sobreviviera era, por definición, un fracasado.
Sus hombres reían y disfrutaban junto al fuego. Confiaban en él. Había hecho lo imposible al sobrevivir a una alta tormenta, herido, atado a una pared. Sin duda realizaría otro milagro, esta vez para ellos. Eran buenos hombres, pero pensaban como soldados de infantería. Los oficiales y los ojos claros se preocuparían a la larga. Los hombres estaban alimentados y felices, y eso era suficiente por ahora.
No para Kaladin.
Se encontró cara a cara con el hombre al que había dejado atrás. El que había abandonado aquella noche que decidió no arrojarse al abismo. Un hombre de ojos acosados, un hombre que había dejado de preocuparse o de sentir esperanza. Un cadáver ambulante.
«Voy a fallarles», pensó.
No podía dejar que continuaran cargando puentes, muriendo uno tras otro. Pero tampoco se le ocurría ninguna alternativa. Y por eso sus risas lo lastimaban.
Uno de ellos, Mapas, se levantó, alzando los brazos, e hizo callar a los demás. Era el momento entre lunas, y por eso quedaba iluminado principalmente por el fuego de la hoguera; en el cielo había una lluvia de estrellas. Varias se movían, diminutos puntos de luz persiguiéndose unos a otros, zigzagueando como lejanos y brillantes insectos. Estrellaspren. Eran raros.
Mapas era un tipo de cara achatada, barba hirsuta y gruesas cejas. Todos lo llamaban Mapas por la marca de nacimiento de su pecho, que juraba que era el mapa exacto de Alezkar, aunque Kaladin no lograra ver el parecido.
Mapas se aclaró la garganta.
—Es una buena noche, una noche especial, y todo eso. Hemos recuperado a nuestro jefe.
Algunos de los hombres aplaudieron. Kaladin trató de no mostrar lo mal que se sentía por dentro.
—Nos espera una buena comida —dijo Mapas. Miró a Roca—. Porque estará ya, ¿no, Roca?
—Estará —dijo Roca, removiendo el guiso.
—¿Estás seguro? Podríamos hacer otra carga con el puente. Para darte un poco de tiempo, ya sabes, cinco o seis horas más…
Roca le dirigió una mirada feroz. Los hombres se rieron, y varios golpearon sus cuencos con las cucharas. Mapas se echó a reír y luego buscó en el suelo detrás de la piedra que usaba como asiento. Sacó un paquete envuelto en papel y se lo lanzó a Roca.
Sorprendido, el alto comecuernos lo cazó en el aire y casi a punto estuvo de dejarlo caer en el guiso.
—De parte de todos nosotros —dijo Mapas, un poco cortado—, por hacernos guisos cada noche. No creas que no nos hemos dado cuenta de lo mucho que te esfuerzas. Nosotros nos relajamos mientras tú cocinas. Y siempre sirves a todos los demás primero. Así que te hemos comprado algo para darte las gracias.
Se frotó la nariz con el brazo, estropeando un poco el momento, y se sentó. Varios hombres le dieron golpecitos en la espalda, celebrando su discurso.
Roca desenvolvió el paquete y se lo quedó mirando durante largo rato. Kaladin se inclinó hacia delante, tratando de echar un vistazo al contenido. Roca lo alzó. Era una cuchilla de afeitar recta de brillante acero plateado; la parte afilada estaba cubierta por un trozo de madera. Roca lo retiró e inspeccionó la hoja.
—Bobos tarados —dijo en voz baja—. Es preciosa.
—Hay una pieza de acero pulido también —dijo Peet—. Para que sirva de espejo. Y un poco de jabón y una correa de cuero para afilarla.
Sorprendentemente, a Roca se le saltaron las lágrimas. Se marchó, llevándose sus regalos.
—El guiso está preparado —dijo. Entró en el barracón.
Los hombres permanecieron en silencio.
—Padre Tormenta —dijo por fin el joven Dunny—, ¿creéis que hemos hecho bien? Quiero decir, con tanto como se queja y eso…
—Creo que ha sido perfecto —dijo Teft—. Dadle al grandullón tiempo para recuperarse.
—Sentimos no haberte dado nada, señor —le dijo Mapas a Kaladin—. No sabíamos que estabas despierto.
—No importa.
—Bueno —dijo Cikatriz— ¿alguien va a servir ese guiso o nos quedaremos aquí muertos de hambre hasta que se queme?
Dunny dio un salto y agarró el cucharón. Los hombres se reunieron en torno a la olla, empujándose unos a otros mientras Dunny servía. Sin Roca para gritarles y poner orden, era un auténtico jaleo. Solo Sigzil no se unió. El silencioso hombre de piel oscura permaneció a un lado, las llamas reflejándose en sus ojos.
Kaladin se levantó. Le preocupaba (le aterraba, en realidad) convertirse de nuevo en aquel despojo que había sido. El que había renunciado a preocuparse porque no veía ninguna alternativa. Así que buscó conversación y se acercó a Sigzil. Su movimiento molestó a Syl, que hizo un ruidito y se encaramó en su hombro. Todavía tenía la forma de una llama oscilante; tenerla en el hombro resultaba aún más molesto. No dijo nada: si ella supiera que le molestaba, probablemente lo haría aún más. Seguía siendo una vientospren, después de todo.
Kaladin se sentó junto a Sigzil.
—¿No tienes hambre?
—Ellos están más ansiosos que yo. Si las noches anteriores sirven de indicativo, quedará suficiente para mí cuando hayan llenado sus cuencos.
Kaladin asintió.
—Me gustó tu análisis sobre la meseta hoy.
—Soy bueno en eso, a veces.
—Tienes educación. Se te nota en cómo hablas y actúas.
Sigzil vaciló.
—Sí —dijo por fin—. Entre mi gente, no es un pecado que los hombres sean cultos.
—Tampoco lo es para los alezi.
—Mi experiencia es que solo os preocupan las guerras y el arte de matar.
—¿Y qué has visto de nosotros, además de nuestro ejército?
—No mucho —admitió Sigzil.
—Así que tenemos un hombre con educación en una cuadrilla —dijo Kaladin, pensativo.
—Nunca completé mi educación.
—Yo tampoco.
Sigzil lo miró, curioso.
—Fui aprendiz de cirujano —dijo Kaladin.
Sigzil asintió, su denso pelo oscuro cayó sobre sus hombros. Era uno de los pocos hombres del puente que se molestaba en afeitarse. Ahora que Roca tenía una cuchilla, tal vez eso cambiaría.
—Cirujano —dijo—. No puedo decir que me sorprenda, considerando cómo tratabas a los heridos. Los hombres dicen que en secreto eres un ojos claros de rango muy alto.
—¿Qué? ¡Pero si mis ojos son marrón oscuro!
—Perdóname —dijo Sigzil—. No dije la palabra adecuada…, no la tenéis en vuestra lengua. Para vosotros, un ojos claros es lo mismo que un líder. En otros reinos, sin embargo, otras cosas hacen de un hombre un…, maldito sea este lenguaje alezi. Un hombre de alta cuna. Un brillante señor, pero sin los ojos. De todas formas, los hombres creen que debes de haberte criado fuera de Alezkar. Como líder.
Sigzil miró a los demás. Estaban empezando a sentarse y atacaban sus guisos con vigor.
—Es la forma tan natural en que los lideras, la forma en que haces que los otros quieran escucharte. Hay cosas que asocian con los ojos claros. Y por eso han inventado un pasado para ti. Ahora te costará trabajo convencerlos de lo contrario. —Sigzil lo miró—. Suponiendo que sea inventado. Yo estaba en el abismo el día que empleaste aquella lanza.
—Una lanza —dijo Kaladin—. Un arma de soldado ojos oscuros, no una espada de ojos claros.
—Para muchos hombres de los puentes, la diferencia es mínima. Todos están muy por encima de nosotros.
—¿Y cuál es tu historia?
Sigzil sonrió.
—Me preguntaba si ibas a pedírmelo. Los otros mencionaron que habías hurgado en sus orígenes.
—Me gusta conocer a los hombres que lidero.
—¿Y si algunos de nosotros somos asesinos? —preguntó Sigzil tranquilamente.
—Entonces estoy en buena compañía. Si mataste a un ojos claros, podría invitarte a una copa.
—No era un ojos claros. Y no está muerto.
—Entonces no eres un asesino —dijo Kaladin.
—No porque no lo haya intentado. —Los ojos de Sigzil se volvieron distantes—. Creí que había tenido éxito. No fue la mejor decisión que tomé. Mi amo… —Guardó silencio.
—¿Es al que intentaste matar?
—No.
Kaladin esperó, pero el hombre no ofreció más información. «Un erudito —pensó—. O al menos un hombre de estudios. Tiene que haber un modo de usar esto».
«Encuentra un modo para salir de esta trampa mortal, Kaladin. Usa lo que hay. Tiene que haber un modo».
—Tenías razón respecto a los hombres de los puentes —dijo Sigzil—. Nos envían a morir. Es la única explicación razonable. Hay un lugar en el mundo. Marabezia. ¿Has oído hablar de ella?
—No.
—Está junto al mar, al norte, en tierras selay. Sus gentes son conocidas por su gran afición al debate. En las esquinas de sus ciudades tienen pequeños pedestales a los que pueden subirse y proclamar sus argumentos. Se dice que en Marabezia todo el mundo lleva una bolsa con una fruta madura por si pasan ante algún orador con quien estén en desacuerdo.
Kaladin frunció el ceño. No había oído tantas palabras seguidas por parte de Sigzil en todo el tiempo que llevaban juntos en el puente.
—Lo que dijiste antes, en la meseta —dijo Sigzil, mirando hacia delante—, me hizo pensar en los marabezios. Verás, tienen una forma curiosa de tratar a los convictos. Los cuelgan del acantilado que da al mar cerca de la ciudad, cerca del agua cuando sube la marea, con un corte en cada mejilla. Hay una especie concreta de conchagrande que vive allí en las profundidades. Las criaturas son famosas por su suculento sabor, y naturalmente tienen gemas corazón. No tan grandes como las de estos abismoides, pero siguen siendo bonitas. Así que los criminales se convierten en cebo. Un criminal puede elegir ser ejecutado en cambio, pero dicen que si cuelgas allí durante una semana y no te han devorado, te dejan en libertad.
—¿Y eso sucede a menudo?
Sigzil negó con la cabeza.
—Nunca. Pero los prisioneros casi siempre aceptan la propuesta. Los marabezios tienen una expresión para los que se niegan a ver la verdad de una situación. «Tienes ojos de rojo y azul», dicen. Rojo por la sangre que mana. Azul por el agua. Se dice que esas dos cosas son todo lo que ven los prisioneros. Normalmente los conchagrandes los atacan el mismo día. Y sin embargo, la mayoría sigue deseando correr el riesgo. Prefieren la falsa esperanza.
«Ojos de rojo y azul», pensó Kaladin, imaginando la morbosa escena.
—Haces un buen trabajo —dijo Sigzil, poniéndose en pie y recogiendo su cuenco—. Al principio, te odié por mentirle a los hombres. Pero he comprendido que una esperanza falsa los hace felices. Lo que tú haces es como dar medicina a un enfermo para aliviar su dolor hasta que muere. Ahora esos hombres pueden pasar sus últimos días riendo. Eres en efecto un sanador, Kaladin Bendito por la Tormenta.
Kaladin quiso negarlo, decir que no era una falsa esperanza, pero no pudo. No con el corazón hecho polvo. No con lo que sabía.
Un momento después, Roca salió del barracón.
—¡Me siento de nuevo un auténtico alil’tiki’i! —proclamó, alzando su cuchilla—. ¡Amigos míos, no sabéis lo que habéis hecho! ¡Algún día os llevaré a los Picos y os ofreceré la hospitalidad de reyes!
A pesar de todas sus quejas, no se había afeitado la barba por completo. Se había dejado largas patillas rojidoradas que se curvaban hacia su barbilla. La punta de la barbilla estaba perfectamente afeitada, igual que sus labios. En su rostro ovalado, con su altura, el aspecto resultaba bastante particular.
—¡Ja! —dijo Roca, encaminándose hacia el fuego. Agarró a los dos hombres más cercanos y los atrajo para abrazarlos, haciendo que Bisig casi derramara su guiso—. ¡Os haré a todos de mi familia por esto! ¡El humaka’aban de un habitante de los picos es su orgullo! Me siento de nuevo un verdadero hombre. Tomad. Esta cuchilla no me pertenece a mí, sino a todos nosotros. Todo el que desee usarla puede hacerlo. ¡Es un honor compartirla con vosotros!
Los hombres se echaron a reír, y unos cuantos aceptaron el ofrecimiento. Kaladin no fue uno de ellos. No…, no parecía importarle. Aceptó el cuenco de guiso que le trajo Dunny, pero no comió. Sigzil decidió no sentarse junto a él y se retiró al otro lado de la hoguera.
«Ojos de rojo y azul —pensó Kaladin—. No sé si eso nos define». Para tener ojos de rojo y azul, tendría que creer que al menos existía una pequeña posibilidad de que la cuadrilla pudiera sobrevivir. Esta noche, Kaladin tuvo problemas para convencerse a sí mismo.
Nunca había sido un optimista. Veía el mundo tal como era, o lo intentaba. Sin embargo, eso resultaba un problema cuando la verdad que veía era tan terrible.
«Oh, Padre Tormenta. Vuelvo a ser el despojo que era. Estoy perdiendo mi control sobre todo esto, sobre mí mismo», pensó, sintiendo el aplastante peso de la desesperación mientras contemplaba su cuenco.
No podía cargar con las esperanzas de todos los hombres del puente.
No era lo bastante fuerte.