Szeth-hijo-hijo-Vallano Sinverdad de Shinovar viró entre los dos guardias mientras sus ojos ardían. Los hombres se desplomaron en silencio.

Con tres rápidos golpes, descargó la hoja esquirlada contra los goznes y la cerradura de la gran puerta. Entonces inspiró profundamente, absorbiendo la luz tormentosa de la bolsa de gemas que llevaba a la cintura. Se encendió de poder renovado y le dio una patada a la puerta con la fuerza amplificada por la luz.

La puerta voló hacia atrás, los goznes inútiles ya, y se estrelló contra el suelo y resbaló. El gran salón comedor estaba lleno de gente, chimeneas chisporroteantes y platos ruidosos. La pesada puerta se detuvo, y en el salón todos permanecieron en silencio.

«Lo siento», pensó. Entonces avanzó para iniciar la matanza.

Se produjo el caos. Gritos, chillidos, pánico. Szeth saltó a lo alto de la mesa más cercana y empezó a girar, abatiendo a todos los que tenía cerca. Al hacerlo, se aseguró de escuchar los sonidos de los que morían. No cerró sus oídos a los gritos. No ignoró los chillidos de dolor. Prestó atención a todos y cada uno.

Y se odió a sí mismo.

Avanzó, saltando de mesa en mesa, empuñando su hoja esquirlada, un dios de luz tormentosa ardiente y muerte.

—¡Mis soldados! —gritó el ojos claros que estaba al fondo del salón—. ¿Dónde están mis soldados?

Grueso de cintura y ancho de hombros, el hombre tenía barba marrón cuadrada y nariz prominente. El rey Hanavanar de Jah Keved. No era un portador de esquirlada, aunque los rumores decían que guardaba en secreto una armadura.

Cerca de Szeth, hombres y mujeres huían, tropezando unos con otros. Cayó entre ellos, su ropa blanca ondeando. Abatió a un hombre que desenvainaba su espada, pero también a tres mujeres que solo querían escapar. Los ojos ardieron y los cuerpos se desplomaron.

Szeth extendió la mano atrás, infundiendo la mesa de la que había saltado y arrojándola luego a la pared del fondo con un lanzamiento básico, de los que cambiaban la dirección hacia abajo. La gran mesa de madera cayó de lado, arrollando a la gente, causando más gritos y más dolor.

Szeth descubrió que estaba llorando. Sus órdenes eran sencillas. Matar. Matar como nunca había matado antes. Tener a los inocentes llorando a tus pies y hacer que los ojos claros sollozaran. Y hacerlo vestido de blanco, para que todos supieran quién era. Szeth no puso objeciones. No era su lugar. Era un Sinverdad.

Y hacía lo que sus amos ordenaban.

Tres ojos claros reunieron valor para atacarlo, y Szeth alzó su hoja esquirlada como saludo. Ellos entonaron gritos de batalla al cargar. Él guardó silencio. Una vuelta de muñeca cortó la hoja de la espada del primero. El trozo de metal giró en el aire mientras Szeth se interponía entre los otros dos y su espada les atravesaba el cuello. Cayeron a la vez y con los ojos desorbitados. Szeth golpeó al primer hombre desde atrás, clavándole la espada por la espalda y sacándola por el pecho.

El hombre cayó hacia delante con un agujero en la camisa, pero con la piel ilesa. Cuando cayó al suelo, su espada cortada resonó sobre las piedras.

Otro grupo atacó a Szeth desde el lado, y él congregó luz tormentosa en su mano y la arrojó con un lanzamiento completo hacia el suelo, a sus pies. Era el lanzamiento que unía objetos: cuando los hombres avanzaron, sus pies se pegaron al suelo. Tropezaron, y descubrieron que sus manos y cuerpos se lanzaban también hacia el suelo. Szeth pasó entre ellos apenado, golpeando.

El rey retrocedió, como para rodear la sala y escapar. Szeth roció la parte superior de una mesa con un lanzamiento completo, y luego la infundió toda con un lanzamiento básico también, apuntando hacia la puerta. La mesa saltó al aire y chocó contra la salida; el lado que tenía el lanzamiento completo la pegó a la pared. La gente intentó apartarse, pero eso solo los hizo agruparse mientras Szeth se internaba entre ellos, barriendo con la espada.

Tantas muertes. ¿Por qué? ¿Qué sentido tenía?

Cuando había atacado Alezkar seis años antes, le pareció una masacre. No sabía lo que era una verdadera masacre. Llegó a la puerta y se encontró ante los cadáveres de una treintena de personas, sus emociones capturadas en la tempestad de su luz tormentosa interior. Odió de pronto aquella luz tormentosa tanto como se odiaba a sí mismo. Tanto como a la espada maldita que empuñaba.

Y…, y al rey. Szeth se volvió hacia el hombre. Irracionalmente, su mente rota y confusa responsabilizó a este hombre. ¿Por qué había celebrado un banquete esta noche? ¿Por qué no podía haberse retirado temprano? ¿Por qué había invitado a tanta gente?

Szeth avanzó hacia el rey. Dejó atrás a los muertos, que yacían en el suelo, los ojos quemados, mirando acusadores y sin vida. El rey se escudó detrás de su alta mesa.

Esa alta mesa se estremeció, temblando de forma extraña.

Algo iba mal.

Instintivamente, Szeth se lanzó al techo. Desde su punto de vista, la habitación se invirtió, y el suelo fue ahora el techo. Dos figuras salieron de debajo de la mesa del rey. Dos hombres con armadura esquirlada que blandían sus espadas.

Retorciéndose en el aire, Szeth esquivó sus mandobles y se lanzó otra vez al suelo, aterrizando en la mesa del rey justo cuando este invocaba una hoja esquirlada. Así que los rumores eran ciertos.

El rey golpeó, pero Szeth dio un salto atrás, aterrizando entre los portadores. Fuera pudo oír pisadas. Szeth se volvió para ver cómo un grupo de hombres entraba en la sala. Los recién llegados traían unos curiosos escudos con forma de diamante. Semi-esquirlas. Szeth había oído hablar de los nuevos fabriales, capaces de detener una hoja esquirlada.

—¿Crees que no sabía que ibas a venir? —le gritó el rey—. ¿Después de que mataras a tres de mis altos príncipes? Estamos preparados para enfrentarnos a ti, asesino.

Alzó algo de debajo de la mesa. Otro de aquellos escudos semi-esquirlas. Estaban hechos de metal con una gema oculta en el reverso.

—Eres un necio —dijo Szeth, la luz tormentosa brotando de su boca.

—¿Por qué? —replicó el rey—. ¿Crees que debería haber huido?

—No —contestó Szeth, mirándolo a los ojos—. Porque me tendiste una trampa durante un banquete. Y ahora puedo hacerte responsable de sus muertes.

Los soldados se desplegaron por la sala mientras los dos portadores plenamente armados avanzaron hacia él, las espadas dispuestas. El rey sonrió.

—Así sea —dijo Szeth, inspirando profundamente y absorbiendo la luz tormentosa de las muchas gemas que llevaba atadas en las bolsas de su cintura. La luz empezó a revolverse en su interior, como una alta tormenta dentro de su pecho, ardiendo y gritando. Inspiró más que nunca antes, conteniéndola hasta que apenas pudo impedir que la luz tormentosa lo hiciera pedazos.

¿Eso que tenía en los ojos eran todavía lágrimas? Ojalá pudieran esconder sus crímenes. Se arrancó el fajín de la cintura, soltando su cinturón y las pesadas esferas.

Entonces soltó su hoja esquirlada.

Sus oponentes se detuvieron sorprendidos cuando su hoja se desvaneció convertida en bruma. ¿Quién soltaba una hoja esquirlada en mitad de una batalla? Desafiaba la razón.

Y Szeth también.

«Eres una obra de arte, Szeth-hijo-Neturo. Un dios».

Era el momento de verlo.

Los soldados y portadores atacaron. Meros segundos antes de que lo alcanzaran, Szeth se puso en movimiento, una tempestad líquida en las venas. Esquivó los mandobles iniciales, internándose entre los soldados. El contener tanta luz tormentosa le hacía más fácil infundir cosas: la luz trataba de salir y empujaba contra su piel. En este estado, la hoja esquirlada solo sería una distracción. Szeth mismo era la verdadera arma.

Agarró el brazo de un soldado. Solo tardó un instante en infundirlo y lanzarlo hacia arriba. El hombre gritó, cayendo al techo mientras Szeth esquivaba otro golpe de espada. Tocó la pierna de su atacante, inhumanamente ágil. Con una mirada y un pestañeo, lanzó también a ese hombre hacia el techo.

Los soldados maldijeron, acuchillándolo, sus grandes escudos semi-esquirlados convertidos de pronto en molestias, mientras Szeth se movía entre ellos, grácil como una anguila aérea, tocando brazos, piernas, hombros, enviando a una docena de hombres, y luego a dos docenas volando en todas direcciones. La mayoría fueron hacia arriba, pero a un puñado de ellos los envió hacia los portadores que se acercaban, y gritaron cuando los cuerpos sin control chocaron contra ellos.

Szeth saltó atrás cuando un pelotón de soldados corría hacia él, se impulsó en la pared del fondo y volteó en el aire. La sala cambió de orientación y aterrizó en la pared que ahora tenía debajo. Corrió por ella hacia el rey, que esperaba detrás de sus portadores de esquirlada.

—¡Matadlo! —dijo el rey—. ¡La tormenta os lleve a todos! ¿Qué estáis haciendo? ¡Matadlo!

Szeth saltó de la pared, lanzándose abajo mientras daba una voltereta y aterrizaba con una rodilla en la mesa. Los platos y la cubertería tintinearon cuando agarró un cuchillo de la cena y lo infundió una, dos, tres veces. Usó un triple lanzamiento básico, apuntándolo en dirección al rey, y luego lo dejó caer y se lanzó atrás.

Se apartó cuando uno de los portadores atacó, cortando la mesa en dos. El cuchillo lanzado por Szeth cayó mucho más rápidamente de lo normal, volando hacia el rey, que apenas logró alzar su escudo a tiempo, los ojos muy abiertos mientras el cuchillo resonaba contra el metal.

«Maldición», pensó Szeth, proyectándose hacia arriba con un cuarto de lanzamiento básico. Eso no lo envió arriba, solo lo hizo mucho más liviano. Un cuarto de su peso se lanzó ahora arriba en vez de hacia abajo. En esencia, su peso se redujo a la mitad.

Se retorció, la ropa blanca aleteando grácil mientras caía entre los soldados. Los que había lanzado antes empezaron a caer del alto techo, agotada su luz tormentosa. Una lluvia de cuerpos rotos se estrelló contra el suelo.

Szeth se volvió de nuevo hacia los soldados. Algunos hombres cayeron mientras hacía volar a otros. Sus lustrosos escudos resonaron contra el suelo, cayendo de dedos muertos o aturdidos. Los soldados trataron de alcanzarlo, pero Szeth bailó entre ellos, usando la antigua arte marcial de kammar, que empleaba solo las manos. Era considerada la forma menos letal de lucha, concentrada en agarrar a los enemigos y usar su peso contra ellos para inmovilizarlos.

También era ideal cuando querías tocar e infundir a alguien.

Era la tormenta. Era destrucción. A su capricho, los hombres volaban por los aires, y caían y morían. Barrió hacia fuera, tocando una mesa y arrojándola arriba con un lanzamiento básico. Con la mitad de su masa impulsada arriba y la otra mitad abajo, permaneció ingrávida. Szeth la roció con un lanzamiento pleno, y luego la lanzó de una patada contra los soldados, que se quedaron pegados a ella, las ropas y la piel unidas a la madera.

Una hoja esquirlada siseó cortando el aire junto a él, y Szeth exhaló levemente, la luz tormentosa brotando de sus labios mientras se apartaba. Los dos portadores atacaron mientras los cuerpos caían de arriba, pero Szeth era demasiado rápido para ellos, demasiado ágil. Los portadores no trabajaban juntos. Estaban acostumbrados a dominar un campo de batalla o enfrentarse en duelo a un solo enemigo. Sus poderosas armas los volvían torpes.

Szeth corrió con pies ligeros, sujeto al suelo solo la mitad que los otros hombres. Esquivó fácilmente otro mandoble, lanzándose al techo para darse un poco más de impulso antes de lanzarse un cuarto para pesar de nuevo. El resultado fue un salto de tres metros al aire, sin esfuerzo.

El golpe fallido alcanzó el suelo y cortó el cinturón que Szeth había dejado caer antes, abriendo una de sus bolsas grandes. Esferas y gemas sin tallar se desperdigaron por el suelo. Algunas infusas. Otras opacas. Szeth absorbió luz tormentosa de las que rodaron más cerca.

Detrás de los portadores, el propio rey se acercó, el arma preparada. Tendría que haber intentado huir.

Los dos portadores blandieron sus enormes espadas contra Szeth, que giró esquivando los ataques, extendió una mano y agarró un escudo del aire cuando caía al suelo. El hombre que lo empuñaba se estrelló un segundo más tarde.

Szeth saltó por encima de uno de los portadores, un hombre de armadura dorada, esquivando su arma con el escudo y dejándolo atrás. El otro hombre, cuya armadura era roja, atacó también. Szeth detuvo la hoja con su escudo, que se quebró, aguantando a duras penas. Todavía debatiéndose contra la espada, Szeth se lanzó tras el portador mientras saltaba adelante.

El movimiento hizo que Szeth diera una voltereta por encima del hombre. Szeth continuó su trayectoria y cayó junto a la pared mientras la segunda oleada de soldados rodaba por el suelo. Uno chocó contra el portador de rojo, haciéndolo tambalearse.

Szeth alcanzó la pared, aterrizando con las piedras. Estaba lleno de luz tormentosa. Tanto poder, tanta vida, tanta terrible destrucción.

Piedra. Era sagrada. Nunca pensaba ya en eso. ¿Cómo podía algo ser sagrado para él ahora?

Mientras los cuerpos chocaban contra los portadores, se arrodilló y colocó la mano en la gran piedra de la pared que tenía delante, infundiéndola. La lanzó una y otra vez en dirección a los portadores. Una, dos, diez veces, quince veces. Siguió vertiendo en ella luz tormentosa. Brilló con fuerza. La argamasa crujió. La piedra rechinó contra la piedra.

El portador rojo se volvió justo cuando la enorme roca infusa caía hacia él, moviéndose con veinte veces la aceleración normal en la caída de una piedra. Chocó contra él, aplastando su coraza, rociando trozos fundidos en todas direcciones. El bloque lo lanzó al otro lado de la sala, aplastándolo contra la pared del fondo. No se movió.

Szeth casi se había quedado ya sin luz tormentosa. Se lanzó para reducir su peso, y luego saltó al suelo. A su alrededor los hombres estaban aplastados, rotos, muertos. Las esferas rodaban por el suelo, y absorbió su luz tormentosa. La luz subió, como las almas de aquellos a quienes había matado, infundiéndolo.

Empezó a correr. El otro portador de esquirlada retrocedió tambaleándose, alzando su hoja e internándose en el bosque que era la mesa destrozada, cuyas patas se habían soltado. El rey finalmente comprendió que su trampa había fracasado. Se dispuso a huir.

«Diez latidos —pensó Szeth—. Vuelve a mí, criatura de Condenación».

Los latidos de Szeth resonaron en sus oídos. Gritó (la luz brotó de su boca como humo radiante) y se lanzó al suelo mientras el portador atacaba. Szeth se lanzó hacia la pared opuesta, por entre las piernas del portador. Inmediatamente se lanzó arriba.

Surcó el aire mientras el portador volvía a atacarlo. Pero Szeth ya no estaba allí. Esta vez se lanzó abajo, cayendo tras el portador y aterrizando en la mesa rota. Se inclinó y la infundió. Un hombre con armadura esquirlada podía estar protegido contra los lanzamientos, pero las cosas sobre las que se hallaba de pie no.

Szeth lanzó el tablero de la mesa arriba con un lanzamiento múltiple que la hizo elevarse y apartar al portador como si fuera un soldado de juguete. Szeth se quedó en lo alto del tablero, cabalgándolo en un arrebato de aire. Cuando alcanzó el alto techo se apartó, lanzándose de nuevo para abajo una, dos, tres veces.

La superficie de la mesa chocó contra el techo. Szeth cayó con increíble velocidad hacia el portador que, caído de espaldas, estaba aturdido.

La espada de Szeth se formó en sus dedos justo cuando golpeaba, atravesando la armadura. La coraza explotó y la hoja se hundió profundamente en el pecho del hombre y en el suelo de debajo.

Szeth se levantó, recuperando su espada. El rey en fuga miró por encima del hombro con un grito de incrédulo horror. Sus dos portadores habían caído en pocos segundos. Sus últimos soldados se interpusieron nerviosos para proteger su retirada.

Szeth había dejado de llorar. Parecía que ya no podía seguir haciéndolo. Se sentía aturdido. Su mente…, no podía pensar. Odiaba al rey. Lo odiaba con todas sus fuerzas. Y dolía, lo lastimaba físicamente la fuerza irracional de aquel odio.

Con la luz tormentosa brotando de él, se lanzó hacia el rey.

Cayó, los pies sobre el suelo, como si estuviera flotando. Sus ropas ondeaban. Para los guardias que seguían vivos, parecía que se deslizaba por el suelo.

Se lanzó hacia abajo en ángulo y blandió la espada mientras llegaba a las filas de soldados. Los atravesó como si bajara por una empinada pendiente. Girando y rebulléndose, abatió a una docena de hombres, ágil y terrible, atrayendo más luz tormentosa de las esferas esparcidas por el suelo.

Szeth llegó a la puerta. Los hombres caían tras él, los ojos ardiendo. Justo más allá, el rey corría entre un último grupo de guardias. Se volvió y gritó al ver a Szeth, y entonces alzó su escudo semi-esquirlado.

Szeth se internó entre los guardias y golpeó el escudo dos veces, quebrándolo y obligando al rey a retroceder. El hombre tropezó y soltó su espada, que se disolvió en niebla.

Szeth dio un salto y se lanzó abajo con un doble lanzamiento básico. Cayó encima del rey, y su velocidad aumentada le rompió un brazo y lo clavó en el suelo. Szeth barrió con su espada a los sorprendidos soldados, que cayeron mientras sus piernas morían bajo su peso.

Finalmente, Szeth alzó la espada sobre la cabeza y miró al rey.

—¿Qué eres? —susurró el rey, los ojos llenos de lágrimas de dolor.

—La muerte —respondió Szeth, y entonces clavó la punta de su espada en la cara del hombre y en la roca donde se apoyaba.

El camino de los reyes
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