«Las cargas de nueve son mías. ¿Por qué debo llevar la locura de todos ellos? Oh, Todopoderoso, libérame».
Fechado Palaheses, 1173, segundos desconocidos antes de la muerte. Sujeto: un rico ojos claros. Muestra recogida de segunda mano.
El frío aire nocturno amenazaba con que pronto podría llegar un tramo de invierno. Dalinar llevaba una larga y gruesa guerrera, pantalones y camisa. La guerrera se abotonaba hasta el cuello y era larga por detrás y por los lados y le llegaba hasta los tobillos, agitándose en la cintura como una capa. En los primeros años, tal vez se habría llevado con una takama, aunque a Dalinar nunca le habían gustado las ropas que parecían faldas.
El sentido del uniforme no era la moda ni la tradición, sino que se distinguiera fácilmente de aquellos que lo seguían. No tendría problemas con los otros ojos claros si al menos llevaran sus colores.
Llegó a la isla de banquete del rey. Habían colocado soportes a los lados, donde normalmente estaban los braseros, y en cada uno de ellos había uno de esos nuevos fabriales que desprendían luz. La corriente entre las islas se había reducido a un hílelo: el hielo había dejado de fundirse en las tierras altas.
La asistencia a la fiesta esa noche era reducida, aunque esto se notaba especialmente en las cuatro islas que no eran del rey. Cuando había acceso a Elhokar y los altos príncipes, la gente asistía aunque el banquete se celebrara en medio de una alta tormenta. Dalinar recorrió el pasillo central, y Navani (sentada a la mesa de las mujeres) lo miró a los ojos. Se dio la vuelta, recordando quizá las bruscas palabras que le había dirigido en su último encuentro.
Sagaz no estaba en su lugar de costumbre insultando a aquellos que llegaban a la isla del rey; de hecho, no se lo veía por ninguna parte.
«No es sorprendente», pensó Dalinar. A Sagaz no le gustaba volverse predecible: últimamente se había pasado varios banquetes subido a su pedestal largando insultos. Era probable que sintiera que había agotado esa táctica.
Los otros nueve altos príncipes estaban allí presentes. Trataban a Dalinar con frialdad desde que se negaron a su petición de combatir juntos. Como si les ofendiera el mero ofrecimiento. Los ojos claros menores establecían alianzas, pero los altos príncipes se comportaban como si ellos mismos fueran reyes. Los otros altos príncipes eran rivales a quienes había que mantener a raya.
Dalinar envió a un sirviente a traerle comida y se sentó a la mesa. Se había retrasado en su llegada mientras recibía informes de las compañías que había mandado volver, así que fue uno de los últimos en comer. La mayoría de los otros se habían puesto a conversar. A la derecha, la hija de un oficial tocaba una serena melodía de flauta a un grupo de curiosos. A la izquierda, tres mujeres habían sacado sus carpetas de bocetos y dibujaban cada una al mismo hombre. Las mujeres solían desafiarse unas a otras en duelo como hacían los hombres con las hojas esquirladas, aunque rara vez usaban esa palabra. Siempre eran «competiciones amistosas» o «juegos de ingenio».
Llegó la comida, estagma cocido (un tubérculo marrón que crecía en los charcos profundos) sobre una base de grano hervido. El grano se hinchaba con agua, y toda la comida estaba empapada en una densa salsa de pimienta marrón. Dalinar sacó el cuchillo y cortó una rodaja del extremo del estagma. Usando el cuchillo para rociarle grano encima, cogió la rodaja con dos dedos y empezó a comer. Esta noche estaba sabroso y picante, probablemente por el frío, y sabía bien mientras el vapor del plato nublaba el aire.
Hasta ahora, Jasnah no había respondido al mensaje sobre su visión, aunque Navani decía que tal vez podría resolver el caso por su cuenta. Era una renombrada erudita también, por más que siempre le habían interesado más los fabriales. La miró. ¿Era un necio por ofenderla como lo había hecho? ¿Haría aquello que usara contra él el conocimiento de sus visiones?
«No —pensó—. No sería tan mezquina». Navani parecía interesada en él, aunque el modo de su afecto era inadecuado.
Las sillas a su alrededor estaban vacías. Se estaba convirtiendo en un paria, primero por hablar de los Códigos, luego por sus intentos de conseguir que los altos príncipes cooperaran con él, y finalmente por la investigación de Sadeas. No era extraño que Adolin estuviera preocupado.
De repente, alguien se sentó a su lado, vestido con una capa negra para protegerse del frío. No era uno de los altos príncipes. ¿Quién se atrevería…?
La figura se bajó la capucha, mostrando el rostro de halcón de Sagaz. Todo líneas y ángulos, con la nariz y la mandíbula afiladas, cejas delicadas y ojos agudos. Dalinar suspiró, esperando el inevitable torrente de astutas pullas.
Sin embargo, Sagaz no dijo nada. Inspeccionó a la multitud con expresión intensa.
«Sí —pensó Dalinar—. Adolin también tiene razón con este hombre». Dalinar lo había juzgado demasiado a la ligera en el pasado. No era el bufón que fueron algunos de sus predecesores. Sagaz continuó sin decir nada, y Dalinar decidió que, tal vez, la broma de esta noche sería sentarse junto a las personas para ponerlas nerviosas. No era una gran broma, pero Dalinar a menudo olvidaba el motivo por el que Sagaz hacía lo que hacía. Tal vez era terriblemente divertido si le veías la gracia. Dalinar volvió a su comida.
—Los vientos están cambiando —susurró Sagaz.
Dalinar lo miró.
Los ojos de Sagaz se entornaron, y escrutó el cielo nocturno.
—Lleva meses ya. Un remolino. Cambiante y retorcido, soplando alrededor de nosotros. Como un mundo girando, pero no podemos verlo porque somos parte de él.
—Un mundo girando. ¿Qué tontería es esa?
—La tontería de los hombres que se preocupan, Dalinar —dijo Sagaz—. Y la inteligencia de aquellos que no lo hacen. Lo segundo depende de lo primero, pero también lo explora, mientras que lo primero no entiende a lo segundo, esperando que sea más parecido a él. Y todos sus juegos nos roban el tiempo. Segundo a segundo.
—Sagaz —suspiró Dalinar—, esta noche no estoy de humor. Lamento no entender tu intención, pero no tengo ni idea de lo que quieres decir.
—Lo sé —dijo Sagaz, y entonces lo miró directamente—. Adonalsium.
Dalinar frunció aún más el ceño.
—¿Qué?
Sagaz escrutó su rostro.
—¿Has oído hablar alguna vez del término, Dalinar?
—¿Ado…, qué?
—Nada —dijo Sagaz. Parecía preocupado, algo que no era habitual en él—. Insensato. Cantamañanas. Bla bla bla. No es raro que las palabras sin sentido sean a menudo los sonidos de otras palabras, cortadas y desmembradas, y luego cosidas a algo nuevo…, y sin embargo sean completamente distintas al mismo tiempo.
»Me pregunto si se podría hacer eso con un hombre. Desmontarlo, emoción a emoción, trozo a trozo, pedazo ensangrentado a pedazo ensangrentado. Y luego combinarlo todo junto para que sea otra cosa, como un Dysian Aimian. Si ensamblas a un hombre así, Dalinar, asegúrate de llamarlo Parlanchín, como yo. O tal vez Charlatán.
Dalinar frunció el ceño.
—¿Ese es tu nombre, entonces? ¿Tu verdadero nombre?
—No, amigo mío —dijo Sagaz, poniéndose en pie—. He abandonado mi verdadero nombre. Pero, la próxima vez que nos veamos, pensaré en uno astuto para que me llames. Hasta entonces, Sagaz bastará… O si quieres, puedes llamarme Hoid. Ten cuidado: Sadeas planea una revelación en el banquete de esta noche, aunque no sé cuál es. Adiós. Lamento no haberte insultado más.
—Espera, ¿te marchas?
—Debo hacerlo. Espero hacerlo. Lo haré si no me matan. Probablemente lo harán de todas formas. Discúlpame ante tu sobrino por mí.
—No se sentirá feliz. Te aprecia.
—Sí, es una de sus tendencias más admirable, junto a la de pagarme, dejarme comer su cara comida y darme la oportunidad de burlarme de sus amigos. El Cosmere, por desgracia, tiene preferencia sobre la comida gratis. Cuídate, Dalinar. La vida se vuelve peligrosa, y tú estás en el centro.
Sagaz asintió una vez y se volvió hacia la noche. Se puso la capucha y pronto Dalinar no pudo distinguirlo de la oscuridad.
Dalinar volvió a su comida. «Sadeas planea una revelación en el banquete esta noche, aunque no sé cuál es». Sagaz rara vez se equivocaba, aunque casi siempre se portaba de un modo extraño. ¿Se marchaba de verdad, o estaría todavía en el campamento a la mañana siguiente, riéndose de la broma que le había gastado?
«No —pensó Dalinar—, esto no ha sido una broma». Llamó a un maestro de sirvientes vestido de blanco y negro.
—Tráeme a mi hijo mayor.
El sirviente inclinó la cabeza y se retiró. Dalinar comió el resto de su comida en silencio, mirando ocasionalmente a Sadeas y Elhokar. Ya no estaban en la mesa, y por eso la esposa de Sadeas se había reunido con él. Ialai era una mujer curvilínea que según decían todos se teñía el pelo. Eso indicaba sangre extranjera en el pasado de su familia: el cabello alezi siempre se reproducía en proporción con la sangre alezi que tuvieras. La sangre extranjera implicaba mechones de otro color. Irónicamente, la sangre mixta era mucho más común en los ojos claros que en los ojos oscuros, quienes rara vez se casaban con extranjeros, pero las casas alezi a menudo necesitaban alianzas o dinero de fuera.
Terminada la comida, Dalinar pasó de la mesa del rey a la isla propiamente dicha. La mujer seguía tocando su melancólica canción. Era bastante buena. Unos momentos más tarde, llegó Adolin. Corrió hacia Dalinar.
—¿Padre? ¿Me has mandado llamar?
—Quédate por aquí. Sagaz me ha dicho que Sadeas planea hacer una tormenta de algo esta noche.
La expresión de Adolin se ensombreció.
—Hora de irnos, entonces.
—No. Tenemos que dejar que las cosas se desencadenen.
—Padre…
—Pero puedes prepararte —dijo Dalinar en voz baja—. Por si acaso. ¿Invitaste a los oficiales de nuestra guardia al banquete de esta noche?
—Sí. A seis de ellos.
—Tienen mi invitación para pasar a la isla del rey. Transmite la noticia. ¿Qué hay de la guardia del rey?
—Me he asegurado de que algunos de los que esta noche guardan la isla sean los más leales a ti. —Adolin señaló con la barbilla un espacio en la oscuridad, al lado de la cuenca del banquete—. Creo que deberíamos colocarlos allí. Será una buena línea de retirada por si el rey intenta arrestarte.
—Sigo sin creer que llegue a eso.
—No puedes estar seguro. Elhokar, después de todo, permitió esta investigación en primer lugar. Se está volviendo cada vez más paranoico.
Dalinar se volvió a mirar al rey. El joven llevaba puesta casi siempre su armadura esquirlada, aunque no lo hacía en ese momento. Parecía continuamente nervioso, miraba por encima del hombro, sus ojos corrían de un lado a otro.
—Házmelo saber cuando los hombres estén en posición —dijo Dalinar.
Adolin asintió y se marchó rápidamente.
La situación hizo que Dalinar tuviera pocas ganas de socializar con nadie. Con todo, estar allí de pie solo y con aspecto molesto no era mejor, así que se acercó a la hoguera principal, donde el alto príncipe Hatham charlaba con un grupito de ojos claros. Saludaron con la cabeza a Dalinar cuando se reunió con ellos; a pesar de cómo lo trataban en general, nunca le darían la espalda en un banquete como este. Simplemente, eso no se hacía a alguien de su rango.
—Ah, brillante señor Dalinar —dijo Hatham de forma excesivamente amable. Delgado y con el cuello largo, el hombre llevaba una camisa verde con chorreras bajo un abrigo en forma de túnica, con una bufanda de seda de color verde oscuro alrededor del cuello. En cada uno de sus dedos tenía un rubí que brillaba débilmente: habían extraído la luz tormentosa de ellos con un fabrial creado para la ocasión.
De los cuatro acompañantes de Hatham, dos eran ojos claros inferiores y uno era un fervoroso de túnica blanca a quien Dalinar no conocía. El último era un natano de piel azulina y pelo blanquísimo, dos mechones teñidos de rojo oscuro y trenzados hasta colgar junto a sus mejillas; llevaba guantes rojos. Era un dignatario de visita: Dalinar lo había visto en los banquetes. ¿Cuál era su nombre?
—Dime, brillante señor Dalinar —dijo Hatham—. ¿Has estado prestando alguna atención al conflicto entre los tukari y los emuli?
—Es un conflicto religioso ¿no? —preguntó Dalinar. Ambos eran reinos makabaki, en la costa sur, donde el comercio era abundante y próspero.
—¿Religioso? —dijo el natano—. No, yo no diría eso. Todos los conflictos son esencialmente económicos por naturaleza.
«Au-nak —recordó Dalinar—, ese es su nombre». Hablaba con marcado acento, exagerando todas las «as» y «os».
—El dinero está detrás de todas las guerras —continuó Au-nak—. La religión no es más que una excusa. O tal vez una justificación.
—¿Hay alguna diferencia? —preguntó el fervoroso, obviamente ofendido por el tono de Au-nak.
—Por supuesto. Una excusa es lo que haces una vez cometida la acción, mientras que una justificación es lo que ofreces antes.
—Yo diría que una excusa es algo que dices, pero no crees, Nak-ali —Hatham usaba la alta forma del nombre de Au-nak—. Mientras que una justificación es algo en lo que crees realmente.
¿Por qué tanto respeto? El natano debía tener algo que Hatham quería.
—De cualquier forma —dijo Au-nak—, esta guerra en concreto es por la ciudad de Sesemalex Dar, que los emuli han convertido en su capital. Es una excelente urbe comercial, y los tukari la quieren.
—He oído hablar de Sesemalex Dar —dijo Dalinar, mesándose la barbilla—. La ciudad es bastante espectacular, ocupa hendiduras talladas en la piedra.
—En efecto. Hay una composición particular de la piedra que permite drenar el agua. El diseño es sorprendente. Obviamente es una de las Ciudades del Amanecer.
—Mi esposa tendría algo que decir al respecto —dijo Hatham—. Ha hecho de las Ciudades del Amanecer el objeto de sus estudios.
—El diseño de la ciudad es básico para la religión emuli —dijo el fervoroso—. Dicen que es su hogar ancestral, un regalo de los Heraldos. Y los tukari están gobernados por ese dios-sacerdote suyo, Tezim. Así que el conflicto es religioso por naturaleza.
—Y si no fuera un puerto tan maravilloso —dijo Au-nak—, ¿insistirían tanto en proclamar el significado religioso de la ciudad? Creo que no. Son paganos, después de todo, así que no podemos presuponer que su religión tenga ninguna importancia real.
Hablar de las Ciudades del Amanecer era un tema popular últimamente entre los ojos claros: la idea de que ciertas ciudades podían remontar sus orígenes a los Cantores del Alba. Tal vez…
—¿Alguno ha oído hablar de un lugar conocido como Fortaleza de la Fiebre de Piedra? —preguntó Dalinar.
Los otros negaron con la cabeza. Ni siquiera Au-nak tenía algo que decir.
—¿Por qué? —preguntó Hatham.
—Solo por curiosidad.
La conversación continuó, aunque Dalinar dejó que su atención volviera a centrarse en Elhokar y su círculo de asistentes. ¿Cuándo haría Sadeas su anuncio? Si pretendía sugerir que Dalinar debía ser arrestado, no lo haría durante un banquete, ¿no?
Dalinar volvió a dirigir su atención a la conversación. Tendría que hacer más caso de lo que sucedía en el mundo. Antaño, las noticias de los reinos en conflicto lo fascinaban. Muchas cosas habían cambiado desde que comenzaron las visiones.
—Tal vez no sea económica ni religiosa de naturaleza —decía Hatham, tratando de poner fin a la discusión—. Todo el mundo sabe que las tribus makabaki albergan extraños odios unas hacia otras.
—Tal vez —dijo Au-nak.
—¿Importa? —preguntó Dalinar. Los otros se volvieron hacia él—. Es solo otra guerra. Si no lucharan entre sí, encontrarían a otros a quienes atacar. Es lo que hacemos nosotros. Venganza, honor, riquezas, religión…, todos los motivos conducen a los mismos resultados.
Los otros no dijeron nada, y el silencio se hizo rápidamente embarazoso.
—¿A qué devotario sigues, brillante señor Dalinar? —preguntó Hatham, pensativo, como intentando recordar algo que había olvidado.
—A la Orden de Talenelat.
—Ah. Sí, tiene sentido. Odian discutir de religión. Esta conversación debe resultarte terriblemente aburrida.
Una salida a la conversación. Dalinar asintió, sonriendo agradecido por la amabilidad de Hatham.
—¿La Orden de Talenelat? —dijo Au-nak—. Siempre he pensado que ese devotario era para gente inferior.
—Y esto lo dice un natano —dijo el fervoroso, envarado.
—Mi familia siempre ha sido devotamente vorin…
—Sí —respondió el fervoroso—, convenientemente, ya que ha usado sus lazos vorin para comerciar favorablemente en Alezkar. Me pregunto si es usted igualmente devoto cuando no se encuentra en nuestro suelo…
—No permitiré que se me insulte de esta forma —replicó Au-nak.
Dio media vuelta y se marchó, haciendo que Hatham levantara una mano.
—¡Nak-ali! —llamó, corriendo tras él ansiosamente—. ¡Por favor, no le haga caso!
—Insufriblemente aburrido —dijo el fervoroso en voz baja, dando un sorbo a su vino; naranja, naturalmente, ya que era un hombre del clero.
Dalinar lo miró con el ceño fruncido.
—Eres osado, fervoroso —dijo severamente—. Tal vez de manera estúpida. Insultas a un hombre con quien Hatham quiere hacer negocios.
—Lo cierto es que pertenezco al brillante señor Hatham —contestó el fervoroso—. Él me pidió que insultara a su invitado: quiere que Au-nak piense que está avergonzado. Ahora, cuando Hatham acceda rápidamente a sus exigencias, el extranjero creerá que es por esto…, y no retrasará la firma del contrato sospechando que se ha llevado a cabo demasiado fácilmente.
«Ah, por supuesto. —Dalinar miró a la pareja—. Llegan hasta esos niveles».
Teniendo eso en cuenta ¿qué tenía que pensar de la amabilidad de Hatham antes, cuando le dio un motivo para explicar su aparente disgusto por el conflicto? ¿Estaba preparándolo para algún tipo de manipulación encubierta?
El fervoroso se aclaró la garganta.
—Agradecería que no le contaras a nadie lo que acabo de decirte, brillante señor.
Dalinar advirtió que Adolin regresaba a la isla del rey, acompañado por seis oficiales de uniforme y con sus espadas.
—¿Entonces por qué me lo has dicho en primer lugar? —preguntó Dalinar, volviendo su atención hacia el hombre de la túnica blanca.
—Igual que Hatham desea que su socio en los negocios conozca su buena voluntad, yo deseo que sepas de nuestra buena voluntad hacia ti, brillante señor.
Dalinar frunció el ceño. Nunca había tenido demasiada relación con los fervorosos: su devotario era sencillo y claro. Saciaba en la corte su ración de política, y tenía pocos deseos de encontrar más en la religión.
—¿Por qué? ¿Qué debería importar si muestro buena voluntad hacia vosotros?
El fervoroso sonrió.
—Hablaremos de nuevo contigo. —Hizo una profunda reverencia y se retiró.
Dalinar quiso preguntar más, pero entonces llegó Adolin.
—¿Qué pasaba? —preguntó, mirando hacia el brillante señor Hatham.
Dalinar tan solo sacudió la cabeza. Se suponía que los fervorosos no participaban en política, fuera cual fuese su devotario. Lo tenían oficialmente prohibido desde la Hierocracia. Pero, como con la mayoría de las cosas en la vida, lo ideal y la realidad eran dos circunstancias separadas. Los ojos claros no podían evitar utilizar a los fervorosos en sus planes, y por eso, cada vez más, los devotarios se convertían en parte de la corte.
—¿Padre? —preguntó Adolin—. Los hombres están situados.
—Bien —respondió Dalinar. Apretó los dientes y cruzó la pequeña isla. Quería que este fiasco terminara de una vez por todas.
Dejó atrás la hoguera, una oleada de denso calor que hizo que el lado izquierdo de su cara se empapara de sudor mientras el lazo derecho aún estaba helado por el frío del otoño. Adolin corrió a acompañarlo, con la mano en la espada.
—¿Padre? ¿Qué vamos a hacer?
—Provocar —respondió Dalinar, dirigiéndose al lugar donde Elhokar y Sadeas estaban charlando. El grupo de aduladores le abrió paso.
—… Y creo que… —El rey se interrumpió y miró a Dalinar—. ¿Sí, tío?
—Sadeas —dijo Dalinar—. ¿Cuál es el estado de tu investigación sobre el corte de la cincha?
Sadeas parpadeó. Tenía en la mano derecha una copa de vino violeta, su larga túnica de terciopelo rojo abierta por delante para revelar una camisa blanca de chorreras.
—Dalinar, ¿estás…?
—Tu investigación, Sadeas —dijo Dalinar con firmeza.
Sadeas suspiró y miró a Elhokar.
—Majestad. Tenía previsto hacer un anuncio referido a este tema esta noche. Iba a esperar hasta más tarde, pero si Dalinar va a insistir…
—Insisto.
—Oh, adelante, Sadeas —dijo el rey—. Has despertado mi curiosidad.
El rey hizo un gesto a un sirviente, quien corrió a hacer callar a la flautista mientras otro criado tocaba los clarines para pedir silencio. En unos instantes, todos callaron en la isla.
Sadeas le dirigió a Dalinar una mueca que de algún modo transmitía el mensaje: «Tú lo has pedido, viejo amigo».
Dalinar cruzó los brazos, manteniendo la mirada clavada en Sadeas. Sus seis guardias de cobalto se colocaron tras él, pero Dalinar advirtió que un grupo similar de oficiales ojos claros del campamento de Sadeas permanecía atento.
—Bueno, no esperaba tener tanto público —dijo Sadeas—. Principalmente, planeaba decírselo solo al rey.
«Ni mucho menos», pensó Dalinar, tratando de contener la ansiedad. ¿Qué haría si Adolin tenía razón y Sadeas lo acusaba de haber intentado asesinar a Elhokar?
Sería, en efecto, el final de Alezkar. Dalinar no caería sin oponerse, y los campamentos se volverían unos contra otros. La nerviosa paz que los había mantenido juntos durante la última década llegaría a su fin. Elhokar nunca podría mantenerlos unidos.
Además, si acababan en guerra, las cosas no irían bien para Dalinar. Los otros le habían dado la espalda; ya tenía bastantes problemas enfrentándose a Sadeas, si los demás se unían contra él, caería en horrible desventaja. Pudo comprender ahora que Adolin pensara que era un increíble acto de estupidez haber hecho caso a las visiones. Y sin embargo, en un momento poderosamente surreal, Dalinar consideró que había hecho lo correcto. Nunca lo había sentido tan fuerte como en este momento, mientras se preparaba para ser condenado.
—Sadeas, no me agotes con tu sentido del drama —dijo Elhokar—. Te están escuchando. Te estoy escuchando. Parece que a Dalinar le va estallar una vena en la frente. Habla.
—Muy bien —dijo Sadeas, entregando el vino a un criado—. Mi primera tarea como alto príncipe de información fue descubrir la verdadera naturaleza del atentado a la vida de su majestad durante la caza del conchagrande.
Agitó una mano para llamar a uno de sus hombres, que se marchó. Otro dio un paso adelante y le tendió la cincha de cuero rota.
—Llevé esta correa a tres talabarteros distintos en tres campamentos distintos. Cada uno de ellos llegó a la misma conclusión. Fue cortada. El cuero es relativamente nuevo, y ha sido bien cuidado, como demuestra la falta de grietas y desgaste en otras zonas. El tajo es demasiado regular. Alguien lo cortó.
Dalinar experimentó una sensación de amenaza. Era casi lo mismo que él había descubierto, pero estaba presentado bajo la peor luz posible.
—¿Pero para qué…? —empezó a decir.
Sadeas alzó una mano.
—Por favor, alto príncipe. ¿Primero me exiges que informe, y luego me interrumpes?
Dalinar guardó silencio. A su alrededor, más y más ojos claros importantes se estaban congregando. Pudo notar su tensión.
—¿Pero cuándo fue cortada? —dijo Sadeas, volviendo a dirigirse a la multitud. Le gustaba el dramatismo—. Eso es esencial. Me tomé la molestia de interrogar a numerosos hombres que estuvieron en esa cacería. Ninguno dijo haber visto nada concreto, aunque todos recordaron que hubo un momento extraño. El momento en que el brillante señor Dalinar y su majestad corrieron hacia una formación rocosa. Un momento en que Dalinar y el rey estuvieron solos. —Hubo susurros desde atrás—. No obstante, hubo un problema —dijo Sadeas—. Un problema que el propio Dalinar planteó. ¿Por qué cortar la cincha de la silla de un portador de esquirlada? Un movimiento estúpido. Una caída del caballo no sería muy peligrosa para un hombre que lleva armadura esquirlada.
El sirviente que Sadeas había enviado regresó, trayendo a un joven de pelo rubiáceo que mostraba solo unos cuantos atisbos de negro.
Sadeas sacó algo de una bolsa de su cintura y lo alzó. Un gran zafiro. No estaba infundido. De hecho, al mirarlo con atención, Dalinar pudo ver que estaba agrietado: ya no podía contener luz tormentosa.
—La cuestión me llevó a investigar la armadura esquirlada del rey —dijo Sadeas—. Ocho de los diez zafiros utilizados para infundir su armadura estaban rotos después de la batalla.
—Suele pasar —dijo Adolin, acercándose a Dalinar, la mano en la espada—. Siempre se pierde alguno en cada batalla.
—¿Pero ocho? —preguntó Sadeas—. Uno o dos es normal. ¿Pero has perdido alguna vez ocho en una batalla antes, joven?
La única respuesta de Adolin fue mirarlo fijamente.
Sadeas guardó la gema y le hizo un gesto al joven que había mandado traer.
—Este es uno de los mozos de cuadra al servicio del rey. Fin, ¿no es así?
—S…, sí, brillante señor —tartamudeó el muchacho. No podía tener más de doce años.
—¿Qué es lo que me dijiste antes, Fin? Por favor, repítelo de nuevo para que todos puedan oírlo.
El joven ojos oscuros se estremeció. Parecía mareado.
—Bueno, brillante señor, fue así: todo el mundo dice que la silla fue comprobada en el campamento del brillante señor Dalinar. Y supongo que así fue, en efecto. Pero yo soy quien preparó el caballo de su majestad antes de que se le entregara a los hombres de Dalinar. Y lo hice, prometo que lo hice. Puse su silla favorita y todo. Pero…
El corazón de Dalinar martilleó. Tuvo que contenerse para no invocar su espada.
—¿Pero qué? —le dijo Sadeas a Fin.
—Pero cuando los otros mozos de cuadra del rey llevaron el caballo al campamento del alto príncipe Dalinar, llevaba una silla diferente. Lo juro.
Varios de los que estaban allí rodeándolos parecieron confundidos por esta afirmación.
—¡Ajá! —dijo Adolin, señalando—. ¡Pero eso sucedió en el complejo del palacio del rey!
—En efecto —dijo Sadeas, alzando una ceja—. Muy agudo por tu parte, joven Kholin. Este descubrimiento, junto con las joyas rotas, significa algo. Sospecho que quien intentó matar a su majestad plantó en su armadura esquirlada gemas defectuosas para que se rompieran bajo tensión, perdiendo su luz tormentosa. Luego debilitaron la cincha de la silla con un corte cuidadoso con la esperanza de que su majestad cayera mientras combatía al conchagrande, lo que permitiría a la bestia atacarlo. Las gemas caerían, la armadura se rompería, y su majestad moriría por «accidente» mientras cazaba.
Sadeas alzó un dedo mientras la multitud empezaba a susurrar de nuevo.
—Sin embargo, es importante darse cuenta de que estos hechos (el cambio de la silla o la colocación de las gemas) deben de haber sucedido antes de que su majestad se reuniera con Dalinar. Considero que Dalinar es un sospechoso muy improbable. De hecho, pienso que el culpable es alguien a quien el brillante señor Dalinar ha ofendido. Ese alguien quería que todos pensáramos que él podría estar implicado. Puede que en realidad no pretendiera matar a su majestad, sino arrojar sospechas sobre Dalinar.
La isla quedó en silencio. Incluso los susurros se apagaron.
Dalinar permaneció en pie, aturdido. «¡Yo… tenía razón!».
Adolin finalmente rompió el silencio.
—¿Qué?
—Todas las pruebas señalan que tu padre es inocente, Adolin —dijo Sigzil, haciendo acopio de paciencia—. ¿Te parece sorprendente?
—No, pero… —Adolin frunció el ceño.
A su alrededor, los ojos claros empezaron a hablar, decepcionados. Empezaron a dispersarse. Los oficiales de Dalinar permanecieron tras él como si esperaran un ataque por sorpresa.
«Sangre de mis padres… —pensó Dalinar—. ¿Qué significa esto?».
Sadeas indicó a sus hombres que se llevaran al mozo de cuadra, y luego le hizo un gesto de asentimiento a Elhokar y empezó a retirarse en dirección a las bandejas de la noche, donde había jarras de vino caliente y panes tostados. Dalinar alcanzó a Sadeas cuando este se servía un platito. Lo cogió por el brazo, sintiendo el suave tejido de la túnica de Sadeas bajo sus dedos.
Sadeas lo miró, alzando una ceja.
—Gracias —dijo Dalinar en voz baja—. Por no seguir adelante.
Tras ellos, la flautista empezó a tocar de nuevo.
—¿Por no seguir adelante con qué? —dijo Sadeas, soltando su platito y librándose de los dedos de Dalinar—. Esperaba hacer esta presentación después de haber descubierto pruebas más concretas de que no estabas implicado. Por desgracia, presionado como estaba, lo mejor que pude hacer fue indicar que era improbable que tuvieras nada que ver. Me temo que seguirá habiendo rumores.
—Espera. ¿Querías demostrar mi inocencia?
Sadeas hizo una mueca y volvió a recoger su plato.
—¿Sabes cuál es tu problema, Dalinar? ¿Por qué todo el mundo ha empezado a considerarte tan cansino?
Dalinar no respondió.
—La presuntuosidad. Te has vuelto despreciablemente pedante. Sí, le pedí a Elhokar este puesto para poder demostrar tu inocencia. ¿Te resulta tan difícil creer que alguien más en este ejército puede hacer algo honesto?
—Yo… —dijo Dalinar.
—Pues claro. Nos has estado mirando como alguien que estuviera sentado en lo alto de una hoja de papel y que se cree tan alto que puede ver durante kilómetros. Bien, creo que ese libro de Gavilar es crem, y que los Códigos son mentiras que la gente fingía seguir para poder justificar sus apergaminadas consciencias. Maldición, yo mismo tengo una de esa consciencias apergaminadas. Pero no quería verte puesto en entredicho por ese intento frustrado de matar al rey. ¡Si lo hubieras querido muerto, le habrías quemado los ojos y habrías acabado de una vez! —Sadeas dio un sorbo de su humeante vino violeta—. El problema es que Elhokar seguía y seguía hablando de esa maldita cincha. Y la gente empezó a hablar, ya que estaba bajo tu protección y los dos os alejasteis cabalgando juntos. Solo el Padre Tormenta sabe cómo pudieron pensar que intentarías asesinar a Elhokar. Apenas eres capaz de matar a los parshendi hoy en día.
Sadeas se metió un trocito de pan tostado en la boca, y entonces se dispuso a marcharse.
Dalinar volvió a cogerlo por el brazo.
—Yo…, estoy en deuda contigo. No tendría que haberte tratado como lo he hecho estos seis años.
Sadeas miró al cielo, masticando su pan.
—No ha sido solo por ti. Mientras todo el mundo pensara que estabas detrás del atentado, nadie descubriría quién quiso matar de verdad a Elhokar. Y alguien lo hizo, Dalinar. No acepto que ocho gemas se rompan en un combate. La cincha solo habría sido un intento de asesinato ridículo, pero con una armadura debilitada… Casi me siento tentado a creer que la llegada por sorpresa del abismoide estuvo también preparada. Pero no tengo ni idea de cómo pudo lograrse.
—¿Y el comentario de que querían implicarme? —preguntó Dalinar.
—Más que nada para darle a los demás algo con lo que chismorrear mientras averiguo qué está pasando de verdad —Sadeas miró la mano de Dalinar en su brazo—. ¿Quieres soltarme?
Dalinar retiró la mano.
Sadeas dejó su plato, alisó su túnica y se sacudió el hombro.
—No he renunciado a ti todavía, Dalinar. Probablemente voy a necesitarte antes de que todo esto acabe. Pero tengo que decir que no sé qué pensar de ti últimamente. Esos comentarios de que quieres abandonar el Pacto de la Venganza. ¿Hay algo de verdad en ello?
—Lo mencioné en confianza a Elhokar como medio de explorar opciones. De modo que, sí, hay algo de verdad en ello, si quieres saberlo. Estoy cansado de esta lucha. Estoy cansado de estas Llanuras, de estar lejos de la civilización, de matar a parshendi poco a poco. Sin embargo, he renunciado a la retirada. Quiero ganar. ¡Pero los altos príncipes no me hacen caso! Todos dan por hecho que intento dominarlos con algún truco retorcido.
Sadeas bufó.
—Eres de los que dan a un hombre un puñetazo en la cara antes que una puñalada por la espalda. Siempre directo.
—Alíate conmigo —le dijo Dalinar. Sadeas se detuvo—. Sabes que no voy a traicionarte, Sadeas. Confías en mí como los otros no podrán nunca hacerlo. Prueba lo que intento que accedan a hacer los otros altos príncipes. Ataca conmigo las mesetas.
—No funcionará —dijo Sadeas—. No hay ningún motivo para que más de un ejército participe en cada ataque. Ahora mismo dejo atrás a la mitad de mis tropas. No hay espacio para que maniobren más.
—Sí, pero piensa. ¿Y si probáramos nuevas tácticas? Las cuadrillas de tus puentes son rápidas, pero mis soldados son más fuertes. ¿Y si llegarais rápidamente a una meseta con una avanzadilla para contener a los parshendi? Podríais aguantar hasta que llegaran mis soldados, más lentos pero más fuertes.
Eso hizo vacilar a Sadeas.
—Podría significar una hoja esquirlada, Sadeas.
Los ojos de Sadeas se mostraron ansiosos.
—Sé que has luchado contra portadores parshendi —dijo Dalinar, aferrándose a ese hilo—. Pero has perdido. Sin una hoja esquirlada, estás en desventaja.
Los portadores parshendi tenían la costumbre de escapar después de entrar en batalla. Los lanceros regulares no podían matar a ninguno, naturalmente. Hacía falta un portador para matar a un portador.
—Yo he matado a dos en el pasado. Sin embargo, no tengo la oportunidad a menudo porque no puedo llegar a las mesetas con la suficiente rapidez. Tú sí puedes. Juntos podemos ganar más a menudo, y yo podré conseguirte una espada. Podemos hacer esto, Sadeas. Juntos. Como en los viejos tiempos.
—Los viejos tiempos —dijo Sadeas, abstraído—. Me gustaría ver de nuevo al Espina Negra en batalla. ¿Cómo dividiríamos las gemas?
—Dos tercios para ti —dijo Dalinar—. Ya que tienes el doble de éxito que yo en los ataques.
Sadeas pareció pensativo.
—¿Y las hojas esquirladas?
—Si encontramos a un portador, Adolin y yo nos enfrentaremos a él. Tú ganarás la hoja. —Alzó un dedo—. Pero yo me quedaré con la armadura. Para dársela a mi hijo, Renarin.
—¿El inválido?
—¿Qué más te da? Ya tienes una armadura. Sadeas, esto podría significar ganar la guerra. Si empezamos a trabajar juntos, podríamos atraer a los demás, preparar un ataque a gran escala. ¡Tormentas! Tal vez ni siquiera necesitaríamos eso. Los dos tenemos los ejércitos más grandes: si pudiéramos encontrar un modo de alcanzar a los parshendi en una meseta lo bastante grande con el grueso de nuestras tropas…, rodeándolos para que no pudieran escapar, podríamos dañar sus fuerzas lo suficiente para poner fin a todo esto.
Sadeas reflexionó sobre esto. Luego se encogió de hombros.
—Muy bien. Envíame los detalles con un mensajero. Pero hazlo más tarde. Ya me he perdido demasiado del banquete de esta noche.