«Me estoy muriendo, ¿verdad? Curandero, ¿por qué tomas mi sangre? ¿Quién te acompaña, con su cabeza de arrugas? Puedo ver un sol lejano, oscuro y frío, brillando en un cielo negro».

Recogido el 3 de Jesnan, año 1171, 11 segundos antes de la muerte. El sujeto era un pastor de chulls de etnia reshi. La muestra es llamativa.

—¿Por qué no lloras? —preguntó la vientospren.

Kaladin estaba sentado de espaldas a la jaula, la cabeza gacha. Las tablas del suelo que tenía delante estaban astilladas, como si alguien las hubiera cavado solamente con las uñas. La sección astillada estaba manchada de oscuro donde la seca madera gris se habían empapado de sangre. Un inútil e ilusorio intento de huida.

La carreta continuó rodando. La misma rutina cada día. Despertarse magullado y dolorido tras una noche inquieta, pasada sin mantas ni colchón. Una carreta en la que cada vez los esclavos eran sacados y encadenados con brazas de hierro en los pies, y se les daba tiempo para moverse y hacer sus necesidades. Luego se los recogía y se les daba la bazofia de la mañana, y las carretas echaban a andar, hasta la bazofia de la tarde. Más camino. La bazofia de la noche, y luego una jarra de agua antes de dormir.

La mancha shash de Kaladin estaba aún fresca y ensangrentada. Al menos el techo de la jaula la protegía del sol.

La vientospren se convirtió en bruma, flotando como una nube diminuta. Se acercó a Kaladin, el movimiento recortó su cara delante de la nube, como si despejara de un soplido la bruma y revelara algo más sustancioso debajo. Vaporoso, femenino y anguloso. Con ojos llenos de curiosidad. Como ningún otro spren que Kaladin hubiera visto.

—Los otros lloran de noche —dijo—. Pero tú no.

—¿Llorar para qué? —respondió él, apoyando la cabeza contra los barrotes—. ¿Qué cambiaría?

—No lo sé. ¿Por qué lloran los hombres?

Él sonrió y cerró los ojos.

—Pregúntale al Todopoderoso por qué lloran los hombres, pequeña spren. No a mí.

Su frente estaba perlada de sudor por la humedad del verano del este, y le picó cuando se le coló en la herida. Con suerte, pronto volverían a tener algunas semanas de primavera. El clima y las estaciones eran impredecibles. Nunca se sabía cuánto iban a durar, aunque lo más normal era que fueran unas pocas semanas.

La carreta continuó su camino. Al cabo de un rato, Kaladin sintió la luz del sol en la cara. Abrió los ojos. El sol se colaba por la parte superior de la jaula. Dos o tres horas después de mediodía, entonces. ¿Y la bazofia de la tarde? Kaladin se levantó, aupándose tras apoyar una mano en los barrotes de acero. No pudo distinguir a Tvlakv conduciendo la carreta de delante, solo a Bluth detrás. El mercenario llevaba puesta una camisa sucia con encajes en la parte delantera y un sombrero de ala ancha para protegerse del sol, su lanza y su maza en el banco a su lado. No llevaba espada: ni siquiera Tvlakv lo hacía, no cerca de tierra alezi.

La hierba continuó abriéndose para dejar paso a las carretas, desvaneciéndose por delante, y luego cerrándose después de que pasaran. Aquí el paisaje estaba salpicado de extraños matorrales que Kaladin no reconoció. Tenían gruesos tallos y agujas verdes. Donde las carretas se acercaban demasiado, las agujas se metían dentro de los pecíolos, dejando detrás troncos retorcidos, como gusanos, con ramas convulsas. Moteaban el paisaje elevado, alzándose de las rocas cubiertas de hierba como centinelas diminutos.

Las carretas continuaron avanzando bien pasado el mediodía. «¿Por qué no nos detenemos para comer?».

La primera carreta se detuvo por fin. Las otras dos lo hicieron detrás, entre sacudidas, los chulls de caparazón rojo vacilaron, las antenas oscilando a un lado y a otro. Esos animales de forma cuadrada tenían abultados caparazones pétreos y gruesas patas rojas como troncos. Por lo que Kaladin había oído, sus pinzas podían quebrar el brazo de un hombre. Pero los chulls eran dóciles, sobre todo los domesticados, y no había conocido a nadie del ejército que recibiera más que algún pellizco poco intenso por parte de uno.

Bluth y Tag bajaron de sus carretas y se acercaron a reunirse con Tvlakv. El amo de esclavos estaba de pie en el asiento de su carromato, protegiéndose los ojos contra la blanca luz del sol y sujetando en la mano una hoja de papel. Se produjo una discusión. Tvlakv no paraba de señalar en la dirección que emprendían, y luego indicó su papel.

—¿Perdido, Tvlakv? —exclamó Kaladin—. Tal vez deberías rezar al Todopoderoso para que te guíe. He oído decir que le gustan los amos de esclavos. Tiene una sala especial en Condenación para vosotros.

A la izquierda de Kaladin, uno de los esclavos (el hombre de la barba larga que había hablado con él unos cuantos días antes) se apartó, pues no quería estar demasiado cerca de una persona que estaba provocando al amo.

Tvlakv vaciló, luego le hizo un gesto cortante a sus mercenarios, mandándolos callar. El hombretón bajó de un salto de su carreta y se acercó a Kaladin.

—Tú —dijo—. Desertor. Los ejércitos alezi recorren estas tierras para sus guerras. ¿Sabes algo de la zona?

—Déjame ver el mapa —contestó Kaladin. Tvlakv titubeó, y luego se lo tendió.

Kaladin extendió la mano a través de los barrotes y cogió el papel. Luego, sin leerlo, lo partió en dos. En unos segundos lo hizo un centenar de pedazos ante los horrorizados ojos de Tvlakv.

Tvlakv llamó a los mercenarios, pero cuando llegaron Kaladin tenía un doble puñado de papelillos que arrojarles.

—Feliz Fiesta Media, hijos de puta —dijo mientras los copos de papel revoloteaban a su alrededor. Dio media vuelta y se acercó al otro lado de la jaula y se sentó, mirándolos.

Tvlakv se quedó sin habla. Entonces, el rostro enrojecido, señaló a Kaladin y le susurró algo a los mercenarios. Bluth dio un paso hacia la jaula, pero luego se lo pensó mejor. Miró a Tvlakv, después se encogió de hombros y se retiró. Tvlakv se volvió hacia Tag, pero el otro mercenario tan solo sacudió la cabeza y dijo algo en voz baja.

Después de unos minutos de insultar a los cobardes mercenarios, Tvlakv rodeó la jaula y se acercó al lugar donde Kaladin estaba sentado. Sorprendentemente, cuando habló, su voz sonó tranquila.

—Veo que eres listo, desertor. Te has hecho valer. Mis otros esclavos no son de esta zona, y nunca he venido por aquí. Puedes negociar. ¿Qué deseas a cambio de servirnos de guía? Puedo prometerte una comida extra al día, si me complaces.

—¿Quieres que guíe la caravana?

—Aceptaremos tus instrucciones.

—Muy bien. Primero, encuéntrame un acantilado.

—¿Eso te permitirá ver la zona?

—No —dijo Kaladin—. Eso me dará algo para arrojarte desde lo alto.

Tvlakv se ajustó molesto la gorra, apartándose una de sus largas cejas blancas.

—Me odias. El odio te mantendrá fuerte, hará que tu precio aumente. Pero no encontrarás ninguna venganza en mí a menos que tenga una oportunidad de llevarte al mercado. No te dejaré escapar. Pero tal vez alguien sí lo haga. ¿Quieres que te vendan?

—No busco venganza —dijo Kaladin.

La vientospren regresó: se había marchado durante un rato a inspeccionar los extraños matorrales. Se detuvo en el aire y empezó a revolotear en torno al rostro de Tvlakv, inspeccionándolo. Parecía que el hombre no podía verla.

Tvlakv frunció el ceño.

—¿No buscas venganza?

—No funciona —repuso Kaladin—. Aprendí hace mucho tiempo esa lección.

—¿Hace mucho tiempo? No puedes tener más de dieciocho años, desertor.

Era una buena deducción. Tenía diecinueve. ¿De verdad solo habían pasado cuatro años desde que se unió al ejército de Amaram? Kaladin sentía como si hubiera envejecido una docena.

—Eres joven —continuó Tvlakv—. Podrías escapar de este destino. Hay hombres que han vivido más allá de la marca de esclavo: podrías pagar tu precio, ¿entiendes? O convencer a uno de tus amos para que te dé la libertad. Podrías volver a ser un hombre libre. No es tan imposible.

Kaladin bufó.

—Nunca seré libre de estas marcas, Tvlakv. Debes de saber que he intentado escapar, y fracasado, más de diez veces. No son solo estos glifos de mi cabeza lo que hacen que tus mercenarios sean cautelosos.

—Los fracasos pasados no demuestran que no haya una oportunidad en el futuro, ¿no?

—Estoy acabado. No me importa. —Miró al amo de esclavos—. Además, no crees en lo que estás diciendo. Dudo que un hombre como tú pueda dormir de noche si piensa que los esclavos que ha vendido pueden ser libres para buscarlo un día.

Tvlakv se echó a reír.

—Tal vez, desertor. Tal vez tengas razón. O tal vez pienso simplemente que si fueras a ganar tu libertad perseguirías al primer hombre que te vendió como esclavo, ¿no? El alto señor Amaram, ¿no fue él? Su muerte me pondría sobre aviso para que pudiera huir.

¿Cómo sabía eso? ¿Cómo se había enterado de lo de Amaram? «Lo encontraré —pensó Kaladin—, lo destriparé con mis propias manos. Le arrancaré la cabeza del cuello, le…».

—Sí —dijo Tvlakv, estudiando el rostro de Kaladin—, así que no eras tan sincero cuando dijiste que no ansiabas venganza. Ya veo.

—¿Cómo sabes lo de Amaram? —preguntó Kaladin, con una mueca—. He cambiado de manos una docena de veces desde entonces.

—La gente habla. Los esclavistas más que nadie. Debemos ser amigos unos de otros, ya ves, pues nadie más nos soporta.

—Entonces sabes que no me marcaron por desertar.

—Ah, pero es lo que debemos fingir, ¿no? Los hombres culpables de delitos graves no se venden demasiado bien. Con ese glifo shash en tu cabeza ya será bastante difícil conseguir un buen precio por ti. Si no puedo venderte, entonces tú…, bueno, no desearás esa situación. Así que jugaremos un juego juntos. Yo diré que eres un desertor. Y tú no dirás nada. Es un juego sencillo, creo.

—Es ilegal.

—No estamos en Alezkar —dijo Tvlakv—, así que no hay ley que valga. Además, la deserción fue el motivo oficial de tu venta. Di lo contrario y solo ganarás fama de mentiroso.

—Solo un dolor de cabeza para ti.

—Pero acabas de decir que no deseas vengarte de mí.

—Podría aprender.

Tvlakv se echó a reír.

—¡Ah, si no has aprendido eso ya, entonces probablemente no lo harás nunca! Además, ¿no has amenazado con tirarme de un acantilado? Creo que ya has aprendido. Pero ahora tenemos que discutir cómo actuar. Mi mapa ha encontrado un final inesperado, ya ves.

Kaladin vaciló antes de suspirar.

—No lo sé —dijo sinceramente—. Tampoco he estado nunca por aquí.

Tvlakv frunció el ceño. Se acercó más a la jaula, inspeccionando a Kaladin, aunque mantuvo la distancia. Tras un momento, sacudió la cabeza.

—Te creo, desertor. Una lástima. Bien, confiaré en mi memoria. El mapa era poca cosa de todas formas. Casi me alegro de que lo hayas roto, pues había tenido la tentación de hacerlo yo mismo. Si me encuentro con algún retrato de mis ex esposas, me encargaré de que se crucen en tu camino y así aprovecharé tus talentos únicos.

Se marchó.

Kaladin lo vio marchar, luego se maldijo a sí mismo.

—¿Qué ha pasado? —dijo la vientospren, acercándose a él, la cabeza ladeada.

—Casi me cae bien —dijo Kaladin, apoyando de nuevo la cabeza contra la jaula.

—Pero…, después de lo que hizo…

Kaladin se encogió de hombros.

—No he dicho que no sea un hijo de puta. Solo es un hijo de puta simpático —vaciló. Luego hizo una mueca—. Esos son los peores. Cuando los matas, acabas sintiéndote culpable por ello.

La carreta tenía goteras durante las altas tormentas. No era ninguna sorpresa: Kaladin sospechaba que Tvlakv se había visto obligado a dedicarse a su oficio por la mala suerte. Se dedicaría a otro tipo de comercio, pero algo (falta de fondos, la necesidad de dejar a toda prisa sus previos entornos) le había obligado a escoger esta carrera, la más ignominiosa de todas.

Los hombres como él no podían permitirse lujos, ni siquiera calidad. Apenas podían zanjar sus deudas. En este caso, esto significaba carretas con goteras. Los lados de madera eran lo bastante fuertes para soportar los vientos de las altas tormentas, pero no eran cómodos.

Tvlakv casi no había tenido tiempo para prepararse para esta tormenta. Al parecer, el mapa que Kaladin había roto incluía también una lista de fechas de altas tormentas comprada a un guardián trashumante. Las tormentas podían ser predichas matemáticamente: para el padre de Kaladin era un hobby. Podía detectar el día adecuado ocho de cada diez veces.

Las tablas se sacudían contra los barrotes de la jaula mientras el viento golpeaba el vehículo, haciéndolo estremecer, haciendo que se agitara como el torpe juguete de un gigante. La madera gemía y borbotones de agua de lluvia helada se colaban por las grietas. Los destellos de los relámpagos se colaban también, acompañados por los truenos. Era la única luz que tenían.

De vez en cuando, los relámpagos destellaban sin los truenos. Los esclavos gemían aterrorizados, pensando en el Padre Tormenta, las sombras de los Radiantes Perdidos, o de los Portadores del Vacío: todo lo que se decía que espantaba las tormentas más violentas. Se acurrucaban al otro lado de la carreta, compartiendo el calor. Kaladin no se acercó a ellos, y permaneció sentado solo, de espaldas a los barrotes.

No temía las historias de seres que caminaban en las tormentas. En el ejército se había visto obligado a capear una alta tormenta o dos bajo el recodo de una roca protectora o cualquier otro refugio improvisado. A nadie le gustaba estar al raso durante una tormenta, pero a veces no se podía evitar. Los seres que viajaban en las tormentas (quizás incluso el propio Padre Tormenta) no eran tan letales como las rocas y ramas que volaban por los aires. De hecho, la tempestad inicial de agua y viento (la muralla de tormenta) era lo más peligroso. Cuanto más aguantaras después de eso, más débil se hacía la tormenta, hasta que lo que seguía no era más que una llovizna.

No, no le preocupaba que los Portadores del Vacío buscaran carne para cebarse. Le preocupaba que le sucediera algo a Tvlakv. El amo de esclavos capeaba la tormenta en un cerco de madera construido en el fondo de su carreta. Era ostensiblemente el lugar más seguro de la caravana, pero un giro desafortunado del destino (un peñasco lanzado por la tormenta, la caída de una carreta) podía matarlo. En ese caso, Kaladin podía ver a Bluth y Tag poniendo tierra de por miedo, dejando a todo el mundo en sus jaulas, los lados de madera cerrados. Los esclavos morirían lentamente de hambre y deshidratación, cociéndose bajo el sol dentro de esas cajas.

La tormenta continuó soplando, sacudiendo la carreta. Estos vientos parecían en ocasiones seres vivos. ¿Y quién podía decir que no lo eran? ¿Eran los vientospren atraídos por las ráfagas de viento, o eran ellos mismos las ráfagas de viento? ¿Las almas de la fuerza que ahora querían con tanto ímpetu destruir la carreta de Kaladin?

Esa fuerza, sentiente o no, fracasó. Las carretas estaban encadenadas a los peñascos cercanos y sus ruedas trabadas. Las ráfagas de viento se fueron haciendo más letárgicas. Los relámpagos dejaron de destellar, y el enloquecedor tamborileo de la lluvia se convirtió en un suave repique. Solo una vez durante el viaje había volcado una carreta en una alta tormenta. Tanto el vehículo como los esclavos que transportaba habían sobrevivido con unas cuantas marcas y magulladuras.

El lado de madera a la derecha de Kaladin se estremeció de repente, y entonces se abrió cuando Bluth descorrió los cerrojos. El mercenario llevaba un jubón de cuero para protegerse de la lluvia, y del ala de su sombrero chorreó agua mientras exponía los barrotes, y sus ocupantes, a la lluvia. Estaba fría, aunque no era tan penetrante como durante el apogeo de la tormenta. Roció a Kaladin y los esclavos acurrucados. Tvlakv siempre ordenaba descubrir las carretas antes de que dejara de llover, pues decía que era la única forma de lavar el hedor de los esclavos.

Bluth colocó el lado de madera en su sitio bajo la carreta, y luego abrió los otros dos lados. Solo la pared de la parte delantera, detrás del asiento del conductor, no era abatible.

—Es un poco temprano para bajar los costados, Bluth —dijo Kaladin. No eran aún los coletazos, el periodo cerca del final de una alta tormenta en que la lluvia caía suavemente. La lluvia era pesada todavía, y el viento racheado ocasionalmente.

—El amo os quiere bien limpios hoy.

—¿Por qué? —preguntó Kaladin, levantándose, el agua corriendo por sus ajadas ropas marrones.

Bluth lo ignoró. «Tal vez nos acercamos a nuestro destino», pensó Kaladin mientras escrutaba el paisaje.

A lo largo de los últimos días, las colinas habían dado paso a irregulares formaciones rocosas, lugares donde los vientos desgastadores habían dejado atrás acantilados que se desmoronaban y formas irregulares. La hierba crecía en los lados rocosos que recibían más luz, y las otras plantas eran abundantes a la sombra. Después de una alta tormenta era cuando la tierra estaba más viva. Los pólipos de rocabrotes se abrían y extendían sus enredaderas. Otros tipos de enredaderas surgían de las grietas, lamiendo el agua. Las hojas se desplegaban en árboles y matorrales. Bichitos de todo tipo se deslizaban por los charcos, disfrutando del banquete. Los insectos zumbaban en el aire; crustáceos más grandes (cangrejos y patosos) salían de sus escondites. Las mismas rocas parecían cobrar vida.

Kaladin advirtió a media docena de vientospren revoloteando, sus formas transparentes persiguiendo a (o tal vez viajando con) las últimas vaharadas de la tormenta. Luces diminutas se alzaban alrededor de las plantas. Vidaspren. Parecían motas de brillante polvo verde o enjambres de diminutos insectos transparentes.

Un patoso (sus espinas como vellos alzadas al aire para advertir los cambios del viento) subió por el lado del carro, su largo cuerpo cubierto de docenas de pares de patas. Era algo bastante familiar, pero nunca había visto un patoso con un caparazón púrpura oscuro. ¿Adónde llevaba Tvlakv la caravana? Estas colinas sin cultivar eran perfectas para la agricultura. Podías esparcir savia de tocón mezclada con semillas de lavis, y tendrías pólipos más grandes que la cabeza de un hombre creciendo por toda la colina, dispuestos para abrirse y entregar el grano que llevaban dentro.

Los chulls se dieron un atracón de rocabrotes, gusanos y crustáceos más pequeños que habían aparecido después de la tormenta. Tag y Bluth ataron tranquilamente las bestias a sus arneses mientras un Tvlakv de aspecto refunfuñón salía de debajo de su refugio impermeable. El amo de esclavos se puso una gorra y una capa negra para protegerse de la lluvia. Rara vez salía hasta que la tormenta hubiera pasado por completo: estaba muy ansioso por llegar a su destino. ¿Estaban cerca de la costa? Era uno de los pocos sitios donde había ciudades en las Ciudades Irreclamadas.

Minutos después, las carretas volvieron a ponerse en marcha por el irregular terreno. Kaladin se acomodó mientras el cielo se aclaraba, la alta tormenta una mancha de negrura en el horizonte occidental. El sol trajo un calorcillo agradable, y los esclavos se regodearon en la luz mientras las gotas de agua chorreaban de sus ropas y la parte trasera de la bamboleante carreta.

Al momento, un lazo de luz transparente se acercó a Kaladin. Estaba empezando a acostumbrarse a la presencia de la vientospren. Se había ido durante la tormenta, pero había regresado. Como siempre.

—Vi a otros de tu especie —comentó Kaladin.

—¿Otros? —preguntó ella, tomando la forma de una mujer joven. Empezó a rodearlo en el aire, girando de vez en cuando, danzando con un ritmo que él no oía.

—Vientospren —dijo Kaladin—. Persiguiendo a la tormenta. ¿Estás segura de que no quieres ir con ellos?

Ella miró hacia el oeste, añorante.

—No —dijo finalmente, continuando su baile—. Me gusta estar aquí.

Kaladin se encogió de hombros. Ella había dejado de gastarle bromas como antes, así que él había dejado de permitir que su presencia lo molestase.

—Hay otros cerca —dijo—. Otros como tú.

—¿Esclavos?

—No lo sé. Personas. No los de aquí. Otros.

—¿Dónde?

Ella volvió un dedo blanco y transparente hacia el este.

—Allí. Muchos. Montones y montones.

Kaladin se levantó. No podía imaginar que la spren supiera medir bien distancia y números… Kaladin entornó los ojos, estudiando el horizonte. «Eso es humo. ¿De chimeneas?». Notó su olor en el aire: de no ser por la lluvia, lo habría olido antes.

¿Debería importarle? No importaba dónde fuera esclavo: seguiría siendo esclavo. Había aceptado esta vida. Era su forma de ser ahora. No le importaba, no le preocupaba.

Sin embargo, contempló con curiosidad cómo su carreta remontaba la falda de una colina y permitía que los esclavos vieran bien adónde se dirigía. No era una ciudad. Era algo más grande, más amplio. Un enorme campamento militar.

—Gran Padre de las Tormentas… —susurró Kaladin.

Diez masas de tropa vivaqueaban siguiendo los familiares patrones alezi: circulares, por compañías, con los seguidores del campamento en las afueras, los mercenarios en un anillo interior, los ciudadanos soldados cerca del centro, los oficiales ojos claros en el centro mismo. Estaban acampados en una serie de enormes formaciones rocosas parecidas a cráteres, pero los lados eran más irregulares, más serrados. Como cáscaras de huevos rotos.

Kaladin había dejado un ejército muy parecido a este ocho meses atrás, aunque las fuerzas de Amaram eran mucho más pequeñas. Este cubría kilómetros de piedra, extendiéndose a lo lejos tanto al sur como al norte. Un millar de estandartes con un millar de glifos de familias diferentes ondeaban orgullosos en el aire. Había algunas tiendas (principalmente en la zona exterior a los ejércitos), pero la mayoría de los soldados se albergaba en grandes barracones de piedra. Eso implicaba que había moldeadores de almas.

El campamento que tenían directamente delante mostraba un estandarte que Kaladin solo había visto en los libros. Azul oscuro con glifos blancos: khokh y linil, estilizados y pintados con una espada ante una corona. La casa Kholin. La casa del rey.

Anonadado, Kaladin miró más allá de los ejércitos. Hacia el este, el paisaje era tal como lo había oído describir en una docena de historias diferentes que detallaban la campaña del rey contra los traidores parshendi. Era una enorme llanura hendida de piedra, tan amplia que no podía ver el otro lado, dividida y cortada a pico por abismos, grietas de ocho o diez metros de anchura. Eran tan profundas que desaparecían en la oscuridad y formaban un mosaico de mesetas irregulares. Algunas grandes, otras diminutas. La imponente llanura parecía un plato roto cuyas piezas hubieran sido vueltas a ensamblar con pequeñas aberturas entre los fragmentos.

—Las Llanuras Quebradas —susurró Kaladin.

—¿Qué? —preguntó la vientospren—. ¿Qué ocurre?

Kaladin sacudió la cabeza, divertido.

—Me pasé años intentando llegar a este lugar. Es lo que quería Tien, al final al menos. Venir aquí, combatir en el ejército del rey…

Y ahora Kaladin estaba aquí. Finalmente. «Accidentalmente». Le entraron ganas de reír por el absurdo. «Tendría que haberme dado cuenta —pensó—; ni siquiera nos dirigíamos a la costa y sus ciudades. Veníamos hacia aquí. A la guerra».

Este lugar estaría sometido a las leyes y normas alezi. Esperaba que Tvlakv quisiera evitarlas. Pero aquí probablemente encontraría también los mejores precios.

—¿Las Llanuras Quebradas? —dijo uno de los esclavos—. ¿De verdad?

Los demás se acercaron para asomarse. Con la súbita emoción, parecieron olvidar su miedo a Kaladin.

—¡Son las Llanuras Quebradas! —dijo otro hombre—. ¡Es el ejército del rey!

—Tal vez encontraremos justicia aquí —dijo otro.

—He oído decir que los sirvientes de la casa del rey viven tan bien como los mejores mercaderes —dijo otro—. Sus esclavos tienen que vivir también mejor. ¡Estaremos en tierras vorin, incluso ganaremos un salario!

Eso era cierto. Cuando trabajaban, había que pagar un pequeño salario a los esclavos: la mitad de lo que cobraría alguien que no lo fuera, que a menudo era ya menos de lo que obtendría un ciudadano pleno por el mismo trabajo. Pero era algo, y la ley alezi lo exigía. Solo los fervorosos (que no podían poseer nada de todas formas) no tenían que cobrar. Bueno, ellos y los parshmenios. Pero los parshmenios eran más animales que otra cosa.

Un esclavo podía aplicar sus ganancias a su deuda de esclavo y, después de años de labor, ganar su libertad. Teóricamente. Los otros continuaron charlando mientras las carretas empezaban a bajar por la pendiente, pero Kaladin se retiró al fondo. Sospechaba que la idea de pagar un salario a los esclavos era una mentira que pretendía mantenerlos dóciles. La deuda era enorme, mucho más de lo que valía un esclavo, y era virtualmente imposible cancelarla.

Bajo sus anteriores amos, había exigido que le pagaran sus salarios. Siempre habían encontrado un modo de engañarlo: cobrándole por la vivienda, la comida. Así eran los ojos claros. Roshone, Samaram, Katarotam… Todos los ojos claros que Kaladin había conocido, fueran esclavos u hombres libres, habían demostrado ser corruptos hasta el corazón, a pesar de toda su pose y belleza externa. Eran como cadáveres putrefactos vestidos con sedas hermosas.

Los otros esclavos siguieron charlando del ejército del rey, y de la justicia. «¿Justicia? —pensó Kaladin, apoyándose contra los barrotes—. No estoy convencido de que exista eso que llaman Justicia». Con todo, se mantuvo en la duda. Esto era el ejército del rey (los ejércitos de los diez altos príncipes) que venían a cumplir el Pacto de la Venganza.

Si había una cosa que todavía ansiaba, era la oportunidad de empuñar una lanza. De luchar de nuevo, de intentar volver a ser el hombre que había sido. Un hombre a quien le importaban las cosas.

Si pudiera encontrarla en alguna parte, la encontraría aquí.

El camino de los reyes
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